Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Kokila corrió hasta su casa atravesando el bosque hasta Dharwar; cuando llegó, su suegra le dio una bofetada, pero tal vez simplemente para adelantarse a Gopal, quien le pegó con fuerza en el brazo y le prohibió regresar nunca más al bosque o a Sigapur, una orden absurda dadas la realidad de su vida; ella estuvo a punto de decir: «¿Y entonces cómo buscaré tu agua?», pero se mordió los labios y se frotó el brazo, los miró echando chispas, hasta que juzgó que ambos estaban tan asustados como podían estarlo y sin golpearla, después de lo cual miró el suelo con furia, como Kali, y limpió todo acabada la improvisada cena, que había sido suspendida por su ausencia. Ni siquiera podían comer sin ella. Esta rabia sería algo que ella recordaría siempre.
A la mañana siguiente, antes del amanecer, salió sigilosamente con las jarras de agua y se apresuró para atravesar el húmedo bosque gris cubierto de hojas; llegó asustada y agitada a la choza de la dai.
Bihari estaba muerta. El bebé estaba muerto, Bihari estaba muerta, hasta la anciana yacía tendida sobre su jergón, jadeando por el dolor de sus esfuerzos; parecía que ella también podía expirar y dejar este mundo en cualquier momento.
—Se fueron hace una hora —dijo—. El bebé debería haber vivido, no sé qué sucedió. Bihari sangró demasiado. Traté de detener la hemorragia pero no lo conseguí.
—Enséñame un veneno.
—¿Qué?
—Enséñame a utilizar un buen veneno. Sé que los conoces. Enséñame el más fuerte que conozcas, ahora mismo.
La anciana volvió el rostro contra la pared, llorando. Kokila le dio la vuelta bruscamente y gritó:
—¡Enséñame!
La anciana echó un vistazo sobre los dos cuerpos que estaban debajo de un sari extendido, pero no había nadie más allí que pudiera asustarse. Kokila comenzó a levantar una mano para amenazarla, y luego se detuvo.
—Por favor —le suplicó—, tengo que saberlo.
—Es demasiado peligroso.
—No tan peligroso como clavarle un cuchillo a Shastri.
—No.
—Lo apuñalaré si no me enseñas, y a mí me quemarán en una hoguera.
—Eso es lo que harán si lo envenenas.
—Nadie lo sabrá.
—Pensarán que lo hice yo.
—Todos saben que no puedes moverte.
—Eso no les importará. O pensarán que lo hiciste tú.
—Lo haré con inteligencia, créeme. Estaré en casa de mis padres.
—No les importará. De todas maneras nos culparán. Y Shardul es tan malvado como Shastri, o peor.
—Dímelo a mí.
La anciana la miró a la cara durante un buen rato. Luego se volvió y abrió su costurero. Le mostró a Kokila una pequeña planta seca, y luego algunas bayas.
—Esto es cicuta de agua. Estas son semillas de ricino. Muele las hojas de cicuta hasta hacer una pasta, agrega semillas a esta pasta justo antes de usarla. Es amarga, pero no necesitas mucha. Una pizca en una comida picante matará sin dejar sabor. Pero después se nota que es envenenamiento, te lo advierto. No es como caer enfermo.
Así que Kokila observó todo y creó su plan. Shastri y Shardul seguían con su trabajo para el terrateniente, ganándose nuevos enemigos cada mes. Y se rumoreaba que Shardul había violado a otra muchacha en el bosque, la noche de Gauri Hunnime, el festival de las mujeres, en el que se adoraban unas imágenes de lodo de Siva y de Parvati.
Mientras tanto Kokila había aprendido todos los detalles de los hábitos de Shastri y Shardul: tomaban un lento desayuno, después Shastri escuchaba algunos casos en el pabellón que estaba entre su casa y el pozo, mientras Shardul llevaba la contabilidad junto a la casa. En el calor del mediodía dormían una siesta y recibían visitas en la galería que daba al norte frente al bosque. Muchas veces, por la tarde, comían una modesta comida recostados sobre unos sofás, como pequeños terratenientes, luego caminaban con Gopal o con uno o dos socios hasta el mercado de ese día, en donde «hacían negocios» hasta que se ponía el sol. Regresaban a la aldea borrachos o bebiendo, tropezando alegremente y atravesando el polvo hasta llegar a la casa y cenar. Era una rutina tan constante como la de cualquiera en la aldea.
Así que Kokila pensaba en sus planes mientras caminaba para recoger leña y buscaba cicuta y semillas de ricino. Aquélla crecía en los sitios más húmedos del bosque, allí donde la sombra formaba ciénagas y escondía toda clase de criaturas peligrosas, desde mosquitos hasta tigres. Pero al mediodía todos estos animales estaban descansando; de hecho, durante los meses de calor todo lo que vivía parecía estar durmiendo al mediodía, hasta las plantas marchitas. Los insectos zumbaban pesadamente en el soñoliento silencio, y las dos plantas venenosas brillaban en la tenue luz como pequeños faroles verdes. Kokila rezó una oración para Kali y las arrancó, mientras sangraba, y desmontó una vaina de habichuela para las semillas, y las metió en la cinta de su sari, y las escondió durante la noche en el bosque que estaba cerca de la zona para defecar, el día antes del Durga Puja. Aquella noche no durmió nada, salvo breves lapsos, en los que Bihari acudía a ella y le decía que no estuviese triste.
—Las cosas malas pasan en todas las vidas —decía Bihari—. No sientas rabia.
Hubo más, pero al despertar todo se desvaneció, y Kokila fue hasta su escondrijo y recogió las partes de la planta y molió furiosamente las hojas de cicuta con una piedra en una calabaza, después arrojó la piedra y la calabaza entre unos helechos. Con la pasta en una hoja en sus manos fue hasta la casa de Shastri, y esperó hasta la hora de la siesta vespertina, un día que parecía durar eternamente; luego puso las pequeñas semillas en la pasta, y puso una pizca de ella dentro de las bolas de pasta del aperitivo vespertino de Shastri y Shardul. Luego salió corriendo de la casa y atravesó el bosque, su corazón huyendo como un ciervo, delante de ella; demasiado parecida a un ciervo, en cuanto a que corría salvajemente con la emoción de lo que había hecho. Fue así que cayó en una trampa para ciervos, que había sido escondida en el bosque por un hombre de Bhadrapur. Cuando la encontró, estaba aturdida y apenas había comenzado a luchar entre las cuerdas; todavía tenía algo de pasta venenosa entre los dedos. El hombre la llevó a Dharwar, pero Shastri y Shardul ya estaban muertos y Prithvi era el nuevo jefe de la aldea; Kokila fue declarada bruja y envenenadora; fue ejecutada en el acto.
De regreso en el Bardo Kokila y Bihari se sentaron una junto a la otra sobre el suelo negro del universo, esperando su turno para ser juzgadas.
—No lo conseguirás —dijo Bihari.
Lo mismo dijeron Bold, Bel, y Borondi, y muchas, muchas otras encarnaciones anteriores, hasta llegar a su nacimiento original en el nacer de este Kali-yuga, de esta era de la destrucción, la cuarta de las cuatro eras, cuando como una nueva alma había salido del Vacío, una erupción del Ser que sale del No-ser, un milagro inexplicable por las leyes naturales e indicativo de la existencia de una esfera superior, una esfera incluso superior a la de los dioses devas, quienes ahora estaban sentados sobre la tarima y las miraban. La esfera a la que todos instintivamente buscaban regresar.
—El Dharma es un asunto que no puede ser cambiado rápidamente — continuó Bihari—, tienes que trabajar en él paso a paso, haciendo lo que puedas en cada situación que se te presente. No puedes saltar al cielo.
—Me cago en todo eso —dijo Kokila, haciendo un gesto grosero en la dirección de los dioses. Todavía estaba tan furiosa que sacaba chispas, y aterrorizada también, llorando y secándose la nariz con el dorso de la mano —. Que me maten si coopero en algo tan espantoso.
—¡Sí! ¡Así será! Por eso siempre estamos a punto de perderte. Por eso nunca reconoces a tu jati cuando estás en el mundo, por eso sigues haciéndole daño a tu propia familia. Nos elevamos y caemos juntos.
—No veo por qué.
Ahora estaba siendo juzgado Shastri, arrodillado y con las manos juntas en forma de súplica.
—¡Más vale que lo mandéis al infierno! —gritó Kokila al dios negro —. ¡Al nivel más bajo y más horrible del infierno!
—Es paso a paso, como dije antes —dijo Bihari sacudiendo la cabeza —. Pequeños pasos hacia arriba y hacia abajo. Y es a ti a quien probablemente juzgarán mal, después de lo que hiciste.
—¡Era lo más justo! —exclamó Kokila con vehemente resentimiento —. ¡Hice justicia con mis propias manos porque nadie más lo hubiera hecho! Y volvería a hacerlo —le gritó al dios negro—: ¡Justicia, maldita sea!
—¡Shh! —dijo Bihari con insistencia—. Ya llegará tu turno. No querrás regresar en la piel de un animal.
Kokila la miró con furia.
—Ya somos animales; no lo olvides. —Le dio una palmada en el brazo a Bihari y su mano lo atravesó, lo que de alguna manera se contradijo con lo que había dicho. Estaban en la esfera de las almas, eso no podía negarse—. Olvídate de estos dioses —gruñó—, ¡lo que necesitamos es justicia! ¡Si es necesario traeré la sublevación al propio Bardo!
—Primero lo primero —dijo Bihari—. Un paso cada vez. Sólo intenta reconocer a tu jati y ante todo cuida de ellos. Luego avanza a partir de eso.
Kya, la tigresa, se movía a través de la espadaña, con el estómago lleno y el calor del sol en el pelo. La hierba era un muro verde alrededor del animal, empujando a cada lado. Sobre ella, las puntas de las hierbas se agitaban con la brisa, atravesando el azul del cielo. La hierba crecía en enormes matas, se extendía desde el centro y se doblaba en las puntas, y a pesar de que las matas estaban muy juntas, la tigresa se abría camino encontrando los estrechos claros entre las matas, entre los tallos caídos. Finalmente llegó al final de la zona de hierba, que bordeaba un maidan parecido a un parque, quemado anualmente por los humanos para mantenerlo despejado. Aquí pastaba un gran número de chítales y de otros ciervos, cerdos salvajes y antílopes, especialmente el nilgai.
Aquella mañana había una gama wapití, mordisqueando la hierba. Kya podía imitar el sonido de un ciervo wapití; cuando estaba en celo lo hacía sólo por hacerlo; pero ahora simplemente esperó. La gama sintió algo y salió disparada. Pero un gaur joven, de color castaño oscuro y patas blancas, deambulaba por el claro. Mientras se acercaba, Kya levantó su pata delantera izquierda, enderezó la cola hacia atrás y se balanceó ligeramente hacia adelante y atrás, manteniendo el equilibrio. Luego tiró la cola hacia atrás y atravesó el parque con una serie de saltos de seis metros, rugiendo todo el tiempo. Golpeó al gaur y lo derribó, le mordió el cuello hasta que murió.
La tigresa comió.
¡Ba-loo-ah!
Su kol-bahl, un chacal que había sido echado de su manada y ahora la seguía, mostró su fea cara al final del maidan, y ladró otra vez. Ella le gruñó para que se fuera, y él se escabulló otra vez entre las hierbas.
Cuando estuvo satisfecha se levantó y comenzó a caminar lentamente cuesta abajo. El kol-bahl y algunos cuervos acabarían el gaur.
Kya llegó al río que serpenteaba atravesando esta parte del campo. Aquella extensión poco profunda estaba tachonada con islas, cada una de ellas una pequeña selva debajo de su frondosa cubierta de arbustos y shishams; varias de ellas albergaban nidos suyos, en la maleza enmarañada de helechos y enredaderas, debajo de árboles tamariscos que sobresalían sobre la cálida arena de las orillas del riachuelo. La tigresa caminó suavemente sobre las piedrecillas hasta llegar al borde del agua y bebió. Puso las patas en el río y se detuvo, sintiendo cómo la corriente le empujaba el pelo río abajo. El agua estaba clara y caliente por el sol. En la arena de la ribera había huellas de garras de distintos animales, y en la hierba estaban sus olores: ciervo wapiti y ratón, chacal y hiena, rinoceronte y gaur, cerdo y pangolín; toda la población, pero ninguno a la vista. Atravesó el agua hasta llegar a una de sus islas, se echó sobre la hierba aplastada de su macizo, a la sombra. Una siesta. Este año no hay cachorros, no hay necesidad de cazar para los próximos días: Kya abrió la enorme boca para bostezar en su macizo. Se quedó dormida en el silencio que se extiende desde los tigres en la selva.
Soñó que era una pequeña niña morena de aldea. Su cola se contorsionaba al sentir una vez más el calor de un fuego de cocina, el sentimiento del sexo cara a cara, el impacto de las piedras asesinas de las brujas. Un estruendo en el sueño, grandes abanicos expuestos. El miedo por todo aquello la despertó y se sobresaltó, intentando caer nuevamente en un sueño diferente.
Los ruidos la trajeron otra vez al mundo. Los pájaros y los monos estaban hablando acerca de la llegada de la gente que venía desde el oeste, sin duda camino del vado que utilizaban río abajo. Kya se levantó rápidamente y salió de la isla chapoteando, se deslizó entre matorrales de espadaña regresando por la curva del río. La gente podía ser peligrosa, especialmente cuando iban en grupos. Solos se encontraban indefensos, solamente era cuestión de buscar el momento justo y atacar por detrás. Pero los grupos de personas podían llevar a los animales hasta sus trampas o emboscadas; ése había sido el final de muchos tigres, despellejados y decapitados. Una vez ella había visto a un tigre macho intentando avanzar unos cinco metros para llegar a un trozo de carne, patinar en una zona resbaladiza, y caer sobre unos clavos escondidos entre las hojas. La gente había colocado todo aquello.
Pero hoy no hay tambores, no hay gritos, no hay campanas. Y era una hora ya muy avanzada del día para que los humanos cazaran. Era más probable que fueran viajeros. Kya se deslizó discretamente entre la espadaña, examinando el aire con las orejas y la nariz, y avanzando hacia un extenso claro entre las hierbas desde donde podría ver el vado.
Se acomodó en un claro entre matas para verlos pasar. Se echó allí con los ojos bien abiertos.
Vio que allí había algunos seres humanos, escondidos como ella, esparcidos por el matorral, esperando a que otros llegaran al vado.
Cuando se dio cuenta de todo aquello, una columna de gente llegó al vado, y los que estaban escondidos salieron de un salto gritando mientras lanzaban flechas a los otros. Parecía una gran cacería. Kya se acomodó y observó todo más detenidamente, con las orejas hacia atrás. Ya otra vez se había topado con una escena similar, y el número de humanos que había muerto había sido sorprendente. Fue entonces cuando por primera vez probó su carne, puesto que había tenido dos gemelos aquel verano y debía alimentarlos. Eran, sin duda alguna, la bestia más peligrosa de la selva, aparte del elefante. Mataban sin motivo alguno, tal como a veces hacían los kol-bahl. Después quedaría carne por ahí, no importaba qué otra cosa pudiera pasar. Kya se agazapó y escuchó más de lo que observó. Gritos, aullidos, rugidos, toques de trompeta, ruidos de muerte; de alguna manera como el final de algunas de sus cacerías, sólo que multiplicada varias veces.