Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Una de aquellas terribles mañanas fue a la tumba de Chishti y decidió no marcharse de allí. Envió órdenes a uno de sus criados para que le trajera comida todos los días al atardecer, y después de comer fuera de la puerta de la tumba, dormía sobre una alfombrilla en un rincón del patio. Ayunaba día tras día como si se tratara del ramadán, y alternaba los días recitando trozos del Corán, del «Mathnawi» de Rumi y de otros textos sufies persas. Cierta parte de él tenía alguna esperanza y se imaginaba que uno de los guardias hablaba persa, de manera que las palabras del Mowlana, Rumi el gran poeta y la voz de los sufies, serían comprendidas cuando salían de su boca.
—Aquí están las señales milagrosas que tú quieres —solía decir en voz alta—, que lloras durante la noche y te levantas al amanecer, pidiendo aquello en la ausencia de lo que pides, tu día se oscurece, tu cuello delgado como un huso, que lo que das es todo lo que tienes, que sacrificas pertenencias, sueño, salud y tu cabeza, que a menudo te sientas sobre un fuego como madera de acíbar y a menudo sales a enfrentar una espada como un casco abollado. Cuando los actos de impotencia se vuelven algo habitual, ésas son las señales. Corres de un lado a otro escuchando acontecimientos insólitos, mirando con atención los rostros de los viajeros. ¿Por qué me miras como a un loco? He perdido un amigo. Por favor perdóname. Una búsqueda como ésa no falla. Llegará un jinete que te abrazará fuerte. Te desmayas y farfullas. Los profanos dicen que estás fingiendo. ¿Cómo pueden saberlo? El agua baña a un pez encallado en la playa.
»Bendita sea aquella inteligencia cuyo corazón oye desde el cielo el sonido sugestivo de lo que se acerca. El oído profano no oye ese sonido; sólo el que lo merece recibe ese regalo. No profanes tus ojos con descaro y desfachatez humanos, porque está por llegar ese emperador de vida eterna; si se han profanado, lávalos con lágrimas, porque la cura está en esas lágrimas. De Egipto ha llegado una caravana de azúcar; llega el sonido de una pisada y de una campana. Ah, permanece en silencio, porque la voz de nuestro rey se acerca para completar la oda.
Después de varios días de repetir esta oración, Bistami comenzó a recitar el Corán sura por sura, regresando a menudo al primer sura, al Comienzo del Libro, al Fatiha, al Sanador, un pasaje que los guardias nunca podrían dejar de reconocer:
—¡Alabado sea Dios, Señor del universo! ¡El Compasivo, el Misericordioso! ¡Soberano del día del juicio! A Ti solo servimos y a Ti solo imploramos ayuda. Dirígenos por la vía recta, la vía de los que Tú has agraciado; no la de los que han incurrido en tu ira ni la de los extraviados.
Esta fantástica oración inicial, tan apropiada para su situación, la repetía Bistami cientos de veces al día. A veces repetía sólo la oración «Suficiente para nosotros es Dios y excelente el Protector»; una vez la dijo treinta y tres mil veces seguidas. Luego cambió a la de «Alá es misericordioso, ríndete ante Alá; Alá es misericordioso, ríndete ante Alá», que repitió hasta que se le secó la boca, se quedó afónico y los músculos de la cara se le endurecieron por el agotamiento.
Mientras tanto barría el patio y todos los salones del santuario, uno por uno, y llenaba las lámparas y cortaba las mechas, y barría un poco más, mirando los cielos que cambiaban día tras día, y decía las mismas cosas una y otra vez, sintiendo cómo el viento lo atravesaba, observando el latir de las hojas de los árboles que rodeaban el santuario, cada una con su propia luz transparente. El árabe es erudición, pero el persa es azúcar. Saboreaba su comida del anochecer como nunca había saboreado ningún plato. Sin embargo ayunar se convirtió en algo fácil, tal vez porque era invierno y los días eran un poco más cortos. El miedo todavía lo apuñalaba con frecuencia, haciendo que su sangre se agitara con enorme presión; rezaba en voz alta durante todos los minutos en vela, sin duda volviendo locos a sus guardias con la monótona oratoria.
Finalmente todo su mundo se redujo a la tumba, y comenzó a olvidar las cosas que le habían acontecido antes, o las cosas que probablemente seguían sucediendo en el mundo fuera del recinto del santuario. Las olvidó. Su mente comenzaba a aclararse; de hecho todo en este mundo parecía estar volviéndose ligeramente transparente. Podía ver el interior de las hojas, y a veces a través de ellas, como si estuvieran hechas de cristal; lo mismo le pasaba con el mármol blanco y el alabastro de la tumba, que brillaban como si estuvieran vivos al anochecer, y con su propia carne. «Todos, salvo el rostro de Dios, pereceremos. A Él regresaremos.» Éstas eran las palabras del Corán incluidas en el hermoso poema de Mowlana sobre la reencarnación:
Morí como un mineral y me convertí en una planta,
morí como una planta y desperté como un animal,
morí como un animal y era un Hombre.
¿Por qué tener miedo? ¿Cuándo fui menos al morir?
Sin embargo debo morir una vez más como Hombre, para elevarme
con los ángeles benditos; pero incluso como ángel
también debo morir: «Todos salvo el rostro de Dios pereceremos».
Cuando haya sacrificado mi alma angelical,
me convertiré en lo que ninguna mente ha imaginado jamás.
¡Oh, déjame no existir!, porque la inexistencia
se proclama en tonos de órgano: «A Él regresaremos».
Repitió este poema mil veces, siempre susurrando la última parte, por miedo a que los guardias informaran a Akbar que estaba preparándose para morir.
Pasaron los días; pasaron las semanas. Cada vez tenía más hambre y estaba más hipersensible a todos los olores y sabores, después al aire y a la luz. Podía sentir las noches cálidas y húmedas como si fueran mantas que lo envolvían, y en el breve frescor del amanecer caminaba de aquí para allá barriendo y rezando, mirando el cielo a través de los frondosos árboles, haciéndose cada vez más y más claro; entonces una mañana, cuando el alba avanzaba en el día, todo comenzó a convertirse en luz.
—¡Oh él, Oh él que es Él, Oh quién es él sino Él!
Gritó aquellas palabras una y otra vez en el mundo de luz, y hasta las palabras eran fragmentos de luz que salían de su boca. La tumba se convirtió en algo de pura luz blanca, brillando en la fría luz verde de los árboles; los árboles de luz verde y la fuente vertían su agua de luz hacia arriba, en el aire iluminado, y las paredes del patio eran ladrillos de luz, y todo era luz, latiendo suavemente. Podía ver a través de la tierra, y a través del tiempo pasado, a través de un Pasaje Khyber hecho de trozos de luz amarilla, hasta el momento de su nacimiento, el décimo día del Muharran, el día en que el imán Hosain, el único nieto vivo de Mahoma, había muerto defendiendo la fe, y vio que aunque Akbar mandara matarlo o no, seguiría viviendo, porque había vivido antes muchas veces, y no iba a cesar cuando esta vida acabara. «¿Por qué debería tener miedo? ¿Cuándo fui menos al morir?» Era una criatura de luz como todo lo demás; una vez había sido una muchacha de aldea, otra vez un jinete de las estepas, otra vez el sirviente del Duodécimo imán, por lo que sabía cómo y por qué había desaparecido el imán, y cuándo regresaría para salvar al mundo. A sabiendas de aquello, no había razón alguna para temer a nada. «¿Por qué debería tener miedo? ¡Oh él, Oh él que es Él, Dios es suficiente y excelente, el Protector, Alá el Misericordioso, el Benéfico!» Alá que había enviado a Mahoma en su isra, su viaje hacia la luz, tal como Bistami estaba siendo enviado ahora, hacia la ascensión de miraj, cuando todo se convertiría en una luz completamente transparente e invisible.
Al entender esto, Bistami miró a Akbar a través de las paredes y de los árboles y de la tierra transparentes, al otro lado de la ciudad en su límpido palacio, envuelto en luz como un ángel, un hombre que seguramente era ya más que mitad ángel, un espíritu ángel que había conocido en vidas anteriores, y que volvería a conocer en vidas futuras, hasta que todos llegaran a un mismo lugar y Alá le pusiera fin al universo.
Excepto que este Akbar de luz giró el rostro, y miró a través del espacio iluminado que los separaba, y Bistami vio entonces que sus ojos eran dos bolas negras en la cabeza, negras como la ónice, y le dijo a Bistami: nunca nos hemos encontrado antes; no soy aquél a quien buscas; aquel que tú buscas está en otro sitio.
Bistami comenzó a tambalearse, se cayó de espaldas en la esquina formada por las dos paredes.
Cuando volvió en sí, aún dentro de un colorido mundo de papel cristal, Akbar en persona estaba allí frente a él, barriendo el patio con la escoba de Bistami.
—Maestro —dijo Bistami, y comenzó a llorar—. Mowlana.
Akbar se detuvo junto a él, mirándolo desde arriba.
Finalmente posó una mano sobre la cabeza de Bistami.
—Eres un sirviente de Dios —le dijo.
—Sí, Mowlana.
—«Dios ha sido amable con nosotros» —recitó Akbar en árabe—.«Porque a quien a Dios ha temido y soportado, Dios ciertamente no exigirá la recompensa de perecer de los honrados.»
Esto era del sura Doce, la historia de José y sus hermanos. Bistami, animado, todavía viendo a través de los bordes de las cosas, incluyendo a Akbar y a su mano y su rostro luminosos, una criatura de luz latiendo a través tanto de las vidas como de los días, recitaba versos del final del sura «Truenos»:
—«Los que vivieron antes que ellos conspiraron; pero toda conspiración es controlada por Dios: Él conoce las obras de todos.»
Akbar asintió con la cabeza, mirando la tumba de Chishti y rumiando sus propios pensamientos.
—«No serás culpado hoy» —murmuró, diciendo las palabras que dijera José cuando perdonó a sus hermanos— «Dios te perdonará, porque Él es el más misericordioso de todos los piadosos.»
—Sí, Mowlana. Dios nos da todas las cosas, Dios el Misericordioso y el Compasivo, él que es Él. Oh él que es Él, Oh él que es Él, Oh él que es Él... —se detuvo con dificultad.
—Sí —Akbar volvió a mirarlo desde arriba—. Ahora bien, haya pasado lo que haya pasado en Gujarat, no quiero saber nada más de ello.No creo que hayas tenido nada que ver con la rebelión. Deja de llorar. Pero Abul Fazl y sheik Abdul Nabi sí que lo creen, y ellos son dos de mis consejeros más importantes. En muchas cuestiones confío en ellos. Soy leal con ellos, como ellos lo son conmigo. Así que en esto puedo ignorarlos y darles la orden de que te dejen en paz, pero aunque haga esto, tu vida aquí no será tan cómoda como antes. Comprendes.
—Sí, maestro.
—Así que voy a enviarte a otro sitio...
—¡No, maestro!
—Silencio. Te enviaré en peregrinación a La Meca.
Bistami se quedó boquiabierto. Después de todos aquellos días de inacabable palabrería, la mandíbula le colgaba del rostro como una puerta rota. La luz blanca lo llenaba todo y por un instante se deshizo.
Luego regresaron los colores, y comenzó a oír otra vez:
—... cabalgarás hasta Surat y navegarás en mi barco peregrino,
Ilahi
, atravesando el mar Arábigo hasta llegar a Jidda. El
wagf
ha reunido una buena donación para La Meca y Medina, y yo he escogido a Wazir para que sea el mir de la peregrinación, y el grupo incluirá a mi tía Bulbadan Begam y a mi esposa Salima. A mí también me gustaría ir, pero Abul Fazl insiste en que soy necesario aquí.
Bistami asintió con la cabeza.
—Sois indispensable, maestro.
Akbar lo contempló.
—A diferencia de ti.
Retiró la mano de la cabeza de Bistami.
—Pero el mir de la peregrinación siempre puede utilizar otro qadi. Y yo deseo establecer una escuela Timurid permanente en La Meca. Y tú puedes ayudar con eso.
—Pero, ¿y no regresar?
—No, si aprecias esta existencia.
Bistami clavó la mirada en el suelo, sintió un escalofrío.
—Ahora ven —le dijo el emperador—. Para un erudito devoto como tú, la idea de vivir en La Meca debería ser pura alegría.
—Sí, maestro. Por supuesto.
—Pero su voz se atragantaba con las palabras.
Akbar se rió.
—¡Tienes que admitir que es mejor que ser decapitado! ¿Y quién sabe? La vida es larga. Tal vez regreses algún día.Los dos sabían que eso era poco probable. La vida no era tan larga.
—Será lo que Dios quiera —murmuró Bistami, mirando a su alrededor.
Este patio, esta tumba, estos árboles que conocía piedra a piedra, rama a rama, hoja a hoja —esta vida, que había llenado cien años en el último mes— había llegado a su fin. Todo lo que él conocía tan bien desaparecería de su vida, incluyendo a este querido e impresionante joven. Era extraño pensar que cada vida verdadera duraba apenas unos años, que uno pasaba por muchas en cada período corporal.
—Dios es grande. Nunca volveremos a encontrarnos —dijo Bistami.
Desde el puerto de Jidda hasta La Meca, los camellos de los peregrinos cubrían el horizonte de un extremo a otro, dando la impresión de que juntos podían seguir atravesando toda Arabia, o el mundo. Los valles rocosos y poco profundos que rodean a La Meca estaban llenos de campamentos, y el humo lleno de grasa de oveja de los fuegos para cocinar se elevaba en el cielo claro al anochecer. Noches frescas, días cálidos, nunca una nube en el cielo azul claro, y miles de peregrinos, recorriendo con entusiasmo los últimos tramos de la peregrinación, todos en la ciudad participando del mismo extático ritual, todos vestidos de blanco, con los típicos turbantes verdes entre la multitud, llevados por los sayyids, aquellos que sostenían ser descendientes directos del Profeta: una gran familia, si se creía en los turbantes, todos ellos recitando versos del Corán, siguiendo a la gente que iba delante de ellos, quienes seguían a los que a su vez iban más adelante, y los que iban delante de ellos, en una línea que se extendía desde nueve siglos antes. En el viaje a Arabia, Bistami había ayunado más seriamente que nunca en su vida, más incluso que en la tumba de Chishti. Ahora flotaba sobre las calles empedradas de La Meca ligero como una pluma, con la cabeza hacia arriba mirando las palmeras que llenaban el cielo con sus verdes frondas mecidas suavemente, sintiéndose tan despreocupado en la gracia de Dios que a veces parecía estar mirando desde arriba las copas de las palmeras, o desde detrás de las esquinas hacia la Kaaba, entonces tenía que mirarse fijamente los pies para recuperar el equilibrio y volver en sí aunque, mientras lo hacía, las piernas comenzaban a parecerle criaturas distantes con vida propia, abriéndose paso una detrás de la otra, una y otra vez. Oh él, Oh él que es El...