Colección de relatos en la que resuenan las obsesiones permanentes (los sueños, el doble, el viaje, la imposibilidad del amor, la lucha contra la vejez, la inmortalidad) de la obra entera de Adolfo Bioy Casares, estas diez HISTORIAS DESAFORADAS, que vienen a sumarse a las antológicas recopilaciones de «Historias de amor» e «Historias fantásticas», muestran la asombrosa capacidad del gran escritor argentino para la invención de mundos fabulosos, construidos en una personalísima clave de humor y con un deslumbrante talento literario.
Edificios linderos con otra dimensión, cines de feria que revelan el alma del espectador, profesores acorralados por el paso del tiempo o el amor de una alumna… Los relatos del presente volumen compendian la sensibilidad, la inventiva y el humor satírico que hicieron de Adolfo Bioy Casares uno de los más grandes cuentistas de nuestro idioma. En el notable «Máscaras venecianas» la ciencia experimental funciona de coartada para la persecución de amores imposibles; en «Historia desaforada» y «Planes para una fuga al Carmelo» la novedosa terapéutica de un grupo de médicos plantea a los héroes una disyuntiva de hierro; en «El Nóumeno» la pérdida está tamizada por un descubrimiento portentoso. Según declaró el autor, «Trío» incluye al menos un episodio autobiográfico, como también «El relojero de Fausto». Cierra la serie «La rata o una llave para la conducta», enigmática fantasía de corte policial.
Historias desaforadas presenta magistralmente a los lectores un mundo que se disgrega entre la ciencia y la magia, el peso de la realidad y la esperanza del amor.
Adolfo Bioy Casares
Historias desaforadas
ePUB v1.0
hermes 1021.10.12
Título original:
Historias desaforadas
Adolfo Bioy Casares, 1986.
Editor original: hermes 10 (v1.0)
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Una mañana, mientras estaba afeitándome, recordé la frase de Bergson: «La inteligencia es el arte de salir de situaciones difíciles». Me dije que en ese momento para mí una situación difícil era la vejez, y se me ocurrió la historia de un profesor que logra aislar las glándulas de la juventud, para injertarlas en organismos decrépitos. Ese vago argumento fue el punto de partida de Historia desaforada, otro de mis cuentos satíricos. Máscaras venecianas, en cambio, nació de dos ideas casi contradictorias: el anhelo de vivir varias vidas y la imposibilidad de retener a la persona querida tal como la conocimos.
En mi opinión las ideas largamente maduradas dan buenos resultados. Cuando leí en 1936 o 1937 la Crítica de la razón pura, de Kant, lo primero que pensé fue en retratarme junto al libro, como una especie de testimonio de que lo había leído; también pensé que en sus páginas había una buena idea para un cuento o una novela. Cuarenta y tantos años después escribí El Nóumeno, que quiere ser un homenaje a Arturo Cancela, o por lo menos a un cuento de Cancela que influyó mucho en el tono porteño de mis libros: «Una semana de holgorio».
Una de las preocupaciones que me acompañaron durante la niñez fue la de tratar de imaginar el límite del universo. Me causaba un infinito asombro, no exento de temor, la posibilidad de que en algún punto del espacio el universo pudiese de pronto cesar. El cuarto sin ventanas es un tardío intento de despejar ese enigma. No creo que el chico que fui hubiera considerado mi cuento como una respuesta satisfactoria.
Al profesor lo irritaba la gente que se levantaba tarde, pero no quería despertar a Valeria, porque a ella le gustaba dormir. «Pone mucha aplicación», pensó, mientras contemplaba el delicado perfil y la efusión roja del pelo de la chica sobre la almohada blanca.
El profesor se llamaba Félix Hernández. Parecía joven, como tantas personas de su edad en aquella época (veinte años antes, hubieran sido viejos). Era famoso, aun fuera del mundo universitario, y muy querido por los alumnos. Se consideraba afortunado porque vivía con Valeria, una estudiante.
Entró en la cocina, a preparar el desayuno. Cuidó las tostadas, para que se doraran sin quemarse, y recordó: «Esta mañana Valeria defiende la tesis. No tiene que olvidar los tres períodos de la historia». Después de una pausa, dijo: «Últimamente me dio por hablar solo».
Llevó la bandeja al dormitorio en el momento en que la muchacha volvía de la ducha, aún mojada y envuelta en una toalla. Al arrimarle una taza vio en el espejo su propia cara, con esa barba a retazos blanquísima, a retazos negra, que recién afeitada parecía de tres días. Miró a la chica, volvió a mirar el espejo y se dijo: «Qué contraste. Realmente, soy un hombre de suerte». La chica exclamó:
—Si me quedo dormida, me muero.
—¿Por no doctorarte? No perderías mucho.
—Es increíble que un profesor hable así.
—Ya nadie sabe que puede estudiar solo. El que está en un aula donde hay un profesor, cree que estudia. Las universidades, que fueron ciudadelas del saber, se convirtieron en oficinas de expendio de patentes. Nada vale menos que un título universitario.
La chica dijo, como para sí misma:
—No importa. Yo quiero el título.
—Entonces tal vez convenga que menciones los tres períodos de la historia. Cuando el hombre creyó que la felicidad dependía de Dios, mató por razones religiosas. Cuando creyó que la felicidad dependía de la forma de gobierno, mató por razones políticas.
—Yo leí un poema.
Cada cual mata aquello que ama…
La miró, sonrió, sacudió la cabeza.
—Después de sueños demasiado largos, verdaderas pesadillas —explicó Hernández—, llegamos al período actual. El hombre despierta, descubre lo que siempre supo, que la felicidad depende de la salud, y se pone a matar por razones terapéuticas.
—Me parece que voy a provocar una discusión con la mesa.
—No veo por qué. ¿Alguien duda de que a cierta edad recibirá la visita del médico? ¿No es ésa una manera de matar? Por razones terapéuticas, desde luego. Una manera de matar a toda la población.
—A toda, no. Están los que se escapan a la otra Banda.
—Ahí surge la amenaza de un segundo montón de muertos. Inmenso. Por razones terapéuticas, también.
—Pero eso —con aparente distracción dijo la chica, mientras se vestía— si les declaramos la guerra.
—No va a ser fácil. Entre los viejos decrépitos de la Banda Oriental hay negociadores astutos, que siempre encuentran la manera de ceder algo sin importancia.
—Me dan asco —dijo Valeria, lista ya para salir—, pero que posterguen la guerra me parece bien.
—Tarde o temprano habrá que decidirse. No puede ser que en la otra Banda haya un foco infeccioso, un caldo de cultivo de todas las pestes que nosotros hemos eliminado. Salvo que alguien descubra la manera de frenar la vejez… Pero ¿qué vas a contestar si te preguntan cómo empezó el tercer período?
—Cuando ya nadie creía en los políticos, la medicina atrajo, apasionó, al género humano, con sus grandes descubrimientos. Es la religión y la política de nuestra época. Los médicos argentinos, del legendario Equipo del Calostro, un día lograron la barrera de anticuerpos, durable y polivalente. Esto significó la erradicación de las infecciones, pronto seguida por la del resto de las enfermedades y por una extraordinaria prolongación de la juventud. Creímos que no era posible ir más lejos. Poco después los uruguayos descubrieron el modo de suprimir la muerte.
—Lo que nuestro patriotismo recibió como una patada.
—Pero ni los propios uruguayos lograron detener el envejecimiento.
—Menos mal…
—Con tus interrupciones pierdo el hilo —dijo Valeria y retomó el tono de recitación—. Alrededor de los dos países del Río de la Plata, se formaron los bloques aparentemente irreconciliables, que hoy se reparten el mundo. Los enemigos nos llaman jóvenes fascistas y, para nosotros, ellos son moribundos que no acaban de morir. En el Uruguay la proporción de viejos aumenta. —Sin detenerse agregó:
—Son casi las diez. Tengo que irme.
La acompañó hasta la puerta, la besó, le pidió que no volviera tarde y no entró hasta que la perdió de vista.
Un rato después, cuando estaba por salir, oyó el timbre. Recogió un cuaderno de apuntes, que probablemente Valeria había olvidado, empezó a murmurar: «De todo te olvidas, ¡cabeza de novia!», abrió la puerta y se encontró con sus discípulos Gerardi y Lohner.
—Venimos a verlo —anunció Lohner.
—El tiempo no me sobra. A las once debo estar en la Facultad.
—Lo sabemos —dijo Gerardi.
—Pero tenemos que hablar —dijo Lohner.
Parecían nerviosos. Los llevó al escritorio.
—Lohner —dijo Gerardi y señaló a su compañero— va a explicarle todo.
Hubo un silencio. Hernández dijo:
—Estoy esperando esa explicación.
—No sé cómo empezar. Un amigo, de Salud Pública, nos avisó anoche que vienen a verlo.
Hernández entreabrió la boca, sin duda para hablar, pero no dijo nada. Por último Gerardi aclaró:
—Viene el médico.
Hubo otro silencio, más largo. Preguntó Hernández:
—¿Cuándo?
—Hoy —dijo Lohner.
—Entre anoche y esta mañana arreglamos todo.
—¿Qué arreglaron?
—El cruce al Carmelo.
—¿En el Uruguay? —preguntó Hernández, para ganar tiempo.
—Evidentemente —contestó Lohner.
Gerardi refirió:
—El amigo de Salud Pública nos puso en comunicación con un señor, llamado Contacto, que se encarga del renglón lancheros. Nos dio cita, a las diez de la noche, en la Confitería Del Molino, en la mesa que está contra la segunda columna de la izquierda, entrando por Callao. Ahí tomamos tres capuchinos y cuando yo iba a decirle quién era usted, el señor Contacto me paró en seco. «Si consigo lancha, no debo saber para quién», y nos pidió que lo esperáramos un minutito, porque iba a hablar a Tigre. No fue un minutito. Querían cerrar la confitería y el señor Contacto no lograba comunicarse. En nuestro país estas cosas, por simples que parezcan, son complicadas. Finalmente volvió, dio un nombre, una hora, un lugar: Moureira, a las ocho de la mañana, en el almacén de Liniers y Pirovano, frente al puentecito sobre el río Reconquista.
—¿En el Tigre? —preguntó Hernández.
—En Tigre.
—Y ustedes, esta mañana, ¿lo encontraron?
—Como un solo hombre. Tengo la impresión de que se puede confiar en él.
—Sobre todo si no le damos tiempo —observó Lohner.
—¿Para qué? —preguntó Hernández.
—No creo que le convenga… —opinó Gerardi—. Su trabajo es pasar fugitivos a la otra Banda. Si traiciona una vez y llega a saberse ¿de qué vive?
—Es gente vieja del Delta. En tiempo de las aduanas, el abuelo y el padre fueron contrabandistas. Moureira aseguró que él mismo es una especie de institución.
—¿Cuándo tengo que ir?
—Se viene con nosotros. Ahora mismo.
—Ahora mismo no puedo.
—Moureira está esperándonos —dijo Gerardi.
—Más vale no entretenerse —dijo Lohner.
—Tengo que buscar a una amiga —dijo Hernández.
Hubo un silencio. Gerardi preguntó:
—¿A la que sabemos, profesor?
Sonriendo, por primera vez, confirmó Hernández:
—A la que sabemos.