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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (65 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Sí, excelencia.

—Ahora déjame.

Pero cuando la armada india apareció no fue en el mar Egeo, sino en el mar Negro, el mar otomano. Pequeños barcos negros llenaban el mar Negro, barcos con ruedas hidráulicas en los costados y sin velas, sólo penachos de humo blanco que salían de las chimeneas y cubrían unas casetas sobre la cubierta. Parecían los hornos de una herrería y que en cualquier momento se hundirían como piedras. Pero no lo hicieron. Dominaron el relativamente poco vigilado estrecho del Bósforo, hicieron añicos las baterías de la costa y fondearon frente a la Sublime Puerta. Desde allí bombardearon el palacio Topkapi y las baterías que defendían ese lado de la ciudad con proyectiles explosivos. Las baterías destruidas, de carácter ceremonial, estaban desatendidas desde hacía mucho tiempo puesto que durante siglos nadie había llegado para atacar Constantinopla. El hecho de que los barcos hubieran aparecido por el mar Negro nadie podía explicarlo.

De cualquier manera allí estaban, y bombardearon las defensas hasta que todo quedó en silencio, luego dispararon una y otra vez contra los muros del palacio y contra las baterías que quedaban al otro lado del Cuerno de Oro, en Pera. La gente de la ciudad se apiñaba en las casas, o se refugiaba en las mezquitas, o se alejaba de la ciudad hacia los campos fuera de la muralla de Teodosio; pronto la ciudad pareció quedar desierta, excepto por algunos hombres jóvenes que se quedaron para ser testigos del ataque. En las calles comenzaron a aparecer más y más de estos muchachos cuando empezó a parecer que los barcos de hierro no iban a bombardear la ciudad, sino únicamente Topkapi, el cual estaba sufriendo un duro castigo a pesar de sus enormes muros impenetrables.

Ismail fue llamado por el sultán para que acudiera a aquel gran blanco de la artillería. En ese momento, él estaba metiendo en cajas la masa de papeles que había acumulado durante los últimos años, todas sus notas y registros, bosquejos, muestras y especímenes. Deseó que pudieran hacerse los preparativos necesarios para que todas aquellas cosas se enviaran a la madraza médica de Nsara, donde vivían y trabajaban muchos de sus más fieles corresponsales; o incluso al hospital de Travancore, hogar de sus agresores, pero también de otro grupo muy fiel de corresponsales médicos.

Ahora no había manera de organizar semejante traslado, así que dejó las cajas en sus habitaciones con una nota encima que describía su contenido y atravesó caminando las calles desiertas hasta llegar a la Sublime Puerta. Era un día soleado; podían oírse voces que venían de la gran mezquita azul, pero aparte de eso sólo se veían perros, como si hubiera llegado el día del Juicio Final y a Ismail lo hubieran dejado atrás.

El día del Juicio Final había llegado sin duda para el palacio; los proyectiles estallaban contra él continuamente. Ismail entró en el palacio y fue llevado hasta donde estaba el sultán, a quien encontró visiblemente excitado por los acontecimientos, como si estuviera en un parque de atracciones: Selim Tercero estaba en la atalaya más alta de Topkapi, a plena vista de la flota que los bombardeaba, observando la acción mediante un largo telescopio de plata.

—¿Por qué el hierro no hunde a los barcos? —le preguntó a Ismail—. Deben de ser tan pesados como una arca llena de oro.

—Dentro del casco de esos barcos debe de haber el aire necesario para que floten —dijo el médico, disculpándose por la insuficiencia de la explicación—. Si el casco de uno de esos barcos fuera perforado, seguramente se hundiría más rápido que cualquier casco de madera.

Uno de los barcos disparó, largando humo y deslizándose un poco hacia atrás. Sus cañones disparaban hacia adelante, uno por barco. Parecían bastante pequeños, como grandes dhows de carga, o gigantes bichos de agua.

El proyectil estalló en una pared del palacio que estaba a su izquierda. Ismail sintió que todo se sacudía bajo sus pies. Suspiró.

El sultán le lanzó una mirada.

—¿Estás asustado?

—Un poco, excelencia.

El sultán sonrió.

—Ven, quiero que me ayudes a decidir qué debo llevar. Por supuesto, las joyas más valiosas. —Pero entonces divisó algo en el cielo—. ¿Qué es eso? —Se puso el telescopio en el ojo. Ismail miró hacia arriba; había un punto rojo en el cielo. Se dejaba llevar por la brisa sobre la ciudad, parecía un huevo rojo—. ¡Hay un cesto que cuelga de él! —exclamó el sultán—. ¡Y hay gente en el cesto! —Se rió—. ¡Saben hacer que las cosas vuelen por el aire!

Ismail protegió sus ojos del sol con la mano.

—¿Puedo utilizar el catalejo, excelencia?

Debajo de unas nubes blancas e hinchadas, el punto rojo flotaba hacia ellos.

—El aire caliente se eleva —dijo Ismail, cada vez más sorprendido a medida que se iba dando cuenta—. Deben de llevar un brasero en el cesto, y el aire caliente que desprende el fuego entra en la bolsa y se queda allí atrapado, y entonces toda esa cosa se eleva y vuela.

El sultán volvió a reírse.

—¡Maravilloso! —Cogió otra vez el catalejo—. Sin embargo, no veo llamas.

—Tal vez sea un fuego pequeño, si no podrían quemar la bolsa. Un brasero de carbón, eso no puede verse desde aquí. Entonces cuando quieren bajar, apagan el fuego.

—Yo quiero hacer eso —declaró el sultán—. ¿Por qué no has hecho uno así para mí?

—No se me ocurrió.

Ahora el sultán estaba especialmente de buen humor. La roja bolsa voladora se acercaba adonde ellos se encontraban.

—Esperemos que los vientos la lleven a cualquier otra parte —señaló Ismail mientras la observaba.

—¡No! —gritó el sultán—. Quiero ver qué es capaz de hacer.

Su deseo se cumplió. La bolsa flotante se dejó llevar hasta que llegó encima del palacio, justo debajo de las nubes, o entre ellas, o incluso desapareciendo dentro de una de ellas, lo cual le dio a Ismail la sensación aún más fuerte de que el objeto volaba como un pájaro. ¡Gente volando como si fueran pájaros!

—¡Disparadles! —gritaba el sultán con entusiasmo—. ¡Disparad a la bolsa!

Los guardas del palacio lo intentaron, pero el único cañón que quedaba sobre la muralla destrozada no podía elevarse lo suficiente. Los mosqueteros le dispararon, los rotundos chasquidos de sus mosquetes eran seguidos por gritos del sultán. El humo de la pólvora llenaba los campos, mezclándose con los olores de los cítricos y del jazmín y de la tierra pulverizada. Pero hasta donde ellos podían ver, nadie le había acertado a la bolsa ni al cesto. A juzgar por los diminutos rostros que miraban hacia abajo desde el borde de la cesta, aparentemente envueltos con gruesas bufandas de lana, Ismail pensó que tal vez estuvieran fuera de su alcance, demasiado alto como para ser alcanzados por las balas.

—Probablemente las balas no lleguen tan alto —dijo.

Y sin embargo ellos nunca estarían demasiado altos para arrojar cosas sobre todo lo que estuviera debajo. La gente del cesto parecía saludarlos; entonces, cayó algo negro como un halcón en picado, un halcón que descendía a una velocidad increíble, y se estrelló en el techo de uno de los edificios interiores, explotando y haciendo volar por los aires fragmentos de teja que armaron un gran estrépito al caer en el patio y el jardín.

El sultán gritaba eufóricamente. En el palacio cayeron otras tres bombas de pólvora, una sobre un muro en el que unos soldados rodeaban uno de los cañones grandes, matándolos brutalmente.

A Ismail le dolían más los oídos por los rugidos del sultán que por las explosiones. Señaló los barcos de hierro.

—Ya vienen.

Los barcos estaban muy cerca de la orilla y lanzaban lanchas llenas de hombres. El bombardeo desde otros barcos continuó durante el desembarco, más intenso que nunca; sus botes iban a desembarcar triunfantes sin oposición alguna en un sector de la ciudad donde la muralla había desaparecido.

—Pronto estarán aquí —se aventuró a decir Ismail.

Mientras tanto, la bolsa y el cesto flotante habían ido hacia el oeste, más allá del palacio y sobre el campo abierto que se extendía detrás de la muralla de la ciudad.

—Vamos —dijo Selim de repente, cogiendo a Ismail por el brazo—. De prisa.

Bajaron corriendo las destrozadas escaleras de mármol, seguidos por el séquito más cercano del sultán. El sultán señalaba el camino a través de las incontables habitaciones y pasillos que había en las partes más bajas del palacio.

Allí abajo las lámparas de aceite apenas iluminaban las cámaras llenas con el botín de cuatro siglos de dominio otomano, y tal vez también con el tesoro bizantino, si no romano o griego, o hitita o sumerio; todas las riquezas del mundo, amontonadas en salones y salones. Uno estaba completamente lleno de oro, principalmente en forma de monedas y lingotes; otro de arte de devoción bizantina; otro de armas antiguas; otro de muebles de maderas y pieles raras, otro de trozos de rocas de colores, sin valor alguno hasta donde Ismail sabía.

—No habrá tiempo para registrar todo esto —señaló Ismail, andando con pasos rápidos detrás del sultán.

Selim simplemente se rió. Atravesó una extensa galería o almacén de pinturas y estatuas hasta llegar a una pequeña habitación lateral, vacía como no fuera por una hilera de sacos sobre un banco.

—Traedlos —ordenó a los sirvientes cuando entraron a la pequeña habitación; luego retomó su camino, seguro de la ruta que llevaba.

Llegaron a una escalera que bajaba atravesando la roca que sostenía el palacio: una vista extraña, una tersa escalera de mármol que descendía a través de un agujero escarpado entre las rocas hasta las mismas entrañas de la Tierra. La gran caverna de depósito de agua de la ciudad estaba en alguna parte hacia el sur y el este, hasta donde Ismail sabía; pero cuando llegaron a una caverna natural de poca altura y el suelo lleno de agua, encontraron un muelle de piedra, y amarrada a él, una gran embarcación tripulada por guardias imperiales. Había antorchas en el muelle y faroles en la barcaza que iluminaban la escena. Aparentemente, estaban en un pasadizo lateral de la caverna de depósito de agua, y podían navegar dentro de ella.

Selim le señaló a Ismail el techo del hueco de la escalera, e Ismail vio que había explosivos en grietas y agujeros perforados; después de haber zarpado y cuando se encontraran a cierta distancia, supuestamente aquel sitio sería volado, y algunas partes de los cimientos del palacio cegarían el subterráneo; de cualquier manera, la ruta de escape quedaría escondida y sería imposible que alguien los siguiera.

Los hombres estaban ocupados cargando la barcaza, mientras el sultán inspeccionaba los bultos. Cuando todo estuvo listo para partir él mismo encendió las mechas, sonriendo alegremente. Ismail miraba fijamente aquella escena, que tenía la cualidad irreal de algunos de los iconos bizantinos que había visto en los almacenes del tesoro.

—Nos uniremos al ejército balcánico, cruzaremos el Adriático e iremos a Roma —anunció el sultán—. ¡Conquistaremos el oeste y regresaremos para aniquilar a estos infieles por su imprudencia!

Los hombres de la barcaza gritaron con entusiasmo después de aquellas palabras, sonando como miles por los ecos que resonaban en aquel lago subterráneo y en su cielo de rocas. El sultán recibió el vitoreo con los brazos abiertos, luego dio un paso hacia adelante y entró en la barcaza, sostenida en equilibrio por tres o cuatro de sus hombres. Nadie vio a Ismail cuando daba media vuelta y subía corriendo las ya condenadas escaleras hacia un destino diferente.

Travancore

Los guardaespaldas del sultán habían preparado más bombas para hacer volar por los aires las jaulas del zoológico del palacio; cuando Ismail volvió a subir las escaleras y llegó nuevamente al aire libre, encontró todo en medio del caos, tanto los invasores como los invadidos corrían de un lado para otro persiguiendo o escapando de elefantes, leones, camellos y jirafas. Un par de rinocerontes negros, que parecían jabalíes salidos de una pesadilla, cargaban contra todo lo que veían, sangrando a través de multitudes de hombres que gritaban y disparaban sus armas. Ismail levantó las manos, esperando recibir una bala en cualquier momento y pensando que después de todo quizás hubiera estado bien escapar con Selim.

Pero los únicos que eran heridos por las balas eran los animales. Algunos de los guardias del palacio yacían muertos en el suelo, o heridos, y el resto se había rendido; estaban vigilados y causaban menos problemas que los animales. Por el momento parecía que la matanza de los derrotados no formaba parte de las prácticas de los invasores, tal como decían los rumores. De hecho, estaban sacando a los prisioneros del palacio, mientras las explosiones sacudían la tierra y los penachos de humo salían disparados por las ventanas y los huecos de las escaleras, y las paredes y los techos se desmoronaban: la demolición preparada por el sultán y las bestias enloquecidas determinaron que era prudente desocupar Topkapi durante cierto tiempo.

Volvieron a reunirse al oeste de la Sublime Puerta, dentro de la muralla de Teodosio, una plaza de armas donde el sultán solía inspeccionar a sus tropas y cabalgar un poco. Las mujeres del serrallo, todas tapadas con su chador, estaban rodeadas por los eunucos y un muro de guardias. Ismail se sentó con el séquito del palacio que quedaba: el astrónomo, los ministros de diferentes departamentos administrativos, los cocineros, los sirvientes, etcétera, etcétera.

Las horas del día pasaban y comenzaron a tener hambre. A últimas horas de la tarde, un grupo del ejército indio se acercó a ellos con bolsas de un pan chato. Eran hombres pequeños y de piel oscura.

—¿Tu nombre, por favor? —preguntó uno de ellos a Ismail.

—Ismail ibn Mani al-Dir.

El hombre comenzó a bajar el dedo señalando una hoja de papel, se detuvo y enseñó a un compañero lo que había encontrado.

El otro, que parecía ser un oficial, inspeccionó a Ismail.

—¿Tú eres el médico Ismail de Constantinopla, el que ha escrito cartas a Bhakta, la abadesa del hospital de Travancore?

—Sí —contestó Ismail.

—Ven conmigo, por favor.

Ismail se puso de pie y lo siguió, devorando mientras caminaba el pan que le habían dado. Condenado o no, estaba famélico; no había indicios de que lo estuvieran llevando afuera para matarlo. De hecho, la mención del nombre de Bhakta parecía señalar todo lo contrario.

En una tienda de campaña sencilla pero espaciosa, un hombre sentado detrás de un escritorio interrogaba a los prisioneros, a ninguno de los cuales reconoció Ismail. Fue conducido al frente de aquel grupo, y el oficial interrogador lo miró con curiosidad.

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