Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Al amanecer regresó el emperador, vestido como un pavo real o una ave fénix gigante; venía acompañado por mujeres que llevaban conos de oro en los pechos, moldeados extrañamente como los pechos reales, con pezones de rubí. Al ver a estas mujeres, Kheim tuvo la absurda esperanza de que todo saldría bien. Luego, detrás de ellas, entró el alto sacerdote con capa, y una figura enmascarada a cuadros, en cuyo tocado colgaban por todas partes pequeñas calaveras de oro. Alguna forma de su dios de la muerte, no había manera de equivocarse. Él estaba allí para ejecutarlos, pensó Kheim, y el darse cuenta de esto lo sacudió hasta colocarlo en un estado elevado de conciencia, en el que todo el oro se cubría de blanco al sol, y el espacio por el que caminaban tenía una dimensión extra de profundidad y solidez, la gente a cuadros parecía tan sólida y vívida como demonios festivos.
Fueron conducidos afuera, entre la neblinosa luz horizontal del amanecer, hacia el este y cuesta arriba. Cuesta arriba todo aquel día, y el día siguiente también, hasta que Kheim jadeaba mientras subía y miraba hacia atrás sorprendido por la cresta que bajaba hasta el mar, una superficie azul texturada, extremadamente llana y muy lejana. Nunca se había imaginado que hubiera podido llegar tan arriba sobre el nivel del océano, era como volar. Y sin embargo más hacia el este había montañas aún más altas y, en ciertas cumbres de la cordillera, enormes volcanes blancos, como enormes Fujis.
Caminaron cuesta arriba hacia allí. Estaban bien alimentados; les dieron una infusión amarga como el alumbre; después, en una ceremonia ritual con música, les dieron también pequeñas bolsas con las hojas de la infusión, las mismas hojas verdes de bordes desiguales que los guardias habían estado masticando la primera noche. Las hojas también tenían sabor amargo, pero en seguida dormían la boca y la garganta, y después de eso Kheim se sintió mejor. Las hojas eran un estimulante, como el té o el café. Le dijo a Mariposa y a sus hombres que también las masticaran. La poca fuerza que circulaba por sus nervios le dio la energía qi para pensar en el problema de la huida.
No parecía probable que I-Chin pudiera arreglárselas para atravesar la ciudad de lodo y oro para seguirlos, pero Kheim no podía dejar de desear que así fuera, una especie de esperanza furiosa, la sentía cada vez que miraba el rostro de Mariposa, demasiado inocente aún para la duda o el miedo; por lo que a ella respectaba ésta no era más que la siguiente etapa de un viaje que ya era de por sí muy extraño. De hecho, esta parte le resultaba interesante, con tantos colores de gola de pájaro, tanto oro y tantas montañas. La altura a la que habían llegado no parecía afectarle.
Kheim comenzó a comprender que las nubes, que ahora a menudo estaban debajo de ellos, existían en un aire más frío y menos gratificante que la preciosa sopa salada que ellos respiraban a la altura del mar. Una vez percibió un atisbo del olor de aquel aire de mar, tal vez simplemente el de la sal que todavía tenía en sus cabellos, y lo deseó ardientemente, al igual que a una comida. ¡Hambre de aire! Se estremeció al pensar en lo alto que estaban.
Sin embargo aún no habían terminado. Subieron a una sierra cubierta de nieve. Caminaban por un sendero que brillaba con aquella cosa blanca y dura. Les dieron unas suaves botas con suelas de madera y pelo por dentro, túnicas más pesadas y mantas con agujeros para la cabeza y los brazos, todas historiadas detalladamente, con pequeñas figuras llenando pequeños cuadrados. La manta que le dieron a Mariposa era tan larga que parecía que estuviera llevando un vestido de monja budista, y estaba hecha con una tela tan buena que Kheim de repente sintió más miedo. Había otra criatura viajando con ellos, un niño pensó Kheim, aunque no estaba seguro; esta criatura también estaba vestida tan bien como el sacerdote con capa.
Llegaron a un lugar de campamento hecho de rocas planas colocadas sobre la nieve. Hicieron una gran hoguera en un hoyo hecho en la plataforma, y alrededor de ella montaron un número de yurtas. Los captores se acomodaron sobre sus mantas y comieron un buen plato, seguido de varias tazas rituales de su infusión caliente, y cerveza, y licor, después de lo cual llevaron a cabo una ceremonia para adorar la puesta del sol, que caía entre las nubes y se hundían rápidamente en el mar. Ahora estaban bien arriba de las nubes, sin embargo sobre ellos y hacia el este un inmenso volcán horadaba el cielo añil, sus flancos nevados brillaban con un rosa intenso momentos después de que el sol se pusiera.
Aquella noche fue fría. Una vez más Kheim abrazó a Mariposa, el miedo lo despertaba cada vez que ella se movía. Hasta le parecía que la niña dejaba de respirar de vez en cuando, pero siempre volvía a comenzar.
Al alba ya estaban levantados; Kheim agradeció que le dieran más infusión, y luego una comida abundante, seguida de más pequeñas hojas verdes para masticar; aunque estas últimas se las entregó el dios verdugo.
Comenzaron a subir por un lado del volcán mientras la pendiente aún estaba cubierta de nieve gris debajo del cielo blanco del amanecer. El océano hacia el oeste estaba cubierto de nubes, pero se estaban disolviendo, y apareció el gran plato azul allí a lo lejos, mucho más abajo, al cual Kheim miraba como si fuera su aldea natal o su infancia.
A medida que subían el frío era más intenso y la marcha se hacía más difícil. La nieve se quebraba debajo de los pies, y los pequeños trozos de hielo desprendidos tintineaban y brillaban. La nieve era muy blanca; todo lo demás era muy oscuro: el cielo de un azul negro, la hilera de gente borrosa. A Kheim le lloraban los ojos; él podía sentir las lágrimas frías en la cara y en sus finos bigotes grises. Seguía caminando, colocando los pies cuidadosamente sobre las huellas que dejaba el guardia que iba delante de él, alargando incómodamente la mano para coger la de Mariposa y tirar de ella para que avanzara.
Finalmente, después de haberse olvidado de mirar para arriba durante un rato, sin esperar ya que nada cambiara, la cuesta de nieve había quedado atrás. Aparecieron piedras negras desnudas, abriéndose paso a través de lo que quedaba de nieve a la derecha y a la izquierda, y especialmente hacia adelante, donde el almirante ya no pudo ver nada más arriba.
De hecho, era la cima: una amplia y revuelta especie de tierra yerma, con rocas como de lodo roto y congelado mezclada con hielo y nieve. En el punto más alto de aquel sitio torturado se erguían algunos palos en los que ondeaban unos gallardetes y unas banderas de tela, como en las montañas del Tíbet. Entonces, esta gente tal vez fuera tibetana.
El sacerdote con capa, el dios verdugo y los guardias se reunieron al pie de las rocas. Los dos niños fueron llevados ante el sacerdote, mientras los guardias retenían a Kheim. Él dio un paso atrás como desistiendo, puso las manos debajo de la manta como si estuvieran frías, lo cual era cierto; eran como hielo buscando a tientas la culata del trabuco de chispa. Le quitó la traba y la sacó fuera del abrigo, sólo oculta por la manta.
A los niños les dieron más infusión, que ellos bebieron gustosamente. El sacerdote y sus lacayos cantaron de cara al sol, los tambores latiendo como el pulso doloroso detrás de los ojos ya medio ciegos de Kheim. Tenia un terrible dolor de cabeza, y todo parecía ser la sombra de sí mismo.
Debajo de ellos, en la cordillera nevada, algunas figuras subían rápidamente. Llevaban las mantas lugareñas, pero a Kheim le pareció que eran I-Chin y sus hombres. Mucho más abajo de ellos, otro grupo subía a duras penas persiguiéndolos.
El corazón de Kheim ya estaba golpeándole el pecho; ahora retumbaba en su interior como los tambores ceremoniales. El dios verdugo sacó un cuchillo de oro de una vaina de madera tallada y le cortó el cuello al niño. Recogió la sangre con un cuenco de oro que brillaba a la luz del sol. Al sonido de los tambores y de las gaitas y de las oraciones cantadas, el cuerpo fue envuelto en un manto de la suave tela a cuadros y dejado tiernamente en una grieta que había entre dos grandes rocas.
Entonces, el verdugo y el sacerdote con capa se volvieron hacia Mariposa, quien luchaba en vano para escapar. Kheim sacó la pistola y comprobó el pedernal, luego apuntó con las dos manos hacia el dios verdugo. Gritó algo, luego contuvo la respiración. Los guardias se acercaron a él, el verdugo lo había mirado. Kheim apretó el gatillo y la pistola tronó y sacó humo, echando a Kheim un par de pasos hacia atrás. El dios verdugo voló hacia atrás también y resbaló con un trozo de nieve, sangrando abundantemente por una herida en la garganta. El cuchillo de oro cayó de su mano abierta.
Todos los espectadores miraban fijamente al dios verdugo, aturdidos; no sabían qué había ocurrido.
Kheim no dejó de apuntarles con la pistola, mientras hurgaba en su cinto buscando una nueva carga. Volvió a cargar la pistola delante de ellos, gritando repentinamente una o dos veces, lo cual les hizo saltar.
Ahora apuntó a los guardias, quienes se echaron atrás. Algunos se arrodillaron, otros se alejaron tropezando torpemente. Kheim pudo ver a IChin y a sus marinos subiendo sin descanso por la nieve de la última pendiente. El sacerdote con capa dijo algo, y Kheim le apuntó cuidadosamente con la pistola y disparó.
Otra vez la fuerza de la explosión, sonando como un trueno justo en el oído, y el penacho de humo blanco subiendo por los aires. El sacerdote con capa voló hacia atrás como si hubiese sido golpeado por un gigantesco e invisible puño, cayó al suelo y quedó retorciéndose sobre la nieve, la capa manchada de sangre.
Kheim atravesó el humo con grandes pasos hasta llegar a Mariposa. La alzó alejándola de sus captores, que temblaban como si estuvieran paralizados. La bajó en andas por el sendero. Apenas si estaba semiconsciente; era muy posible que estuviera drogada.
Kheim bajó hasta llegar donde estaba I-Chin, quien venía bufando y resoplando al frente de un grupo de marineros, todos armados con trabucos de chispa, una pistola y un mosquete cada uno.
—Regresemos a los barcos —ordenó Kheim—. Disparad a cualquiera que se interponga en vuestro camino.
Bajar la montaña era mucho más fácil que subirla, de hecho era peligroso precisamente por parecer tan fácil, mientras que al mismo tiempo aún estaban mareados y medio ciegos, y tan cansados que tendían a resbalar; cada vez más a medida que empezaba a hacer más calor y la nieve se iba ablandando y rompiendo bajo sus pies. Kheim tampoco podía ver bien dónde ponía los pies por llevar a Mariposa en brazos, y a menudo resbalaba. Pero dos hombres caminaban a su lado siempre que les era posible, levantándolo por los codos cuando resbalaba; a pesar de todo iban a buen ritmo.
Multitudes de personas se reunían cada vez que se acercaban a alguna de las aldeas de la montaña, entonces Kheim entregaba a Mariposa a los hombres, para sostener la pistola en lo alto de modo que todos la vieran. Si la gente se interponía en su camino, él disparaba al hombre que llevara el tocado más grande. El estruendo del disparo parecía asustar a los espectadores incluso más que el repentino desplome y la sangrienta muerte de los sacerdotes y adalides; Kheim pensó que probablemente hubiera un sistema en el cual los líderes del lugar eran ejecutados con frecuencia por los guardias del emperador por una u otra razón.
De cualquier manera, la gente junto a la que pasaban parecía paralizada principalmente por el estruendo de los chinos. Un trueno y la muerte instantánea, como cuando caía un rayo; eso habría sucedido bastante a menudo en estas montañas inclementes para darles una idea de lo que los chinos habían conseguido controlar. El rayo dentro de un tubo.
Finalmente, Kheim entregó a Mariposa a sus hombres y marchó pesadamente cuesta abajo encabezando el grupo, recargando su pistola y disparando contra cualquiera que estuviera tan cerca que era imposible fallar, sintiendo cómo despertaba en él una gran exultación, un tremendo poder sobre esos ignorantes hombres primitivos a los que se les podía imponer respeto con una pistola, hasta el punto de dejarlos paralizados. Él era su dios verdugo hecho realidad y pasaba entre ellos como si fueran marionetas cuyos hilos habían sido cortados.
Por la tarde, dio la orden de detenerse para buscar provisiones en una aldea y comer, luego siguieron bajando hasta que cayó la noche. Se refugiaron en un almacén, un enorme granero con muros de piedra y techo de madera, lleno hasta el techo de telas, cereales y oro. Los hombres se hubieran matado por llevarse todo el oro que pudieran, pero Kheim les ordenó que tomaran un solo objeto cada uno, fuera una joya o un lingote.
—Todos regresaremos algún día —les dijo—, y terminaremos siendo más ricos que el emperador.
Él eligió la imagen de un colibrí hecha en oro.
A pesar de estar agotado, le costaba acostarse, incluso dejar de caminar. Después de un rato de pesadillas, sentado medio dormido junto a Mariposa, despertó a todos antes del amanecer, y comenzaron la marcha cuesta abajo una vez más, las pistolas cargadas y preparadas.
A medida que bajaban hacia la costa comenzó a ser evidente que algunos corredores los habían pasado durante la noche y habían advertido a los lugareños de más abajo del desastre que había acontecido en la cima. Una fuerza de guerreros ocupaba los cruces de caminos justo encima de la ciudad, gritando al son de los tambores, blandiendo garrotes, escudos, lanzas y picas. Los hombres en armas superaban obviamente en número a los chinos que estaban bajando, los cincuenta hombres que I-Chin había traído se encontrarían con unos cuatrocientos o quinientos guerreros locales.
—Dispersaos —dijo Kheim a sus hombres—. Marchad directo hacia ellos sin dejar el camino, cantando «Borrachos otra vez en el Gran Canal». Sacad las pistolas; cuando yo diga alto, deteneos y apuntad a los jefes, el que tenga más plumas en la cabeza. Dispararéis al mismo tiempo cuando os dé la orden, luego volveréis a cargar lo más rápidamente posible, pero no volváis a disparar hasta que yo no os lo ordene. Cuando lo haga, disparad y volved a cargar.
Así que continuaron marchando por el camino, cantando a voces la vieja canción del bebedor; cuando llegaron hasta el primer grupo de defensores, se detuvieron y dispararon una descarga. Aquellas pistolas bien podrían haber sido cañones, tal era el efecto que provocaban: muchos hombres caídos y sangrando, los supervivientes corriendo entre ellos completamente aterrorizados.
Había bastado una sola descarga; la ciudad ya estaba en sus manos. Pudieron haberla incendiado hasta hacerla desaparecer, pudieron haberse llevado cualquier cosa; pero Kheim condujo a sus hombres a través de las calles tan rápido como pudo, todavía cantando con todas sus fuerzas, hasta que estuvieron en la playa y a salvo. Ni siquiera tuvieron que volver a disparar.