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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (33 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Apenas tuvo un momento acudió a su lado, en el camarote más alto de popa, y miró suplicante a I-Chin, quien no pudo tranquilizarlo. Estaba escupiendo una sangre espumosa, muy roja, e I-Chin le despejaba la garganta de vez en cuando con un tubo aspirador que le colocaba en la boca.

—Una costilla ha perforado un pulmón —dijo simplemente, con los ojos fijos en ella.

Mientras tanto, ella estaba consciente, con los ojos bien abiertos, dolorida pero en silencio. Sólo preguntó:

—¿Qué me pasa?

Después de que I-Chin le aclarara la garganta quitándole otra masa de sangre, él le dijo lo que le había dicho a Kheim. Ella jadeaba como un perro, agitada y rápidamente.

Kheim regresó al caos de cubierta. El viento y las olas no eran peores que antes, tal vez un poco más benignos. Había montones de problemas para atender, grandes y pequeños, y se metió de lleno a resolverlos preso de la ira, refunfuñando o gritándoles a los dioses; no importaba, nadie podía oír nada en la cubierta, a menos que se lo gritara directamente en los oídos.

—¡Por favor, Tianfei, quédate con nosotros! ¡No nos abandones! Déjanos regresar a casa. Déjanos regresar para contarle al emperador lo que hemos encontrado para él. Deja que la niña viva.

Todos sobrevivieron a la tormenta: pero Mariposa murió al día siguiente.

Solamente había tres barcos a la vista; volvieron a reunirse en el tranquilo blanco del mar. Cosieron el cuerpo de Mariposa en una túnica de hombre y le ataron dos lingotes de oro del imperio de la montaña y la dejaron caer por la borda hasta que se perdió entre las olas. Todos los hombres lloraban, incluso I-Chin; Kheim apenas pudo decir las palabras de la oración para el funeral. ¿Quién estaba allí para oír sus plegarias? Parecía imposible que después de todo lo que habían pasado, una mera tormenta pudiera matar a la diosa del mar; pero allí estaba ella, escurriéndose entre las olas, sacrificada para el mar, tal como aquel niño isleño había sido sacrificado para la montaña. Sol o fondo de mar, lo mismo daba.

—Murió para salvarnos —dijo secamente el almirante a sus hombres —. Entregó al dios de la tormenta ese avatar de sí misma, para que nos dejara en paz. Ahora tenemos que seguir adelante para honrarla. Debemos regresar a casa.

Así que repararon el barco lo mejor que pudieron, y soportaron otro mes de vida sin agua. Aquel fue el mes más largo de la travesía, de la vida de todos ellos. Todo se estaba estropeando, en los barcos, en sus cuerpos. No había suficiente comida ni agua. Les salían llagas en la boca y en la piel. Tenían muy poco qi, y apenas podían comer la poca comida que les quedaba.

Los pensamientos de Kheim le abandonaron. Descubrió que cuando los pensamientos se iban, las cosas simplemente se hacían solas. No se necesitaba pensar para hacer.

Un día pensó: vela demasiado grande no puede ser alzada. Otro día pensó: más que suficiente es demasiado. Demasiado es menos. Por lo tanto menos es más. Finalmente descubrió lo que querían decir los taoístas con eso.

Sigue el camino. Aspira y espira. Muévete con las olas. El mar no conoce al barco, el barco no conoce al mar. El flotar es algo que acontece por sí solo. Un equilibrio en equilibrio. Siéntate sin pensar.

El mar y el cielo se fundían. Todo azul. No había nadie haciendo, nada se hacía. Simplemente navegaban.

Por lo tanto, cuando se atravesaba un gran mar, nadie lo estaba haciendo.

Alguien miró el horizonte y divisó una isla. Resultó ser Mindanao, y después el resto del archipiélago, Taiwán, y todas las familiares costas del mar Interior.

Los tres Grandes Barcos que quedaban entraron navegando en Nankín casi veinte meses después de su partida, sorprendiendo a todos los habitantes de la ciudad, quienes pensaban que se habían reunido con Hsu Fu en el fondo del mar. Y ellos estaban felices de estar en casa, de eso no cabía duda, y llenos de historias para contar sobre la asombrosa isla gigante del este.

Pero cada vez que Kheim se encontraba con la mirada de cualquiera de sus hombres, veía en ellos el dolor. Veía también que le reprochaban la muerte de Mariposa. Así que estuvo contento de abandonar Nankín y viajar con un grupo de oficiales por el Gran Canal que llevaba a Pekín. Sabía que sus marineros se dispersarían y seguirían su camino solos para no tener que verse unos a otros y recordar; sólo después de que hubieran pasado años querrían volver a encontrarse, de manera que pudieran recordar el dolor cuando éste ya fuera tan distante y leve. Sólo para sentir nuevamente que habían hecho todas esas cosas, que la vida había albergado todas esas cosas.

Pero por ahora era imposible no sentir que habían fallado. Así que cuando Kheim fue llevado a la Ciudad Prohibida, y puesto frente al emperador Wanli para aceptar las alabanzas de todos los oficiales allí presentes, y las interesadas y amables gracias del mismísimo emperador, simplemente dijo:

—Cuando se ha atravesado un gran mar, no puede atribuírsele el mérito a nadie.

El emperador Wanli asintió con la cabeza, acariciando con los dedos uno de los lingotes de oro de la isla nueva y el enorme colibrí de oro batido, sus plumas y sus antenas perfectamente delineadas con la delicadeza y la técnica más sublimes. Kheim miraba fijamente al Enviado Celestial, intentando ver dentro al emperador oculto, al Emperador de Jade que había dentro de él.

—Aquel país lejano está perdido en el tiempo, sus calles están pavimentadas con oro, sus palacios techados con oro. Podríais conquistarlo en un mes, gobernar sobre toda su inmensidad y traer todos los tesoros que posee, interminables bosques y pieles, turquesa y oro, más oro del que hay ahora en todo el mundo; sin embargo el tesoro más valioso de esa isla ya se ha perdido —dijo Kheim al emperador.

4

Cumbres nevadas que se elevan sobre una tierra oscura. El primer rayo enceguecedor de sol lo inunda todo. Entonces él podría haberlo logrado, todo era tan brillante, él podría haberse lanzado a una blancura pura en aquel momento y no regresar nunca, fluir eternamente en el Todo. Liberación, liberación. Tienes que haber visto mucho para desear tanto la liberación.

Pero el momento pasó y él estaba en el escenario negro de la sala de juicio del Bardo, en su lado chino, una conejera de pesadilla, con niveles numerados y despachos jurídicos y burócratas que esgrimían listas de almas de meticulosos torturadores remitidas en custodia. Sobre aquella diabólica burocracia se cernía amenazante el habitual Tíbet de una tarima, ocupada por su reserva particular de dioses demoníacos, destrozando almas condenadas y expulsando los pedazos al infierno o a una nueva vida en el reino de los pretas o en el de las bestias. El brillante fulgor, la tarima gigante como el flanco de una meseta, los alucinantemente coloridos dioses rugiendo y bailando, sus espadas resplandeciendo en el aire negro; era el juicio —una actividad inhumana—, no se trataba de una cuestión de poca monta, sino del verdadero juicio, llevado a cabo por autoridades superiores, los creadores del universo. Que eran los que, después de todo, habían hecho a los humanos tan débiles y cobardes y crueles como solían serlo ellos; de manera que se imponía una sensación de fatalidad, de mala intención, el karma soltándose ante cualquier pequeño placer o belleza que las miserables percepciones subdivinas podrían haber creado a partir del lodo de su existencia. ¿Una vida valiente, luchada contra todo pronóstico? ¡Regresa como un perro! ¿Una vida de perro, persistiendo a pesar de todo? Regresa como una mula, regresa como un gusano. Así es como funcionan las cosas.

De esa forma reflexionaba Kheim a medida que iba subiendo a grandes pasos a través de las neblinas preso de una ira cada vez más grande, mientras golpeaba a los burócratas, aplastándolos con sus propias pizarras, con sus listas y sus cuentas, hasta que vio a Kali y a su corte, de pie y formando un semicírculo que humillaba a Mariposa, juzgándola — como si esa pobre y simple alma tuviera que responder por algo, comparada con estos dioses carniceros y sus siglos de maldad—; ¡el mal se insinuaba justo en el corazón del cosmos que ellos mismos habían creado!

Kheim bramaba en una furia falta de palabras, y se hizo con la espada de uno de los seis brazos de la diosa de la muerte y cargó contra ella, y le cortó un par de brazos de un solo tajo; la hoja estaba muy afilada. Los brazos cayeron desparramados y sangrando sobre el suelo, moviéndose torpemente de un lado para otro; luego, ante la inexpresable consternación de Kheim, se agarraban de los tablones del suelo y se movían como cangrejos ayudándose con los dedos. Peor aún, estaban creciendo nuevos hombros más arriba de las heridas, que seguían sangrando copiosamente. Kheim gritó y los pateó hasta sacarlos de la tarima, luego dio media vuelta y partió a Kali en dos a la altura de la cintura, ignorando a los otros miembros de su jati que estaban allí junto a Mariposa, todos ellos saltando para arriba y para abajo y gritando:

—¡Oh, no, no hagas eso, Kheim, no lo hagas, no entiendes, tienes que seguir el protocolo! —Incluso I-Chin estaba gritando con más fuerza que nadie—. ¡Al menos podríamos dirigir nuestros esfuerzos a los pilares de la tarima, o a las redomas del olvido, algo un poco más técnico, un poco menos directo!

Mientras tanto, la parte superior del cuerpo de Kali se golpeaba a sí misma alrededor del escenario, mientras las piernas y la cintura se tambaleaban, pero seguían aguantando; y las mitades que faltaban crecían de las partes amputadas como los cuernos de un caracol. Así que ahora había dos Kalis que avanzaban hacia él, una docena de brazos sacudiendo espadas con violencia.

El saltó de la tarima, cayó con fuerza sobre los tablones desnudos del cosmos. El resto de su jati cayó junto a él, gritando lleno de pánico a causa del impacto.

—Nos has metido en problemas —se quejó Shen.

—No es así como funciona —le informó Mariposa mientras ellos avanzaban jadeando todos juntos a través de la bruma—. He visto a mucha gente que lo intentaba. Sueltan un golpe llenos de rabia y cortan en dos a los espantosos dioses; como se lo merecen. Sin embargo los dioses vuelven a surgir cuando menos lo esperas, duplicados en otra gente. Una ley kármica de este universo, amigo mío. Como la de la conservación del yin y el yang, o la de la gravedad. Vivimos en un universo gobernado por muy pocas leyes, pero la duplicación de la violencia lograda por la violencia es una de las principales.

—No me lo creo —dijo Kheim, y se detuvo para eludir a las dos Kalis que ahora los perseguían. Dio un gran golpe y decapitó a una de las nuevas Kalis. Rápidamente creció otra cabeza, inflándose sobre el pozo surtidor del cuello de aquel cuerpo negro, y los nuevos dientes blancos de su nueva cabeza se rieron de él, mientras sus sangrientos ojos rojos ardían. Se dio cuenta de que estaba en problemas; iba a ser cortado en pedazos. Por resistirse a estas malvadas, injustas, absurdas y espantosas deidades iba a ser cortado en pedazos y devuelto al mundo como una mula o como un mono o como un viejo chiflado y mutilado...

LIBRO 4. El alquimista
Transmutación

Así sucedió que cuando se iba acercando la hora de que el trabajo rojo del gran alquimista llegara a su fin, en la multiplicación final, el derrame del hidrolito sófico en la fermentación provocando la reacción que buscaba —es decir, la transmutación de un metal vil en oro—, el yerno del alquimista, un tal Bahram al-Bokhara, corrió y se abrió paso a empujones a través del zoco de Samarcanda con un recado de última hora, ignorando las llamadas de sus varios amigos y acreedores.

—No puedo detenerme —les decía—. ¡Se me hace tarde! —¡Demasiado tarde para pagar tus deudas! —le dijo Divendi, cuyo puesto de venta de café estaba metido en un pequeño espacio junto al taller de Iwang.

—Es cierto —dijo Bahram, que se detuvo para tomar un café—.

Siempre tarde pero nunca aburrido.

—Khalid te tiene a los saltos.

—Literalmente, ayer. La retorta grande se hizo pedazos durante la destilación, y todo se derramó sobre mí: vitriolo de Chipre con sal amoniacal.

—¿Es peligroso?

—Ay, Dios mío. Allí donde salpicó se comió la tela de los pantalones, y el humo era horrible. ¡Tuve que correr para no morir! —Como siempre.

—Es cierto. Tosí y escupí hasta que casi me salieron las entrañas por la boca, me lloraron los ojos durante toda la noche. Fue como tomar una taza de este café que tú me sirves.

—El tuyo lo hago con la borra, siempre.

—Lo sé —dijo revolviendo el último trago arenoso—. ¿Entonces vienes mañana?

—¿Para ver cómo conviertes el plomo en oro? Allí estaré.

El taller de Iwang estaba dominado por su horno de ladrillos. Un chisporroteo familiar y el aroma del fuego encendido, el sonido del martillo, el brillo del cristal fundido, Iwang girando la barra atentamente y a gran velocidad: Bahram saludó al soplador de vidrio y platero: —Khalid quiere más del lobo.

—Khalid siempre quiere más del lobo.

Iwang seguía girando su bulto borroso de cristal ardiente. Alto y ancho y de rostro amplio, tibetano de nacimiento, pero hacía ya mucho tiempo uno de los residentes de Samarcanda, era uno de los socios más cercanos de Khalid.

—¿Esta vez mandó el dinero para pagar?

—Por supuesto que no. Dijo que lo cargues en su cuenta.

Iwang frunció los labios.

—Últimamente tiene demasiadas cuentas pendientes.

—Pagará todo pasado mañana. Terminó la destilación setecientos setenta y siete.

Iwang abandonó su trabajo y fue hasta una pared repleta de cajas.

Estiró la mano y le alcanzó a Bahram una pequeña bolsa de cuero cargada de cuentas de plomo.

—El oro crece en la tierra —dijo—. Ni el mismísimo Al-Razi pudo hacerlo crecer en un crisol.

—Khalid no estaría de acuerdo con eso. Y Al-Razi vivió hace demasiado tiempo. No podía conseguir el calor que nosotros logramos ahora.

—Tal vez —dijo Iwang escéptico—. Dile que tenga cuidado.

—¿De quemarse?

—De que el kan lo queme.

—¿Tú estarás allí para verlo?

Iwang asintió desganadamente con la cabeza.

Llegó el día de la demostración y, excepcionalmente, el gran Khalid Ali Abu al-Samarqandi parecía estar nervioso; Bahram podía entender el porqué. Si el kan Sayyed Abdul Aziz, gobernador del kanato de Bokhara, inmensamente rico y poderoso, decidía apoyar los esfuerzos de Khalid, todo estaría bien; pero él no era un hombre al que uno quisiera desilusionar. Hasta su más cercano consejero, el secretario de hacienda Nadir Divanbegi, evitaba a toda costa afligirlo. Recientemente, por ejemplo, Nadir había hecho construir un nuevo caravasar en el lado este de Bokhara; el kan había sido llevado allí para la ceremonia inaugural, y puesto que era un poco distraído de naturaleza, los había felicitado por construir una madraza tan magnífica. En lugar de corregirle inmediatamente, Nadir había ordenado que el sitio se convirtiera en una madraza. Ésa era la clase de kan que era Sayyed Abdul Aziz, y era el kan al que Khalid le iba a demostrar la transmutación. Era suficiente para que a Bahram le doliera el estómago y el pulso se le acelerara, y a pesar de que Khalid parecía el de siempre, listo, impaciente y seguro de sí mismo, Bahram se dio cuenta de que tenía el rostro sorprendentemente pálido.

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