Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
—¡Quieren comérsela, quieren comerse a mi niña!
Kiyoaki estaba preocupado por los cientos de criaturas que se arrastraban sobre él, hasta el punto que estuvo a punto de perder uno de los remos. Finalmente, consiguió librarse de los intrusos, y volvió a poner los remos en los escálamos y se alejó remando rápidamente. La muchacha se sentó con su bebé en la cubierta del bote sin dejar de machacar insectos y todo tipo de bestias.
Las nubes grises cada vez más bajas comenzaron a descargar lluvia una vez más. En todo el horizonte, sólo se veía agua, salvo los árboles de la pequeña isla de la que habían huido tan precipitadamente.
Kiyoaki remaba hacia el este.
—Vas en dirección contraria —se quejó la muchacha, que, evidentemente, era china.
—Por aquí he venido —dijo Kiyoaki—. La familia que me emplea está en esta dirección.
La muchacha no respondió.
—¿Cómo llegaste hasta esa isla?
Otra vez no hubo respuesta.
El hecho de tener pasajeros hacía más arduo el trabajo de remar, y las olas rompían sobre el bote con más facilidad. Grillos y arañas seguían saltando en el fondo entre los pies; una zarigüeya se había refugiado en la proa debajo de la cubierta. Kiyoaki remó hasta que las manos le sangraron, pero nunca llegaron a ver tierra; la lluvia era tan fuerte que impedía ver cualquier cosa.
La muchacha se quejaba, amamantaba al bebé, mataba bichos.
—Rema hacia el oeste —seguía diciendo—. La corriente te ayudará.
Kiyoaki remó hacia el este. La canoa daba tumbos sobre las olas; de vez en cuando achicaban agua con la lata. El mundo entero parecía haberse convertido en un mar. Una vez, Kiyoaki creyó ver la sierra costera a través de una pequeña grieta en las nubes bajas del oeste, mucho más cerca de lo que él hubiera esperado o deseado. La corriente del agua que bajaba de la inundación estaría llevándolos hacia el oeste.
Casi al anochecer llegaron a otra pequeña isla arbolada.
—¡Es la misma de antes! —dijo la muchacha.
—Sólo parece la misma.
El viento empezó a refrescar otra vez, como la brisa vespertina del delta que tanto disfrutaban durante los calurosos y húmedos veranos. Las olas eran cada vez más altas; golpeaban fuerte contra la proa, salpicaban el lienzo y entraban hasta mojarles los pies. Ahora tendrían que ir a tierra, o se hundirían y se ahogarían.
Así que Kiyoaki llevó el bote hasta el islote. Una vez más una infinidad de animales e insectos los invadió. La muchacha china maldecía con sorprendente fluidez, golpeando a las criaturas más grandes para alejarlas de su niña. A las más pequeñas sencillamente había que acostumbrarse. Arriba, en las altas ramas de los robles, se había acomodado una miserable manada de monos de las nieves, que los miraban fijamente. Kiyoaki amarró el bote a una rama y bajó a tierra, extendió una manta húmeda sobre el resbaladizo lodo entre dos raíces, quitó rápidamente el encerado del bote y cubrió con él a la muchacha y a su bebé, ajustándolo lo mejor que pudo con unas ramas rotas. Se arrastró debajo del lienzo con ella, y toda una reserva de bichos y culebras y roedores se instaló allí para pasar la noche. En esas circunstancias, sería difícil conciliar el sueño.
A la mañana siguiente llovía más que nunca. La muchacha había puesto al bebé entre los dos para protegerlo de las ratas. Ahora le estaba dando de mamar. Debajo del lienzo hacía menos frío que afuera. Kiyoaki deseaba poder hacer un fuego para cocinar alguna culebra o ardilla, pero allí no había nada seco.
—Podríamos continuar remando —dijo.
Salieron a la fría llovizna y regresaron al bote. Mientras Kiyoaki soltaba amarras, unos diez monos saltaron desde las ramas sobre el bote con ellos. La muchacha se puso a chillar y cubrió al bebé con su camisa, para protegerlo mientras miraba fijamente a los monos. Pero ellos se sentaron allí como si fueran pasajeros, mirando hacia abajo o a lo lejos, a la lluvia, tratando de hacer creer que estaban pensando en cualquier otra cosa. Ella amenazó a uno de ellos, que se encogió y retrocedió.
—Déjalos en paz —dijo Kiyoaki.
Los monos eran japoneses y a los chinos no les gustaban; siempre se quejaban de su presencia en Yingzhou.
Vagaron sin rumbo en el gran mar interior. La muchacha y su bebé estaban cubiertas de arañas y pulgas, como si fueran un cuerpo muerto. Los monos comenzaron a cogerlos, comiéndose a algunos de ellos y arrojando a otros por la borda.
—Mi nombre es Kiyoaki.
—Yo soy Peng-ti —dijo la muchacha china, quitando cosas del bebé e ignorando a los monos.
Las manos de Kiyoaki estaban ampolladas por los remos pero, después de un rato, el dolor se fue calmando. Se dirigió hacia el oeste, rindiéndose a la corriente que ya los había llevado tan lejos en esa dirección.
En medio de la llovizna apareció un pequeño barco de vela. Kiyoaki gritó, despertando a la muchacha y al bebé, pero los hombres del barco ya los habían visto y se acercaron a ellos.
Había dos marineros japoneses a bordo. Peng-ti los miraba con los ojos entornados.
Uno de ellos dijo a los jóvenes que subieran a su barca.
—Pero decid a los monos que se queden donde están —dijo con una carcajada.
Peng-ti les pasó a su bebé, luego se alzó sobre la borda.
—Tenéis suerte de que sólo sean monos —dijo el otro—. Arriba, en el norte del valle, la ciudad junto al Fuerte Negro es la única tierra alta que queda por allí; los animales que se refugiaron allí son muchos más de los que vosotros habéis visto. Hay osos, lobos, alces, todo el maldito bosque de Hsu Fu caminando por las calles de Fuerte Negro, y toda la gente está encerrada en sus áticos esperando que los animales se marchen.
Los hombres reían con placer al pensar en todo aquello.
—Tenemos hambre —dijo Peng-ti.
—Eso parece —dijeron ellos.
—Estábamos yendo hacia el este —mencionó Kiyoaki.
—Nosotros vamos hacia el oeste.
—Bueno —dijo Peng-ti.
Seguía lloviendo. Pasaron junto a otro grupo de árboles en un terraplén apenas cubierto por el agua; sentados en las ramas como los monos había una docena de empapados y miserables chinos, muy contentos de subir al velero. Llevaban allí seis días, decían. El hecho de haber sido rescatados por japoneses no parecía afectarles.
Ahora el velero y el bote eran arrastrados por una corriente de agua marrón, entre colinas verdes apenas entrevistas en la niebla.
—Vamos a la ciudad —dijo el patrón del barco—. Es el único lugar donde todavía quedan muelles seguros. Además, queremos secarnos y comer una buena cena en Ciudad Japón.
Atravesaron la bahía marrón salpicada de lluvia. El delta y sus islas estaban inundados, todo era un gran lago marrón con hileras de copas de árboles que sobresalían aquí y allá; aparentemente, esto permitía que los marineros se situaran y conocieran su posición. Enfilaban hacia determinadas líneas y discutían con mucho entusiasmo, el fluido japonés que hablaban contrastaba notablemente con su rústico chino.
Finalmente, llegaron a un estrecho que pasaba entre dos altas colinas; como el viento soplaba muy fuerte en aquel estrecho —la Puerta Interior, supuso Kiyoaki— arriaron la vela y se dejaron llevar por la corriente, procurando mantenerse en la parte más rápida, la que hacía una curva que acompañaba el borde de las colinas hacia el sur, detrás de las cuales encontraron la gran extensión de la Bahía del Oro, cuyas aguas estaban ahora manchadas con la espuma que coronaba las olas de color marrón, rodeadas de colinas verdes que desaparecían entre las nubes bajas y grises. A medida que avanzaban en la dirección de la ciudad, las nubes se hacían cada vez menos espesas convirtiéndose en unas pocas cintas sobre la alta cresta de la península del norte, y una luz tenue caía sobre los tejados de los edificios y las calles que cubrían la península, hacia arriba hasta la cima del monte Tamalpi, tiñendo algunos barrios de blanco o de plateado o de peltre, en medio del gris general. Era una vista impresionante.
En el lado occidental de la bahía justo al norte de la Puerta del Oro había varias penínsulas que penetraban en la bahía; estas penínsulas también estaban cubiertas de edificios, de hecho eran algunos de los barrios más animados de la ciudad, puesto que allí estaba la zona portuaria. Esta zona tenía tres sectores, que correspondían a otras tantas amplias calas. La que estaba en el medio de las tres era la más grande, allí estaba el puerto comercial. Aquí, tal como habían dicho los marineros, los muelles flotantes y los embarcaderos estaban intactos y funcionaban normalmente, como si el valle central no estuviera completamente inundado. Únicamente el agua marrón y sucia de la bahía revelaba que algo había cambiado.
A medida que se iban acercando a los muelles, los monos que estaban en el bote comenzaron a inquietarse. Para ellos era como pasar del agua a la sartén; finalmente, uno de ellos saltó al agua y empezó a nadar hacia una isla que había al sur. Los demás no tardaron en seguirle para retomar la conversación en el punto en que la habían dejado.
—Por eso la llaman la isla del Mono —dijo el patrón.
Amarraron en el puerto comercial. Entre la gente del muelle había un magistrado chino, que miró hacia abajo.
—Por lo que veo todavía está todo inundado por allí —dijo.
—Sigue inundado y sigue lloviendo.
—La gente debe estar empezando a pasar hambre.
—Sí.
Los chinos subieron al muelle y dieron las gracias a los marineros, quienes desembarcaron con Kiyoaki, Peng-ti y el bebé. El timonel se unió a ellos mientras seguían al magistrado hacia la Oficina de Refugiados del Gran Valle, que había sido instalada en el edificio de la aduana detrás de los muelles. Allí fueron registrados los nombres de cada uno, el lugar de residencia antes de la inundación, y el paradero de sus familias y vecinos, si es que lo sabían; todo quedaba registrado. Los funcionarios les dieron notas firmadas que les permitirían pedir una cama en los edificios de control de inmigración, situados en la gran isla de laderas empinadas junto a la bahía.
El timonel meneaba la cabeza. Aquellos grandes edificios habían sido construidos para poner en cuarentena a los inmigrantes que no fueran chinos de la Montaña del Oro, hacía unos cincuenta años. Estaban rodeados con vallas de alambres de espino, y tenían enormes dormitorios separados para hombres y mujeres. Ahora albergaban a algunos de los grupos de refugiados que llegaban a la bahía arrastrados por la corriente, en su mayoría chinos desplazados del valle, pero los guardias del lugar habían conservado el talante de carceleros que habían tenido para con los inmigrantes, y los refugiados del valle estaban allí quejándose amargamente y haciendo todo lo posible para mudarse con sus parientes locales o instalarse nuevamente en la costa o, al menos, regresar al valle inundado a esperar a que el agua desapareciera. Pero se había informado de casos de cólera, y el gobernador de la provincia había declarado el estado de emergencia que le permitía actuar directamente según los intereses del emperador: ahora estaba vigente la ley marcial, que había sido impuesta por el ejército y la marina.
El timonel, después de explicar todo esto, dijo a Kiyoaki y Peng-ti:
—Podéis quedaros con nosotros, si queréis. Nosotros nos hospedamos en una casa de huéspedes en Ciudad Japón que es limpia y barata. Os darán crédito si nosotros les aseguramos que vosotros pagaréis.
Kiyoaki miró a Peng-ti, quien bajó la vista. Culebras o arañas; vivienda de refugiados o Ciudad Japón.
—Iremos con vosotros —dijo ella—. Muchas gracias.
La calle que, perpendicular al muelle, se internaba en el centro de la ciudad estaba flanqueada a ambos lados por restaurantes y hoteles y pequeñas tiendas, la fluida caligrafía japonesa aparecía con tanta frecuencia como los variados ideogramas chinos. Las calles laterales eran estrechas callejuelas, los tejados terminados en punta se curvaban hasta que los edificios casi se encontraban en las alturas. La gente llevaba ponchos y chaquetas de hule, y paraguas negros o estampados de colores, muchos bastante andrajosos después de tanto tiempo lluvioso. Todo el mundo estaba mojado, las cabezas bajas y los hombros encorvados, y el centro de la calle parecía un riachuelo abierto de aguas marrones que desembocaban en la bahía. Las colinas verdes que se elevaban hacia el oeste de este barrio brillaban con sus techos de tejas rojas y verdes y azul profundo: un barrio próspero, a pesar de tener a Ciudad Japón a sus pies. O, tal vez, debido a eso. A Kiyoaki le habían enseñado que el azul de aquellas tejas se llamaba azul Kioto.
Caminaron atravesando callejuelas hasta una gran casa de comercio de cerería en la zona más poblada de Ciudad Japón, y los dos hombres japoneses —el mayor se llamaba Gen, supieron entonces— presentaron a los jóvenes náufragos a la propietaria de una casa de huéspedes que estaba al lado. La mujer era una desdentada vieja japonesa que llevaba un sencillo kimono marrón, y tenía un santuario en el vestíbulo y salón de recepción. Entraron y comenzaron a quitarse las ropas mojadas, y ella los observó con mirada crítica.
—Estos días todos están tan mojados —se quejaba—. Parece que os hayan sacado del fondo de la bahía. Que os hayan masticado los cangrejos.
Ella les dio ropa seca, y mandó las otras a una lavandería. El establecimiento estaba dividido en una ala para hombres y otra para mujeres, y a Kiyoaki y a Peng-ti se les asignaron sendas alfombrillas, luego les dieron un plato caliente de arroz y otro de sopa, seguido por una taza de sake tibio. Gen lo pagaba todo y hacía ademanes que rechazaban las gracias con el brusco comportamiento típicamente japonés.
—Ya pagaréis cuando regreséis a casa —decía Gen—. Vuestras familias estarán felices de devolverme el favor.
Ninguno de los dos náufragos tenía mucho que decir frente a eso. Con el estómago lleno, secos, sólo quedaba ir a las respectivas habitaciones y dormir como era debido.
Al día siguiente, Kiyoaki se despertó con los gritos del cerero en la casa de al lado. Kiyoaki miró por la ventana de su habitación a través de una ventana de la cerería, y vio al furioso cerero golpeando a su desdichado ayudante en la cabeza con un ábaco.
Gen había entrado en la habitación y observaba impasible la escena en el otro edificio.
—Vamos —le dijo a Kiyoaki—. Tengo que hacer algunos recados; aprovecharé para mostrarte parte de la ciudad.
Y partieron hacia el sur por la avenida que conectaba los puertos más pequeños de la gran bahía y las islas que había en ella. El último puerto era más estrecho que el que estaba junto a Ciudad Japón; allí había un bosque de mástiles y chimeneas. Más atrás y más arriba la ciudad era una gran masa de edificios de tres y cuatro plantas, todos de madera con techo de tejas, embutidos unos con otros según el habitual estilo de los chinos, explicaba Gen, en algunos sitios incluso se había construido sobre el agua. Esta masa compacta de construcciones cubría toda la península, sus calles iban rectas de este a oeste desde la bahía hasta el mar y de norte a sur hasta que terminaban en parques y paseos sobre la Puerta del Oro. El estrecho estaba cubierto de una bruma que flotaba sobre la corriente amarilla que se vaciaba en el mar; la niebla marrón amarillenta era tan intensa que no podía verse nada del azul del mar. Hacia ese lado estaban las grandes baterías de defensa de la ciudad, unas fortalezas de hormigón que según Gen dominaban el estrecho y el mar hasta más de cincuenta lis de la costa.