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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (75 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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—Supongo que el odio que nos tenían los japoneses —dijo Iwaha—, ha sido suplantado por el rechazo de que el islam conquiste el mundo.

—Acabarán con Corea y con Manchuria —predijo Kuo—. Nunca las devolverán. Ni unas cuantas ciudades portuarias. Ahora pueden hacer lo que les plazca.

—Bueno —dijo Bai—. Que les den Pekín si la quieren, con tal que eso termine esta guerra.

Kuo le lanzó una mirada.

—No estoy seguro de quiénes serían peor, si los musulmanes o los japoneses. Esos japoneses son peligrosos, y no nos tienen mucho aprecio. Y después del terremoto que demolió Edo, ellos piensan que tienen a los dioses de su parte. Ya mataron a todos los chinos de Japón.

—Al final no estaremos ni con unos ni con otros —dijo Bai—. Los chinos somos indestructibles, ¿recordáis?

Los dos días anteriores no le habían hecho mucho honor al proverbio.

—Salvo los chinos —dijo Kuo—. Salvo el talento de los chinos.

—Quizás esta vez hayan roto el flanco norte —señaló Iwa—. Eso sí que sería algo digno de tener en cuenta.

—Podría ser el final del juego —dijo Bai, y tosió.

Kio se rió de él.

—Atrapado entre el mortero y la mano —dijo.

Fue hasta el armario, lo abrió y sacó una jarra de rakshi y dio un sorbo. Bebía una jarra de aquella fuerte bebida cada día, cuando podía conseguirla, comenzando en el primer momento de su día y terminando en el último.

—¡Por el Décimo Gran Éxito! ¿O es el Undécimo? Y hemos sobrevivido a todos. —Por un instante había ido más allá de la precaución habitual de no hablar de aquellos asuntos—. Hemos sobrevivido a todos ellos, y a los Seis Grandes Errores, y a los Tres Increíbles Follones, y a los Nueve Más Importantes Sucesos de la Mala Suerte. ¡Un milagro! Hermanos, debe de haber unos cuantos dioses hambrientos con inmensos paraguas que velan por nosotros.

Bai asintió con la cabeza un poco intranquilo; no le gustaba hablar de esas cosas. Intentaba oír sólo el ruido de las explosiones. Intentaba olvidar todo lo que había visto los últimos tres días.

—¿Cómo demonios hemos podido sobrevivir tanto tiempo? — preguntó Kuo imprudentemente—. Todos los que comenzaron con nosotros están muertos. De hecho nosotros tres hemos sobrevivido a cinco o seis generaciones de oficiales. ¿Cuánto tiempo ha pasado ya? ¿Cinco años? ¿Cómo puede ser?

—Yo soy Peng-zu —dijo Iwa—. Soy el Desdichado Inmortal, nunca podrá matarme nadie. Podría sumergirme en el gas y aun así no moriría.

Levantó tristemente la vista de su plato de arroz. Hasta Kuo se asustó con aquello.

—Bueno, tendrás más oportunidades, no te preocupes. No pienses que esto va a terminar demasiado pronto. Quizá los japoneses pueden tomar el norte porque a nadie le importa. Cuando traten de salir de la taiga hacia las estepas, allí es cuando se pondrá interesante. No creo que puedan avanzar mucho. Si la ruptura del frente hubiera sido en el sur sería otra cosa. Necesitamos conectar con los indios.

Iwa negó con la cabeza.

—Eso no sucederá.

Este tipo de análisis era muy propio de él; los otros dos le pidieron que se explicara. Para los chinos, les explicó él, el frente sur estaba formado por la gran muralla del Himalaya y por el Pamir, las selvas de Anam, de Birmania, de Bengala y de Asam. Había apenas algunos desfiladeros entre las montañas que no podían tenerse en cuenta, y sus defensas eran impenetrables. En cuanto a las selvas, los ríos ofrecían el único camino para atravesarlas, pero estaban demasiado expuestos. Las fortificaciones del frente sur chino eran por lo tanto geográficas e inamovibles, pero lo mismo valía para los musulmanes que estaban del otro lado. Mientras tanto, los indios estaban atrapados al sur del Decán. Las estepas eran el único camino; pero los ejércitos de ambos lados estaban concentrados allí. De ahí el punto muerto.

—Algún día tiene que acabar —señaló Bai—. De lo contrario no acabará nunca.

Kuo escupió un trago de rakshi en un ataque de risa.

—¡Ésa es una lógica muy profunda, amigo Bai! Pero ésta no es una guerra lógica. Éste es el final que nunca finalizará. Viviremos toda nuestra vida en esta guerra, y la siguiente generación, y la siguiente, hasta que todos estén muertos y podamos empezar el mundo otra vez, o no, es algo que también podría suceder.

—No —replicó Iwa suavemente—. No puede durar mucho tiempo más. El final vendrá por algún otro lado, eso es todo. La guerra en el mar o en África o en Yingzhou. El corte vendrá de otra parte, y entonces esta región será simplemente un..., un..., un accidente geográfico de una larga guerra, una anomalía o algo por el estilo. El frente que no se pudo mover. El aspecto congelado de una larga guerra en su punto de máxima congelación. Contarán nuestra historia hasta el fin de los tiempos, porque nunca más habrá nada parecido.

—Eso sí que es un consuelo —dijo Kuo—. ¡Pensar que estamos en el peor aprieto que ningún soldado ha estado jamás!

—Algo teníamos que ser —dijo Iwa.

—¡Exactamente! ¡Es una distinción! Un honor, si lo pensamos bien.

Bai prefería no hacerlo. Una explosión sacudió la tierra del techo de la cueva y un poco de polvo cayó sobre sus cabezas. Se apresuraron a cubrir copas y platos.

Unos días más y habían vuelto a la rutina habitual. Si todavía continuaba el avance japonés en el norte, aquí no había manera de saberlo, donde el bombardeo y los disparos cotidianos de los musulmanes no habían cambiado, como si los Seis Grandes Errores, con sus pérdidas de tal vez cincuenta mil hombres y mujeres, nunca hubieran sucedido.

Poco tiempo después, los musulmanes también empezaron a utilizar gas tóxico, y lo esparcieron con el viento en la tierra de nadie de la misma manera en que lo habían hecho los chinos, pero también lo enviaron dentro de proyectiles explosivos que caían con un fuerte silbido, junto con la metralla habitual (incluyendo cualquier cosa que hiciera daño, puesto que ellos también se estaban quedando sin metal, así que podían encontrarse palos, huesos de gato, pezuñas, una dentadura postiza), es decir, que ahora con la metralla también llegaba un gas espeso y amarillo, que aparentemente no sólo contenía gas mostaza sino una variedad de venenos y cáusticos, que obligaba a los chinos a mantener tanto la máscara de gas como las capuchas y los guantes siempre con ellos. Se estuviera o no vestido, cuando uno de estos proyectiles caía era difícil no quemarse en las muñecas, los tobillos y el cuello.

Un nuevo inconveniente se sumó a los ya conocidos: un proyectil de enorme calibre, lanzado tan alto por los cañones adecuados, que cuando caía del cielo llegaban con más velocidad que su propio sonido, por lo cual no le precedía advertencia alguna. El diámetro de estos proyectiles excedía la altura de un hombre, y estaban diseñados para que penetraran en el barro hasta cierta profundidad y luego estallaran, en increíbles explosiones que con frecuencia solían enterrar muchos más hombres en trincheras, túneles y cuevas de los que morían por la explosión misma. Los trozos que quedaban de estos proyectiles eran desenterrados y quitados con mucho cuidado, cada uno ocupaba un vagón de tren entero. El explosivo que se utilizaba en ellos era uno nuevo que parecía un paté de pescado y olía a jazmín.

Una noche temprano después del atardecer, estaban todos reunidos bebiendo rakshi y discutiendo las noticias que Iwa había traído de la cueva de comunicaciones. El ejército del sur había sido castigado por algún fallo cometido en ese frente, y cada comandante debía mandar a la retaguardia a uno de cada cien soldados a sus órdenes para que fueran ejecutados y dieran el ejemplo a los que quedaban.

—¡Qué buena idea! —dijo Kuo—.Yo sé muy bien a quién enviaría.

Iwa meneó la cabeza.

—Una lotería daría lugar a más solidaridad.

—Solidaridad —dijo Kuo en tono de burla—. También podrías deshacerte de los falsos enfermos mientras puedas, antes de que una noche te peguen un tiro por la espalda.

—Es una idea terrible —dijo Bai—. Son chinos, ¿cómo podemos matar a chinos si no han hecho nada malo? Es una locura. La Cuarta Asamblea de Talento Militar se ha vuelto loca.

—Digamos que nunca fueron demasiado cuerdos —dijo Kuo—. Hace cuarenta años que no hay un cuerdo en la Tierra.

De repente todos cayeron al suelo debido a una violenta explosión de aire. Bai logró levantarse a duras penas y se topó con Iwa, que hacía lo mismo. Estaba completamente sordo. No lograba ver a Kuo, había desaparecido y donde él había estado ahora se veía un enorme agujero, un agujero perfectamente redondo y de unos tres metros y medio de diámetro y nueve metros de profundidad; en el fondo se veía la parte de atrás de uno de los superproyectiles musulmanes. Otra birria de las que no estallaban.

Una mano derecha estaba en el suelo junto al agujero como una araña blanca de mimbre.

—Oh, maldita sea —dijo Iwa en medio del estruendo—. Hemos perdido a Kuo.

El proyectil musulmán había aterrizado directamente sobre él. Probablemente, decía Iwa más tarde, su presencia de alguna manera había evitado que explotara. Lo había embutido dentro de la tierra como si hubiera sido un gusano. Solamente había quedado su pobre mano.

Bai miraba fijamente la mano, demasiado aturdido para moverse. La risa de Kuo parecía todavía resonar en sus oídos. Desde luego que Kuo se habría reído si hubiera podido ver la manera en que habían cambiado las cosas. La mano era perfectamente reconocible: era la suya. Bai descubrió que la conocía íntimamente sin que nunca hubiera tenido consciencia de ello hasta ahora, tantas horas sentados juntos en la pequeña cueva, Kuo sosteniendo la olla de arroz o la tetera para hervir té en la cocina u ofreciendo una taza de té o de rakshi, su mano, como todo el resto de él, una parte de la vida de Bai, con callos y cicatrices, la palma limpia y el dorso sucio, y aún ahora era la misma, incluso sin el resto de su dueño. Bai se sentó en el lodo.

Iwa recogió con cuidado la mano rígida, y le ofrecieron la misma ceremonia fúnebre con que trataban a cadáveres más completos antes de llevarla a uno de los trenes de los muertos que iban a los crematorios. Después bebieron lo que quedaba del rakshi de Kuo. Bai no podía hablar, e Iwa no intentó forzarlo. Las manos de Bai exhibían el temblor habitual del estrés de trinchera. ¿Qué le había pasado a su paraguas mágico? ¿Qué haría él ahora, sin la risa ácida de Kuo capaz de atravesar los miasmas mortales?

Entonces, a los musulmanes les llegó el turno de atacar, y los chinos estuvieron ocupados durante una semana defendiendo sus trincheras, sin quitarse la máscara de gas, disparando y disparando sin cesar contra los fantasmales fellahins y asesinos que aparecían en medio de la niebla amarilla. Los pulmones de Bai fallaron brevemente una vez más, tuvo que ser evacuado; pero al final de la semana él e Iwa estaban de regreso en la misma trinchera donde habían comenzado, con un nuevo pelotón compuesto casi totalmente por reclutas de Aozhou, la tierra de la tortuga que sostenía el mundo, verdes sureños lanzados al conflicto como ráfagas de disparos de ametralladora. Habían estado tan ocupados que ya les parecía que había pasado mucho tiempo desde la muerte de Kuo.

—Una vez tuve un hermano llamado Kuo —le contó Bai a Iwa.

Iwa asentía con la cabeza, le daba unos golpecitos a Bai en el hombro.

—Ve a ver si tenemos nuevas órdenes.

Tenía el rostro negro por la cordita, salvo alrededor de la boca y de la nariz, donde había estado la máscara, y debajo de los ojos, donde se extendían deltas blancos de arroyos de lágrimas. Parecía un títere en una obra de teatro, y su rostro, la máscara del sufrimiento asura. Había estado detrás de la ametralladora durante más de cuarenta horas seguidas, y durante ese tiempo tal vez había matado a tres mil hombres. Sus ojos miraban más allá de Bai, más allá del mundo.

Bai se alejó tambaleándose, bajando por el túnel hasta la cueva de comunicaciones. Se agachó para entrar y se desplomó sobre una silla, intentando recuperar el aliento, sintiendo cómo caía y caía, a través del suelo, a través de la tierra, en una caída ilusoria hacia el olvido. Un crujido lo llevó de nuevo hacia arriba; miró para ver quién estaba en la silla frente a la mesa de la radio.

Era Kuo, allí sentado, y le sonreía.

Bai se enderezó.

—¡Kuo! —dijo—. ¡Pensábamos que estabas muerto!

Kuo asintió con la cabeza.

—Estoy muerto —dijo—. Y tú también.

La mano derecha de Kuo estaba allí donde había estado siempre.

—El proyectil estalló —dijo— y nos mató a todos. Desde entonces has estado en el Bardo. Todos hemos estado en el Bardo. Has llegado aunque simulabas que todavía no habías llegado. Aunque no puedo imaginarme por qué querías aferrarte a ese mundo infernal en el que estábamos viviendo. Maldita sea, eres tan terco, Bai. Necesitas ver que estás en el Bardo para entender lo que te está sucediendo. Lo que importa es la guerra en el Bardo, después de todo. La batalla por el alma de cada uno de nosotros.

Bai trató de decir sí; luego, no; después se encontró a si mismo en el suelo de la cueva, aparentemente se había caído de la silla, y eso lo había despertado. Kuo se había marchado, la silla estaba vacía.

—¡Kuo! ¡Regresa!

Pero la sala seguía vacía.

Más tarde Bai contó a Iwa lo que había sucedido, le temblaba la voz, y el tibetano lo miró fija y seriamente, luego se encogió de hombros.

—Tal vez él tenía razón —dijo haciendo un gesto—. ¿Hay algo que pruebe que estaba equivocado?

Entonces sufrieron otro ataque y de repente les dieron órdenes de retirarse, de regresar a retaguardia y luego subir a los trenes. En la estación de embarque todo era un caos, por supuesto; pero unos hombres les apuntaban con sus armas y los subieron a los vagones como si fueran ganado; así partieron los trenes chirriando y retumbando con sonidos metálicos.

Iwa y Bai se sentaron en el fondo del vagón mientras avanzaban hacia el sur. De vez en cuando utilizaban su privilegio de oficiales y salían hasta la base de enganche de los vagones para fumar un cigarrillo y mirar el cielo de acero cada vez más bajo sobre sus cabezas. Subieron y subieron y subieron, cada vez hacía más y más frío. El escaso aire hacía daño a los pulmones de Bai.

—Entonces —dijo, señalando el hielo y las rocas junto a los que pasaban—. Tal vez sea el Bardo.

—Esto es el Tíbet —dijo Iwa.

Pero Bai podía ver bien que el paisaje era más desolado que el tibetano. Unos cirros colgaban como hoces justo sobre ellos, como en el decorado de un escenario, el cielo negro y plano. Nada parecía ser real.

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