Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
El sonido de los grandes cañones comenzó detrás de ellos. Los proyectiles de los últimos cañones se lanzaban al espacio, y caían a doscientos lis del sitio de disparo. El sol subió un poco mas. Los soldados se retiraron al reino subterráneo de lodo negro y húmedas tablas que era su hogar. Trincheras, túneles, cuevas. Muchas cuevas albergaban Budas, generalmente en su hierática postura, con las manos estiradas como un agente de tránsito. Había agua en el fondo de las trincheras más bajas, después de las intensas lluvias de la noche.
Abajo en la cueva de comunicaciones, el operador del telégrafo había recibido órdenes. El ataque general comenzaría en dos días. Atacar en todo el ancho del corredor. Intento de acabar con el punto muerto, o al menos eso era lo que Iwa especulaba. El tapón de corcho sale disparado del agujero. ¡Hacia las estepas y hacia el oeste! Por supuesto que el punto donde se rompería el frente era el peor lugar donde estar, mencionó él, pero sólo con su habitual interés académico. Una vez iniciado el ataque, en verdad, las cosas ya no podrían empeorar más. Sería analizar grados de lo absoluto, porque ellos ya estaban en el infierno y eran hombres muertos, tal como les recordaba el comandante Kuo cada vez que brindaban con su rakshi.
—¡Somos hombres muertos! ¡Un brindis por el Señor Muerte-porgradaciones!
Así que ahora Bai y Kuo apenas asentían con la cabeza: el peor lugar, sí, allí era donde siempre los enviaban, donde habían pasado los últimos cinco años, o, visto desde una perspectiva temporal más larga, toda su vida. Cuando terminó el té, Iwa dijo:
—Seguro que será muy interesante.
Le gustaba leer los telegramas y los periódicos y tratar de descubrir qué estaba pasando.
—Mirad esto —solía decir, examinando papeles mientras estaban recostados en sus literas—. Los musulmanes han sido expulsados de Yingzhou. Una campaña de veinte años.
O esto otro:
—Gran batalla en alta mar, ¡doscientos barcos hundidos! Sólo veinte de ellos eran nuestros, pero los nuestros son más grandes, sin duda, norte del Dahai, agua a cero grados, ¡ay!, eso sí que es frío, ¡me alegro de no ser marinero!
Él escribía notas y dibujaba mapas; era un erudito de la guerra. La aparición del telégrafo le había alegrado enormemente, había pasado horas en la cueva de comunicaciones hablando con otros entusiastas de todo el mundo.
—¡Gran bote esta noche en la esfera qi, me ha dicho un tipo de Sudáfrica! Malas noticias, sin embargo —dijo marcando sus mapas—. Dijo que los musulmanes han vuelto a hacerse con todo el Sahel y han reclutado a toda la gente del oeste de África como soldados esclavos.
Él pensaba que las voces que salían de la oscuridad no eran informantes de confianza, pero en todo caso no lo eran menos que los comunicados oficiales del cuartel general, en general mera propaganda, o mentiras concebidas para engañar a los espías enemigos.
—Mirad esto —solía burlarse mientras leía en su litera—. Dicen que están reuniendo a todos los judíos, los zott, los cristianos y los armenios, y que los están matando. Con ellos hacen experimentos médicos..., les cambian la sangre por la de una mula para ver cuánto pueden vivir..., ¿a quién se le ocurren estas cosas?
—Tal vez sea verdad —sugirió Kuo—. Exterminan a los indeseables, a los que pueden traicionarlos en su propio frente...
Iwa dio vuelta la página.
—Eso no puede ser. ¿Por qué no aprovechar esa mano de obra?
Ahora estaba en la radio tratando de averiguar más acerca del inminente ataque. Pero no se necesita ser un erudito de la guerra para saber algo sobre las roturas de frente. Todos habían participado en los intentos anteriores, y aquel conocimiento tendía a estropearles el resto del día. El frente se había movido diez lis en tres años, y además hacia el este. Tres campañas consecutivas de ramadán, con un precio altísimo para los musulmanes, un millón de hombres por campaña, calculaba Iwa, para que ahora lucharan con muchachos y batallones de mujeres: al igual que los chinos. Habían muerto tantos que aquellos que habían sobrevivido los últimos tres años eran como los Ocho Inmortales, caminando bajo una descripción, sobreviviendo día tras día muy lejos de un mundo del que solamente oían hablar, al que solamente veían mal a través de un telescopio. Ahora para ellos todo se reducía a una taza de té. Otro ataque general, masas de hombres avanzando por el lodo hacia el oeste, a través de alambradas, cañones y proyectiles de artillería que bajaban desde el espacio: así sea. Ellos bebían el té. Pero tenía un sabor amargo.
Bai estaba preparado para terminar con aquello. En esta vida ya había perdido el corazón. Kuo estaba resentido con la Cuarta Asamblea de Talento Militar, por haber ordenado el ataque durante la breve temporada de lluvias.
—¡Por supuesto!, ¿qué puede esperarse de algo que se llama «La Cuarta Asamblea de Talento Militar»?
Esto no era del todo justo, tal como dejaba bien claro la habitual descripción de ellos que hacía Kuo: la Primera Asamblea habían sido algunos hombres de edad que trataban de luchar en la guerra anterior; la Segunda Asamblea, arribistas demasiado ambiciosos listos para utilizar hombres como si fueran balas; la Tercera Asamblea, una mala mezcla de cabos prudentes e idiotas desesperados; y la Cuarta había llegado poco después del golpe que había derrocado a la dinastía Qing y la había reemplazado por un gobierno militar, por lo que en principio era posible que la Cuarta Asamblea fuera una mejora y la que tal vez finalmente hiciera las cosas bien. Sin embargo hasta ahora los resultados no daban pie a tanto optimismo.
Iwa sentía que aquel asunto ya lo habían discutido demasiadas veces, y limitaba sus comentarios a la calidad del arroz del día. Cuando ya lo había comido, salían para decirles a sus hombres que se prepararan. Los pelotones de Bai en su mayoría eran muchachos reclutados de Sichuan, incluyendo tres pelotones de mujeres que se ocupaban de las trincheras cuatro, cinco y seis, y que eran consideradas las afortunadas. Cuando Bai era joven y las únicas mujeres que conocía eran las de los burdeles de Lanzhou, se sentía incómodo en su presencia, como si estuviera tratando con miembros de otra especie, criaturas gastadas que lo miraban como a través de un abismo abierto, y que parecían, al menos hasta donde él podía ver, cautelosamente horrorizadas y acusatorias, como si pensaran para ellas mismas: Vosotros, pandas de idiotas, habéis destruido el mundo. Pero ahora que estaban en las tricheras no eran más que soldados como cualquier otro, que sólo diferían en que de vez en cuando le daban a Bai una sensación de lo mal que se habían puesto las cosas: ahora no quedaba nadie en el mundo que pudiera reprocharles algo.
Aquella tarde los tres oficiales se reunieron una vez más para hacerle una breve visita al general de esa parte del frente, una nueva luminaria de la Cuarta Asamblea, un hombre al que nunca habían visto antes en sus vidas. No pusieron especial atención en sus breves palabras, que enfatizaban la importancia del ataque del día siguiente.
—Somos una diversión —declaró Kuo cuando el general Shen subió a su tren personal y volvió al interior—. Hay espías entre nosotros, y él quiso engañarlos. Si éste fuera el verdadero punto de ataque tendríamos un millón más de soldados frente a nosotros, y se pueden oír los trenes, llegan todos a la hora habitual.
De hecho había habido trenes extras, según Iwa. Habían llegado miles de reclutas, y no había sitio para ellos. No podrían quedarse aquí durante mucho tiempo.
Esa noche llovió. Flotas de aviones musulmanes zumbaban sobre sus cabezas, lanzando bombas que dañaban las vías del ferrocarril. Las reparaciones comenzaron apenas terminó el ataque. Las lámparas de arco tiñeron la noche de un plateado brillante manchado de blanco, como un negativo de fotografía arruinado, y en ese resplandor químico los hombres se movían por todas partes con piquetas y palas y martillos y carretillas, como después de cualquier otro desastre, pero dándose mucha prisa, como solía suceder en algunas películas. No llegaron más trenes, y después de todo cuando llegó el amanecer no había muchos refuerzos. También faltaban pertrechos adicionales para el ataque.
—A ellos no les importará —predijo Kuo.
El plan era primero soltar gas tóxico, que les precedería cuesta abajo aprovechando el viento matutino del este. A primera hora llegó un telegrama del general: al ataque.
Hoy, sin embargo, no había brisa matutina. Kuo telegrafió la noticia al puesto de mando de la Cuarta Asamblea, a treinta lis en la retaguardia, pidiendo más órdenes. Pronto las tuvo: proceder con el ataque. Gas, como fue ordenado.
—Nos matarán a todos —prometió Kuo.
Se pusieron las máscaras, abrieron las válvulas de los depósitos de acero que contenían el gas. Éste salió y comenzó a esparcirse, pesado, casi viscoso, de un color amarillo virulento, deslizándose hacia adelante y bajando por una ligera pendiente, hasta que se estancó en la tierra de nadie, camuflando su camino. En ese aspecto, bien, aunque los efectos en aquellos que tenían máscara de gas defectuosa serían desastrosos. Sin duda era una imagen espantosa para los musulmanes, ver una niebla amarilla que se acercaba pesadamente a ellos y, luego, emergiendo de ella, olas y olas de monstruos con cabeza de insecto disparando sus armas y lanzagranadas. Sin embargo se pegaron a sus ametralladoras y los acribillaron.
Bai se encontró rápidamente absorto en la tarea de moverse de agujero en agujero, utilizando montículos de tierra o los cadáveres a modo de escudo y recomendando encarecidamente a los soldados que se refugiaban en los agujeros que siguieran adelante.
—Es más seguro si salís de los agujeros ahora, el gas se estanca. Necesitamos llegar a sus líneas y hacer callar sus ametralladoras.
Eso, y cosas por el estilo, en medio del ensordecedor estruendo que no permitía que alguien le oyese. Una ráfaga de la habitual brisa matutina movió la nube de gas sobre la devastación hasta las líneas musulmanas, y ahora sonaban menos disparos de ametralladora. El ataque se aceleró, los encargados de cortar los alambres estaban trabajando por todas partes con las alambradas, los hombres pasaban en fila. Entonces llegaron a las trincheras musulmanas, y giraron las enormes ametralladoras iraníes para disparar al enemigo que se retiraba, hasta que se agotaron las municiones.
Después de eso, si hubiera habido refuerzos disponibles, podría haber sido interesante. Pero con los trenes atascados a cincuenta lis detrás de las líneas, y con la brisa que ahora empujaba el gas hacia el este, y con la artillería pesada de los musulmanes que ahora comenzaba a pulverizar su propia línea de frente, la rotura del frente se hizo insostenible. Bai guió a sus tropas hasta los túneles musulmanes en busca de protección. El día pasó en una confusión de gritos y telégrafos móviles e incomprensibles comunicaciones por radio. Fue Kuo quien le gritó que finalmente había llegado la orden de retirada; reunieron a los supervivientes y regresaron por el lodo envenenado, destrozado y cubierto de cadáveres que había sido la ganancia del día. Una hora después de que cayera la noche estaban de regreso en sus propias trincheras; eran menos de la mitad de los que habían estado allí por la mañana.
Bien pasada la medianoche, los oficiales se reunieron en su pequeña cueva y encendieron la cocina y comenzaron a cocer el arroz, cada uno atrapado en el estruendo de sus propios oídos; apenas podían oírse unos a otros. Sería así durante uno o dos días. Kuo todavía estaba que burbujeaba de irritación, no hacía falta oír lo que decía para darse cuenta de eso. Parecía que estaba intentando decidir si debía revisar los Cinco Grandes Errores de la campaña Gansu, escribiendo los menos importantes de los grandes errores anteriores, o convertirlos en los Seis Grandes Errores. Ciertamente una asamblea de talentos, gritó mientras sostenía la olla del arroz sobre los carbones encendidos de su pequeño hornillo, le temblaban las manos ennegrecidas y desnudas. Un puñado de malditos idiotas. Sobre el agujero, los trenes del hospital traqueteaban con un sonido seco y metálico. A ellos les resonaban los oídos. De todas formas les habían pasado demasiadas cosas para que pudieran hablar. Comieron en el silencio de un gran estruendo. Desgraciadamente Bai comenzó a vomitar y después no podía respirar bien. Tuvo que dejarse llevar hasta uno de los trenes hospital. Lo dejaron allí con la multitud de hombres heridos, asfixiados por el gas y moribundos. Tardaron todo el día siguiente en hacer veinte lis hacia el este, y después otro día esperando ser procesados por los abrumados equipos de médicos. Bai casi se moría de sed, pero fue salvado por una muchacha con máscara, que le daba sorbos de agua mientras un médico le diagnosticaba pulmones quemados por el gas, y lo pinchaba con agujas de acupuntura en el cuello y la cara, después de lo cual pudo respirar con más facilidad. Esto le dio fuerzas para beber más, después comió un poco de arroz, y luego habló para salir del hospital antes de morir allí de hambre o de una infección. Regresó caminando al frente, consiguiendo que al fin lo llevaran en el fondo de una carreta arrastrada por mulas. Ya era de noche cuando pasó una de las enormes baterías de artillería, y la llamativa imagen de los grandes morteros y cañones que apuntaban al cielo nocturno, las diminutas figuras moviéndose de aquí para allá a la luz de las lámparas de arco y poniéndose las manos en las orejas (Bai también lo hacía) antes del disparo, esa imagen le dejaba bien claro una vez más que todos deberían haber sido arrastrados a la próxima esfera y verse atrapados en una guerra de asuras, un conflicto titánico en el que los humanos eran como hormigas, aplastados debajo de las ruedas de las máquinas sobrehumanas de los asuras.
Cuando estuvo de regreso en la cueva, Kuo se rió de Bai por haber regresado tan rápido.
—Eres como un mono doméstico, no hay manera de deshacerse de ti.
—Aquí se está más seguro que en el hospital.
Esto hizo reír a Kuo otra vez. Iwa regresó de la cueva de comunicaciones lleno de noticias: aparentemente el ataque había sido después de todo una diversión, tal como había dicho Kuo. La clavija Gansu había sido bajada para inmovilizar a los ejércitos musulmanes, mientras que una fuerza japonesa había cumplido finalmente con el acuerdo de ayudar a la causa, a cambio de su libertad, la cual de todas maneras ya había sido conseguida pero podría haberse visto en peligro, y los japoneses, que estaban frescos, habían conseguido romper el frente en el norte y se habían abierto paso a través de las líneas y habían hecho posible un gran ataque que avanzaba hacia el oeste y el sur como un puñado de ronin enloquecidos embarcados en una broma asesina. Afortunadamente, ellos se quedarían en la parte de atrás de las líneas musulmanas y forzarían una retirada de Gansu, dejando a los destrozados chinos solos y en paz en el campo.