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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (78 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Ahora las lluvias estaban llenas de ceniza negra, que caía sobre el lodo aguachento. Lluvia negra. Llegaron órdenes de que el pelotón de Bai e Iwa debía bajar inmediatamente a la llanura y unirse al ataque general lo más rápidamente posible. Bajaron los caminos corriendo, se reunieron a unos veinte lis detrás de la línea del frente y comenzaron a marchar. Tenían que atacar en el extremo del flanco, en la llanura misma pero justo al pie de las estribaciones, preparados para escalar la primera pendiente de las colinas si encontraban resistencia.

Ése era el plan, pero a medida que se acercaron al frente llegaron rumores de que los musulmanes se habían quebrado y estaban en plena retirada; ellos se unieron a la persecución.

Pero los musulmanes luchaban ferozmente, y los indios les pisaban los talones; los chinos no podían hacer otra cosa que seguir a los dos ejércitos a través de campos y bosques, cruzando canales y atravesando las vallas de bambú, los muros y los grupos de casas demasiado pequeños para ser llamados aldeas, todo tranquilo y silencioso, generalmente quemado, de cualquier manera una demora. Cuerpos muertos en el suelo formando corrillos, hinchándose ya. Todo el sentido de la encarnación era manifestado aquí por su antagónico, incorporeidad, muerte, partida del alma, tan poco dejado atrás: una masa putrefacta, lo más parecido a una salchicha. Allí no había nada humano. Excepto, aquí y allá, un rostro intacto, a veces hasta sereno; por ejemplo un indio tirado en el suelo, con la mirada fija hacia un lado pero completamente inmóvil, sin moverse, sin respirar; la estatua de lo que debe haber sido un hombre impresionante, de complexión fuerte, hombros resistentes, hábil —un ser dominante, con la frente alta, el rostro con bigote, los ojos como los de un pescado en el mercado, redondos y sorprendidos, pero inmóviles—, impresionante. Bai tuvo que pronunciar un ensalmo para poder pasar junto a él; después se encontraron en una zona donde la mismísima tierra echaba humo, como en Gansu, charcos de agua plateada y envenenada que apestaba y el aire lleno de humo y polvo, cordita, neblina de sangre. El Bardo mismo debía de tener un aspecto similar, ahora atestado de gente con los recién llegados, todos enfadados y confundidos, angustiados y con tremendos dolores, la peor manera posible de entrar en el Bardo. Y aquí el espejo vacío, destruido e inmóvil. El ejército chino marchaba atravesando el silencio.

Bai encontró a Iwa, y juntos se abrieron camino por las ruinas quemadas de Bodh-Gaya, hasta llegar a un parque en la orilla occidental del río Phalgu. Allí era donde había estado el Árbol Bodhi, según les habían dicho, el viejo árbol assattha, la higuera debajo de la cual Buda había recibido la iluminación hacía ya tantos siglos. La zona había recibido tantos ataques como la cumbre del Chomolungma, y no quedaba vestigio alguno de parque ni de aldea ni de arroyo, apenas un charco de lodo negro hasta donde alcanzaba la vista.

Un grupo de oficiales indios discutía acerca de unos trozos de raíz que alguien había encontrado en el lodo cerca de lo que algunos pensaban que podía ser la localización del árbol. Bai no reconoció el idioma. Se sentó con un pequeño trozo de corteza en la mano. Iwa se acercó para escuchar a los oficiales.

Entonces Kuo apareció frente a Bai.

—Es un trozo de rama —dijo, ofreciendo una ramita del Árbol Bodhi.

Bai la cogió. Era la mano izquierda; a Kuo aún le faltaba la mano derecha.

—Kuo —dijo Bai, y tragó saliva—. Me sorprende verte.

Kuo lo miró.

—Entonces después de todo estamos en el Bardo —dijo Bai.

Kuo asintió con la cabeza.

—No me has creído, ¿verdad? Pero es cierto. Aquí puedes verlo... — dijo alzando la mano para señalar la llanura humeante—. El suelo del universo. Otra vez.

—¿Pero por qué? —preguntó Bai— Sencillamente no lo entiendo.

—¿Qué es lo que no entiendes?

—No entiendo qué diablos estoy haciendo. Vida tras vida; ¡ahora las recuerdo! —Pensó en ello, mirando hacia atrás a través de los años—. Ahora las recuerdo, y lo he intentado en todas. ¡Lo sigo intentando! —Al otro lado de la llanura negra parecía que podían ver juntos las imprecisas imágenes pasadas de sus vidas anteriores, danzando en la infinita seda de la lluvia que caía suavemente—. No parece estar cambiando nada. Lo que hago no cambia nada.

—Sí, Bai. Tal vez sea así. Pero después de todo, tú eres un tonto. Un bondadoso idiota de los cojones.

—Basta, Kuo, que no estoy de humor. —Aunque su rostro intentaba sonreír dolorosamente, contento de haber sido burlado otra vez. Iwa y él habían intentado burlarse el uno al otro, pero nadie podía hacerlo como Kuo—. Tal vez no sea un gran líder como tú pero he hecho algunas cosas buenas, y no me han dado resultado. Parece que no hay reglas del dharma que realmente sean convenientes.

Kuo se sentó a su lado, cruzó las piernas y se puso cómodo.

—Bueno, quién sabe. Yo también he estado pensando en estas cosas, esta vez en el Bardo. Ha habido mucho tiempo, créeme; han sido lanzados tantos aquí al mismo tiempo que hay una larga cola de espera, es como el resto de la guerra, una pesadilla logística. He estado observándote durante toda la lucha, dándote porrazos contra las cosas como una polilla en una botella; sé que yo también lo hice, y me he sorprendido. Algunas veces he pensado que tal vez todo salió mal cuando yo era Kheim y tú eras Mariposa, una niña a la que todos adorábamos. ¿Te acuerdas de ella?

Bai negó con la cabeza.

—Cuéntame.

—Cuando era Kheim, yo era anamita. Continué con la orgullosa tradición de los grandes almirantes chinos de ser extranjeros y tener mala fama, había sido un rey pirata durante años en la extensa costa de Anam, y los chinos hicieron un trato conmigo como lo harían con cualquier gran potentado. Se cerró un trato en el que yo aceptaba dirigir una invasión de Nipón, al menos en su aspecto naval y tal vez más.

»En cualquier caso nos perdimos todo eso por falta de viento, y seguimos adelante y descubrimos los continentes oceánicos, y te encontramos a ti, y entonces te llevamos con nosotros, y te perdimos, y te salvamos del dios verdugo de la gente del sur; y ahí fue cuando lo sentí, bajando de la montaña después de haberte salvado. Apuntaba a gente con mi pistola y apretaba el gatillo, y sentí el poder de la vida y de la muerte en mis manos. Yo podía matarlos, y ellos se lo merecían, malditos caníbales que eran, asesinos de niños. Me bastaba con apuntarles. Y en aquel entonces me pareció que mi poder, tanto más grande, tenía un significado, un sentido. Que nuestra superioridad en cuestión de armas provenía de una superioridad general de pensamiento que incluía una superioridad moral. Que nosotros éramos mejores que ellos. Bajé a zancadas hasta los barcos y navegué hacia el oeste aún sintiendo que nosotros éramos seres superiores, como dioses para esos horrorosos salvajes. Y por eso murió Mariposa. Moriste para enseñarme que estaba equivocado, que a pesar de haberla salvado también la habíamos matado, que ese sentimiento que habíamos tenido, caminando entre ellos como entre perros despreciables, era un veneno que nunca iba a dejar de propagarse entre hombres que tuvieran armas. Hasta que toda la gente como Mariposa, que vivía en paz y sin armas, estuviera muerta, asesinada por nosotros. Y entonces solamente quedarían hombres con armas, y ellos también se matarían unos a otros, tan rápido como pudieran con la esperanza de que no les pasara a ellos, hasta que el mundo humano muriera, y todos cayéramos en este reino preta y luego en el infierno.

»Así que nuestro pequeño jati está aquí atrapado con todos los demás, no importa lo que hagas, no porque tú hayas sido especialmente eficaz, debo volver a decirlo, Bai, hablando de tu tendencia a la crédula simplicidad y de tu general ineficacia melindrosa de buen corazón...

—¡Oye! —dijo Bai—. Eso no es justo. He estado ayudándote. No he hecho más que avanzar contigo.

—Bueno, está bien. Lo admito, es cierto. De todas formas ahora estamos todos juntos en el Bardo y vamos otra vez rumbo a los reinos más bajos, en el mejor de los casos al reino de los humanos, pero probablemente estemos descendiendo por la espiral de la muerte para entrar en los mundos infernales siempre debajo de nuestros pies; pudimos haberlo hecho y estamos en la caída de la que no podemos escapar, la humanidad perdida para nosotros durante un tiempo incluso como una posibilidad, tanto es el daño que hemos hecho. ¡Malditos estúpidos bastardos! ¡Maldita sea! ¿Crees que yo tampoco lo he estado intentando? —Kuo saltó, agitado—. ¿Crees que eres el único que ha intentado hacer algo bueno en este mundo? —Sacudió su puño solitario frente a Bai, y luego señalando las oscuras nubes grises—. ¡Pero hemos fracasado! ¡Hemos matado a la mismísima realidad, me entiendes! ¿Me entiendes?

—Sí —dijo Bai, abrazándose las rodillas y temblando tristemente—. Lo entiendo.

—Pues ahora estamos en este reino inferior. Tenemos que apañarnos. Nuestro dharma todavía ordena buenas acciones, incluso aquí. Con la esperanza de avanzar poco a poco hacia arriba. Hasta que se restablezca la propia realidad, después de muchos millones de vidas de esfuerzo. El mundo entero tendrá que ser reconstruido. Ahí nos encontramos ahora.

Y con un golpecito en el brazo de Bai a modo de despedida, se alejó caminando, hundiéndose cada vez más a cada paso en el lodo negro, hasta que desapareció.

—¡Eh! —dijo Bai—. ¡Kuo! ¡No te vayas!

Después de un rato Iwa regresó y se detuvo delante de él, lo miró desde arriba curiosamente.

—¿Y bien? —preguntó Bai, levantando la cabeza de entre las rodillas, recobrando el dominio de sí mismo—. ¿Qué sucede? ¿Salvarán al Árbol Bodhi?

—No te preocupes por el árbol —dijo Iwa—. Cogerán un retoño en Lanka. No sería la primera vez. Mejor preocúpate por la gente.

—Allí también más brotes. Hacia la próxima vida. Hacia un tiempo mejor. —Bai se lo gritó a Kuo—: ¡Hacia un tiempo mejor!

Iwa suspiró. Se sentó donde había estado sentado Kuo. La lluvia caía sobre ellos. Pasó un largo rato en un silencio agotado.

—El asunto es —dijo Iwa—: ¿qué pasa si no hay una próxima vida? Eso es lo que yo pienso. Es esto y se acabó. Fan Chen dijo que el alma y el cuerpo son simplemente dos aspectos de la misma cosa. Habla del filo y del cuchillo, el alma y el cuerpo. Sin cuchillo, no hay filo.

—Sin filo, no hay cuchillo.

—Sí...

—Y el filo sigue, el filo nunca muere.

—Pues mira allí esos cuerpos muertos. Aquellos que eran ya no regresarán. Cuando llega la muerte, no regresamos.

Bai pensó en el hombre indio, que yacía tan inmóvil sobre la tierra.

—Lo que pasa es que estás muy turbado —dijo—. Por supuesto que regresamos. Hace apenas unos instantes he estado hablando con Kuo.

Iwa lo miró fijamente.

—Deberías intentar no aferrarte tanto, Bai. Esto es lo que Buda aprendió, aquí mismo. No intentes detener el tiempo. Nadie puede hacerlo.

—El filo permanece. Te lo aseguro, ¡él se puso agresivo conmigo, como siempre!

—Tenemos que tratar de aceptar el cambio. Y el cambio lleva a la muerte.

—Y luego a través de la muerte.

Bai dijo aquello lo más alegremente que pudo, pero su voz era desoladora. Echaba de menos a Kuo.

Iwa pensó en lo que Bai había dicho, con una mirada que parecía decir que él había albergado la esperanza de que un budista en el Árbol Bodhi tal vez hubiera dicho algo más útil. ¿Pero qué se podía decir? El propio Buda lo había dicho: el sufrimiento es real. Hay que enfrentarlo, vivir con él. No hay escapatoria.

Después de un rato, Bai se puso de pie y se acercó a los oficiales para ver qué estaban haciendo. Estaban cantando un sutra, tal vez en sánscrito, pensó Bai, y se unió suavemente con el «Lengyan jing», en chino. Y a medida que avanzó el día muchos budistas de ambos ejércitos se reunieron alrededor de aquel sitio, cientos de ellos, el lodo estaba cubierto de gente, y ofrecieron oraciones en todos los idiomas del budismo, allí de pie sobre la tierra quemada que echaba humo bajo la lluvia hasta donde llegaba la vista, negro grisáceo y plateado. Finalmente quedaron en silencio. Paz en el corazón, compasión, paz. El filo permanecía en ellos.

LIBRO 9 Nsara
1

En las mañanas soleadas, los parques frente al lago se llenaban de familias que salían a pasear. A principios de primavera, antes de que las plantas hubieran hecho algo más que formar los cerrados capullos verdes a punto de florecer en su profusión de colores, los hambrientos cisnes se reunían en las relucientes aguas negras junto al paseo para pelearse por los trozos de pan que les arrojaban los niños. Ésta había sido una de las actividades favoritas de Budur cuando era niña; ver a los cisnes lanzarse y pelearse por aquellos pedazos le había hecho desternillarse de risa; ahora observaba a los niños retorciéndose como ella lo había hecho, con una punzada de dolor por su infancia perdida y porque ahora era consciente de que los cisnes, a pesar de ser hermosos y cómicos, también estaban desesperados y muertos de hambre. Deseó tener la audacia de unirse a los niños y lanzar un mendrugo a las pobres criaturas. Si lo hiciera ahora, parecería rara, como uno de esos deficientes mentales de la escuela que había salido de paseo. Y de todas maneras ya no quedaba mucho pan en la casa.

Los rayos del sol se reflejaban en el agua, y los edificios alineados detrás del paseo brillaban de color limón, melocotón y albaricoque, como si estuvieran iluminados por dentro con alguna luz atrapada en sus piedras. Budur atravesó una vez más la parte vieja de la ciudad camino a casa, a través del granito gris y la madera negra de los vetustos edificios. Turi había comenzado como ciudad romana, una parada en el camino de la ruta principal a través de los Alpes; una vez Padre los había llevado hasta un oscuro desfiladero alpino llamado «El ojo de la cerradura», donde un tramo del camino romano aún estaba allí, zigzagueando a través de la hierba como el lomo de un dragón petrificado, solitario y en busca de pies de soldados y comerciantes. Ahora, después de siglos de oscuridad, Turi era otra vez una parada en el camino, esta vez para los trenes, y la ciudad más grande del centro de Firanja, la capital de los emiratos alpinos unidos.

El centro de la ciudad era bullicioso y estaba lleno de chirridos de tranvías, pero a Budur le gustaba caminar. Ignoraba a Ahab, su acompañante; aunque personalmente le gustaba, un hombre simple con pocas pretensiones, lo que no le gustaba a ella era su trabajo, que incluía acompañarla en sus excursiones. Le rehuía por principio como una afrenta a su dignidad. También sabía que él informaría de su comportamiento a Padre, y cuando él le informara de su negativa a reconocer su presencia, a Padre le llegaría otra pequeña protesta más del harén, aunque fuera sólo indirectamente.

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