Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
—¡Si tan sólo pudiera caminar otra vez al amanecer por las calles desiertas de la ciudad! Calles azules, luego rosadas; negar eso a un ser humano es absurdo. Negarle el mundo, a sabiendas de lo que eso significa, ¡es arcaico! Es inaceptable.
Pero no dejaba el harén. Budur no terminaba de entender el porqué. Seguramente tía Idelba era capaz de bajar la colina y llegar a la estación del ferrocarril y coger un tren hasta Nsara y encontrar alojamiento —en algún sitio— y conseguir un trabajo para mantenerse, de alguna manera. Y si ella no lo hacía, ¿entonces quién lo haría? ¿Qué mujer podría hacerlo? Ninguna de buena reputación; desde luego no, si Idelba no podía. La única vez que Budur se atrevió a preguntarle acerca de eso, Idelba se limitó a negar con la cabeza bruscamente.
—También hay otras razones. Pero no puedo hablar de eso.
Entonces, había algo que asustaba un poco a Budur de la presencia de Idelba en su casa, era un recordatorio diario de que la vida de una mujer podía estallar como un avión en el cielo y desaparecer. Cuanto más duraba aquello, más inquietante le resultaba a Budur, notó que Idelba también estaba cada vez más inquieta, deambulando de habitación en habitación leyendo y musitando, o trabajando en sus papeles con una gran calculadora matemática, una red de cuerdas que sostenían cuentas de diferentes colores. Escribía durante horas en su pizarra, y la tiza chirriaba y chasqueaba y a veces se partía entre sus dedos. Hablaba por teléfono abajo en el patio, sonando a veces disgustada, otras satisfecha; dudando, o entusiasmada, y todo rondaba alrededor de números, letras, el valor de esto y de aquello, fuerzas y debilidades, poderes de cosas microscópicas que nunca vería nadie. Una vez le dijo a Budur, mirando fijamente sus ecuaciones:
—Sabes, Budur, hay una gran cantidad de energía encerrada en las cosas. El Chandaala de Travancore fue el pensador más profundo que hayamos tenido nunca en esta Tierra; puede decirse que la Larga Guerra fue una catástrofe sólo debido a su muerte. Pero nos dejó mucho, y la equivalencia energía-masa; mira: una masa, que es simplemente la medida de un peso determinado, la multiplicas por la velocidad de la luz, y elevas el resultado al cuadrado; lo multiplicas por medio millón de lis por segundo, ¡piensa en eso!, luego elevas el resultado de eso al cuadrado, y entonces, ves, resultan números enormes, hasta para una pequeña pizca de materia. Ésa es la energía qi encerrada en ella. Un pelo tuyo tiene más energía dentro que la que mueve a una locomotora.
—No me extraña que me cueste tanto peinarme —dijo Budur con inquietud; Idelba se rió.
»¿Pero hay algo que está mal? —preguntó Budur.
Al principio Idelba no respondió. Estaba pensando, perdida en su mundo de cavilaciones. Luego miró fijamente a Budur.
—Algo está mal si lo hacemos mal. Como siempre. Nada en la naturaleza está mal en sí mismo.
Budur no estaba tan segura de eso. La naturaleza hacía a los hombres y a las mujeres, la naturaleza hacía la carne y la sangre, los corazones, las reglas, los sentimientos desagradables..., a veces todo le parecía mal a Budur, como si la felicidad fuera un trozo de pan duro y todos los cisnes de su corazón estuvieran peleándose por él muertos de hambre.
El techo de la casa estaba prohibido para las mujeres; aquél era un sitio donde podían ser observadas desde las terrazas más altas en la colina oriental de Turi. Sin embargo, los hombres nunca la utilizaban, y era el lugar perfecto para colocarse más arriba de las copas de los árboles de la calle y disfrutar la vista de los Alpes al sur del lago Turi. Así que, cuando se iban todos los hombres y Ahmet dormía en su silla junto al portal, tía Idelba y la prima Yasmina solían utilizar los postes donde se secaba la ropa como si fueran las patas de una escalera, amarrándolos juntos, de manera que pudieran subir con mucho tiento aquella improvisada escalera, con las niñas abajo e Idelba arriba sosteniendo los postes. Aprovechando la oscuridad, subían todas hasta el tejado, bajo las estrellas, en el viento, susurrando para que Ahmet no las oyera, susurrando por no gritar con todas sus fuerzas. Los Alpes se erguían allí a la luz de la luna llena como una figura de cartón en la parte trasera de un escenario de marionetas, perfectamente verticales, la imagen exacta de unas montañas. Yasmina subía sus velas y sus polvos para decir los hechizos mágicos que volverían locos a sus admiradores, como si no lo estuvieran ya. Pero Yasmina tenía un deseo insaciable por la atención de los hombres, agudizado sin duda por las prohibiciones del harén. El incienso de Travancore solía arremolinarse en la noche junto con el sándalo, el almizcle, el azafrán, el nagi; con aquellos aromas exóticos llenándole la cabeza, a Budur le parecía estar en otro mundo, un mundo más grande, más misteriosamente profundo: las cosas se llenaban de significados, como si fueran un líquido, hasta los límites de la tensión superficial, todo se convertía en un símbolo de sí mismo, la luna el símbolo de la luna, el cielo el símbolo del cielo, las montañas el símbolo de las montañas, todo bañado por un oscuro mar azul de nostalgia. Nostalgia, la mismísima esencia de la nostalgia, dolorosa y hermosa, más grande que el propio mundo.
Pero una vez llegó la luna llena e Idelba no organizó la expedición al tejado. Aquel mes había pasado muchas horas al teléfono, y después de cada conversación había quedado extrañamente apagada. No había contado a las niñas el contenido de aquellas llamadas ni había dicho con quién había estado hablando, aunque por la manera de hablar Budur supuso que se trataba de su sobrino, como siempre. Pero en ningún momento se habló de ello.
Tal vez fue aquello lo que puso a Budur tan susceptible y recelosa de algún cambio. En la noche de luna llena, apenas durmió y se despertó cada poco rato para ver las sombras que se movían en el suelo, despertando de sueños de vuelos ansiosos a través de las callejuelas de la ciudad antigua, escapando de algo que iba detrás de ella y que nunca lograba ver bien. Cerca del amanecer se despertó con un ruido que venía de la terraza; miró por la pequeña ventana y vio a Idelba que bajaba los postes de la ropa de la terraza por el hueco de la escalera.
Budur salió rápidamente al pasillo y bajó hasta la ventana del estudio que daba al patio delantero. Idelba estaba montando la escalera contra el muro de la casa, justo en la esquina, cerca del portal cerrado de Ahmet. Llegaría a la cima del muro junto a un gran olmo que se erguía en la callejuela que pasaba entre los muros de su casa y la de al-Din, que era de Neshapur.
Sin dudar ni un instante, sin pensarlo, Budur regresó corriendo a su habitación y se vistió rápidamente, luego bajó corriendo las escaleras y volvió a salir al patio, hasta la esquina de la casa, echando un vistazo a la otra esquina para asegurarse de que Idelba se había ido.
Así era. El camino estaba despejado; Budur podría seguir sin ningún impedimento.
Esta vez sí que dudó; sería difícil describir sus pensamientos en aquel momento crucial de su vida. Su mente no estaba ocupada con ningún hilo de pensamiento en particular, sino más bien con una especie de balance de toda su existencia: el harén, los humores de su madre, la indiferencia de su padre para con ella, el rostro simple de Ahab siempre detrás de ella como una animosidad idiota, los llantos de Yasmina; todo Turi de golpe, sosteniéndose en equilibrio sobre las dos colinas a ambos lados del río Limat, y en su cabeza; más allá de todo aquello, inmensas masas turbias de sentimiento, como las nubes que se ven hervir sobre los Alpes. Todo dentro de su pecho; y fuera de ella una sensación como si cientos de ojos estuvieran enfocados sobre ella, el público fantasmal de su vida, tal vez, presentes allí afuera siempre aunque los viera o no, como las estrellas. Algo así. Siempre es así en el momento del cambio, cuando nos elevamos y salimos de lo cotidiano y nos deshacemos de las anteojeras de la costumbre, y nos plantamos desnudos frente a la existencia, frente al momento de la elección, enorme, oscuro, ventoso. El mundo es inmenso en estos momentos, inmenso. Demasiado grande para soportarlo. A la vista de todos los fantasmas del mundo. El centro del universo.
Avanzó tambaleándose. Corrió hasta la escalera, subió rápidamente; no era diferente de cuando estaba colocada arriba entre la terraza y el techo. Las ramas del olmo eran grandes y sólidas, fue fácil bajar por ellas lo suficiente para hacer un salto final hasta el suelo, un salto que la sacudió hasta despertarla del todo; después, se puso de pie con tanta facilidad que cualquiera hubiera pensado que todo estaba planeado desde el principio.
Fue de puntillas hasta la calle y miró hacia la parada del tranvía. Ahora el corazón le latía con fuerza y sentía calor a pesar del aire frío. Podía coger el tranvía o caminar recto bajando por las estrechas calles, tan empinadas que en varios lugares tenían escalones. Estaba segura de que Idelba había salido rumbo a la estación del ferrocarril, y si estaba equivocada, abandonaría la persecución.
Aunque llevara un velo era demasiado temprano para que una niña de buena familia estuviera sola en el tranvía; de hecho, siempre era demasiado temprano para que una muchacha respetable estuviera afuera sola. Así que se apresuró a subir la primera callejuela de escalones, y comenzó a bajar corriendo deprisa por el camino, atravesando patios, el parque, callejuelas, la escalera de las rosas, el túnel formado por los arces japoneses, bajando y bajando por el ya familiar camino hasta la ciudad antigua y por el puente que cruzaba el río hasta la estación del ferrocarril. Atravesó el puente, desde donde miró río arriba el trozo de cielo que se veía entre las viejas construcciones de piedra, su azul arqueado sobre el borde rosado del pequeño trozo visible de montañas, un bordado que caía sobre el lejano extremo del lago.
Ya no se sentía tan resuelta cuando vio a Idelba en la estación, leyendo el horario de los trenes. Budur se escondió detrás de un poste de alumbrado, corrió alrededor del edificio, entró por la puerta del otro lado y también ella leyó los horarios. El primer tren para Nsara estaba en el andén 16, en el otro extremo de la estación, y saldría a las 5 en punto, para lo cual no debía de faltar mucho tiempo. Comprobó el reloj que colgaba sobre la hilera de trenes; quedaban cinco minutos. Se deslizó rápidamente dentro del último coche del tren.
El tren se sacudió levemente y partió. Budur lo recorrió, vagón tras vagón, cogiéndose a los respaldos de los asientos, el corazón le golpeaba el pecho cada vez con más fuerza. ¿Qué le diría a Idelba? ¿Y qué pasaría si Idelba no estaba en el tren y Budur iba sola a Nsara, sin dinero alguno?
Pero allí estaba sentada Idelba, encorvada, mirando por la ventanilla. Budur se armó de valor y abrió la puerta del compartimiento y comenzó a llorar; se lanzó sobre ella:
—Lo siento, tía Idelba, no sabía que llegarías tan lejos, sólo te seguí para hacerte compañía, espero que tengas dinero para pagar mi billete.
—¡En el nombre de Alá! —Idelba estaba escandalizada, después se puso furiosa; sobre todo consigo misma, juzgó Budur a través de sus lágrimas, aunque durante un rato se descargó con ella, diciendo—: ¡Lo que yo hago es algo importante, no una travesura de niña! Dime, ¿y ahora qué sucederá? ¿Qué sucederá? ¡Debería enviarte de vuelta con el próximo tren!
Budur sólo meneó la cabeza y lloró un poco más.
El tren traqueteaba rápidamente sobre las vías, atravesando un campo que era más bien soso; colina y granja, colina y granja, bosques llanos y pasturas, todo chasqueando a una velocidad tremenda; mirar por la ventanilla casi la ponía enferma, a pesar de que había viajado en tren toda la vida y ya había mirado antes por la ventanilla sin ningún problema.
Al final de un largo día, el tren entró en las sombrías afueras de una ciudad, como Riobajo, sólo que más grande, li tras li de bloques de apartamentos y casas adosadas, zocos llenos de gente, mezquitas de barrio y edificios más grandes de diferentes tipos; después edificios realmente grandes, todo un nudo de ellos flanqueando el río cubierto de puentes, justo antes de abrirse al estuario, un puerto gigantesco, protegido por un rompeolas tan ancho que sobre él había una calle con tiendas en ambos lados.
El tren las llevó directamente al corazón de aquel barrio de altos edificios, hasta una estación mugrienta y con techo de cristal; al salir, se encontraron con una calle ancha que tenía una hilera de árboles, una calle partida en dos dividida por grandes robles plantados en hilera que bajaban hasta una isla central. Estaban a unas pocas calles de los muelles y el rompeolas. Olía a pescado.
El amplio paseo marítimo estaba bordeado por una hilera de árboles de hojas rojas. Idelba caminaba rápidamente por aquella carretera junto al acantilado, como la de Turi junto al lago, sólo que mucho más grande, hasta que dobló por una estrecha calle flanqueada de bloques de tres pisos de apartamentos, los bajos ocupados por restaurantes y tiendas. Entraron a un edificio y subieron una escalera, luego llegaron a un vestíbulo con tres puertas. Idelba tocó el timbre en la puerta del medio, la puerta se abrió y fueron recibidas en un apartamento que parecía un antiguo palacio a punto de desmoronarse.
No era un antiguo palacio, sino un viejo museo. Ninguna de sus habitaciones era muy grande ni impresionante, pero había muchas de ellas. Falsos techos, cielos rasos abiertos y bruscos cortes en la pintura de los muros y en los revestimientos dejaban claro que las habitaciones más grandes habían sido divididas y sub-divididas. Muchas de las habitaciones tenían poco más que una cama o un catre, y la enorme cocina estaba llena de mujeres preparando una comida o esperando para comerla. Eran mujeres delgadas, en su mayoría. Se oían muchas voces y el ruido de ventiladores de cocina.
—¿Qué es esto? —preguntó Budur a Idelba gritando por el barullo.
—Esto es una zawiyya. Una especie de casa de huéspedes para mujeres. —Luego, con una sombría sonrisa—: Un antiharén.
Le explicó que estas casas habían sido tradicionales en el Magreb, y que ahora se habían extendido por toda Firanja. La guerra había dejado a muchas más mujeres sobrevivientes que a hombres, a pesar de la devastación indiscriminada de las dos últimas décadas del conflicto bélico, en las que habían muerto más civiles que soldados y las brigadas de mujeres se habían convertido en algo común en ambos lados. Turi y los otros emiratos alpinos habían mantenido a más hombres en casa que la mayoría de los demás países, poniéndolos a trabajar en los arsenales, eso era lo que Budur había oído acerca del problema de la despoblación, pero nunca lo había visto. En cuanto a las zawiyyas, Idelba decía que teóricamente todavía eran ilegales, de la misma manera que las leyes contra el derecho de propiedad de las mujeres nunca habían sido modificadas; pero la propiedad nominal masculina y otras artimañas legales eran utilizadas para legitimar a muchas de ellas, cientos de esas instituciones.