Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Budur se sintió confundida.
—¿Pero qué hay de las partes del Corán que nos dicen que Mahoma es el último profeta y que las reglas del Corán deberían mantenerse siempre vigentes?
Kirana sacudió la cabeza con impaciencia.
—Éste es otro caso de tomar una excepción como regla general, una táctica fundamentalista muy común. De hecho, hay algunas verdades en el Corán que Mahoma declaró eternas, realidades existenciales tales como la igualdad fundamental de todas las personas; ¿cómo podría eso cambiar alguna vez? Pero las preocupaciones más mundanas del Corán, las que tienen que ver con la construcción de un Estado árabe, cambiaron con las circunstancias, incluso dentro del mismísimo Corán, igual que sus variables declaraciones contra el alcohol. Es lo que sucede con el principio del naskh, en el que instrucciones coránicas posteriores reemplazaron a otras anteriores. Y en sus últimas declaraciones, Mahoma dejó muy claro que él quería que respondiéramos a situaciones cambiantes y que mejoráramos el islamismo: que ideáramos soluciones morales que tanto se ajustaran al marco básico como que respondieran a las nuevas realidades.
—Me pregunto si alguno de los siete amanuenses de Mahoma pudo haber introducido alguna idea suya en el Corán —dijo Naser.
Kirana meneó la cabeza una vez más.
—Recuerda la manera en que fue compilado el Corán. El mushaf, el documento físico final, fue el resultado de la acción de Osmán de reunir a todos los testigos sobrevivientes del dictado de Mahoma —sus amanuenses, esposas y compañeros— quienes, juntos, acordaron una única versión correcta del libro sagrado. Ninguna interpolación personal pudo haber sobrevivido a ese proceso. No, el Corán es una voz única, la voz de Mahoma, la voz de Alá. ¡Y es un mensaje de inmensa libertad y justicia en esta Tierra! Es la hadith la que contiene los mensajes falsos, la reimposición de la jerarquía y el patriarcado, los casos excepcionales tergiversados hasta convertirse en reglas generales. Es la hadith la que abandona la jihad principal, la lucha contra las propias tentaciones, por la jihad menor, la defensa del islam contra el ataque exterior. No. Así, los soberanos y los clérigos han distorsionado el Corán en función de sus propios propósitos. Esto ha acontecido en todas las religiones, por supuesto. Es inevitable. Toda cosa divina debe llegar a nosotros envuelta en ropas terrenales, y de esta manera nos llega cambiada. Lo divino es como la lluvia que golpea la tierra; por lo tanto todos nuestros esfuerzos de devoción son cenagosos, todos excepto esos escasos instantes de total inundación, los momentos descritos por los místicos, cuando no somos nada más que lluvia. Pero esos momentos siempre son breves, como los propios sufies admiten. Así que deberíamos dejar que se rompiera el cáliz ocasional, si fuera necesario, para llegar a la verdad del agua que hay dentro.
—¿Entonces, cómo podemos ser musulmanes modernos? —preguntó Budur, animada.
—No podemos —dijo la mujer más anciana, sin dejar de hacer punto —. Es un antiguo culto del desierto que ha llevado a la ruina a innumerables generaciones, incluyendo la mía y la tuya, me temo. Es hora de admitir esto y seguir adelante.
—¿Y hacia dónde?
—¡Hacia lo que venga! —gritó la anciana—. Hacia vuestra ciencia, ¡hacia la mismísima realidad! ¿Por qué preocuparse por alguna de esas antiguas creencias? No son más que una cuestión de los fuertes que dominan a los débiles, de los hombres que dominan a las mujeres. ¡Pero son las mujeres las que dan a luz a los niños y los crían y cultivan el campo y lo cosechan y cocinan la comida y cuidan el hogar y se ocupan de los ancianos! ¡Son las mujeres las que hacen el mundo! Los hombres hacen sus guerras y tratan a los demás despóticamente con sus leyes, sus religiones y sus armas. ¡Matones y gángsters, eso es la historia! ¡No veo por qué deberíamos tratar de complacer en absoluto nada de eso!
Hubo un silencio en la clase y la anciana retomó su trabajo como si estuviera apuñalando a cada rey y cada clérigo que haya vivido en esta Tierra. De repente oyeron la lluvia que caía detrás de los cristales, las voces de algunos estudiantes en el patio, las agujas de la anciana chasqueando en plan asesino.
—Pero si tomamos ese camino —dijo Naser—, los únicos que han ganado de verdad son los chinos.
Más silencio.
—Ganaron por una razón —dijo por fin la anciana—. No tienen dios y veneran a sus ancestros y a sus descendientes. Su humanismo les ha permitido la ciencia, el progreso: todo lo que a nosotros se nos ha negado.
Un silencio aún más profundo, tanto que podían oír la sirena de niebla que sonaba afuera, mugiendo en la lluvia.
—Tú hablas sólo de sus clases altas. Pero a sus mujeres les vendaban los pies hasta convertirlos en pequeñas protuberancias, para inmovilizarlas, para cortarles las alas como a los pájaros. Eso también es chino. Son cabrones duros, créeme lo que te digo. Yo lo vi en la guerra. No quiero contarte lo que vi, pero lo sé, créeme. No tienen sentido alguno de la santidad, por lo tanto, tampoco normas de conducta; nada que les diga que no deben ser crueles, por lo tanto, son crueles. Espantosamente crueles. No piensan que la gente fuera de China sea realmente humana. Únicamente los han son humanos. El resto, somos hui-hui, como perros. Son arrogantes, crueles más allá de las palabras; a mí no me parece que imitar sus hábitos pueda ser algo bueno, pero no me parece bien que ganen la guerra así tan completamente.
—Pero nosotros fuimos tan malos como ellos —dijo Kirana.
—Sí, excepto cuando nos comportamos como verdaderos musulmanes. Pienso que lo que podría ser un buen proyecto para una clase de historia sería concentrarse en lo mejor del islam, lo que ha perdurado a través de la historia, y ver si ahora eso puede guiarnos. Cada sura del Corán nos lo recuerda con sus palabras iniciales: «Bismala, en el nombre de Dios, el Misericordioso, el Compasivo. Misericordia, compasión»; ¿cómo expresamos eso? Éstas son ideas que los chinos no tienen. Los budistas trataron de introducirlas allí y fueron tratados como mendigos y ladrones. Pero son ideas cruciales y son las piezas clave del islamismo. La nuestra es una visión de toda la gente como una única familia, bajo el dominio de la misericordia y de la compasión. Esto fue lo que condujo a Mahoma, impulsado por Alá o por su propio sentido de la justicia, el Alá que está dentro de nosotros. ¡Para mí, esto es el islamismo! Por eso luché en la guerra. Éstas son las cualidades que tenemos para ofrecer al mundo y que los chinos no tienen. Amor, sencillamente, amor.
—Pero si no vivimos de acuerdo a esas cosas...
—¡No! —dijo Naser—. No nos pegues con ese palo. Yo no veo a nadie en esta Tierra que viva de acuerdo con sus creencias. Esto debe ser lo mismo que veía Mahoma cuando miraba a su alrededor. Salvajismo por todas partes, hombres como bestias. Entonces cada sura empezó con una petición de misericordia.
—Hablas como un budista —dijo alguien.
El viejo soldado estaba dispuesto a admitirlo.
—Misericordia. Para el budista, ¿no es ése el principio rector de la acción? Me gusta lo que ellos hacen en este mundo. Tienen un efecto positivo sobre nosotros. Tuvieron un efecto positivo sobre los japoneses, y sobre los hodenosauníes. He leído libros que dicen que todo nuestro progreso en el campo de la ciencia viene de la diáspora japonesa, como la última y más poderosa diáspora budista. Retomaron las ideas de los antiguos griegos y de la gente de Samarcanda.
—Tal vez tengamos que encontrar las partes más budistas del islamismo. Y cultivarlas —dijo Kirana.
—¡Yo digo que abandonemos todo pasado! —rugió la anciana amenazando con una aguja.
—Entonces podría llegar a surgir un nuevo salvajismo científico — dijo Naser negando con la cabeza—. Como durante la guerra. Tenemos que retener los valores morales que parecen buenos, los que promueven la misericordia. Tenemos que utilizar lo mejor del antiguo camino para crear uno nuevo, uno mejor que el anterior.
—Ésa me parece una buena política —dijo Kirana—. Y después de todo, eso es lo que Mahoma nos recomendaba.
Así, el amargo escepticismo de la anciana, la terca esperanza del viejo soldado, las insistentes preguntas de Kirana, preguntas que nunca tenían la respuesta que ella esperaba pero que eran forjadas como resultado del juego de las ideas, poniéndolas a prueba en contraste con su percepción de las cosas, y en contraste con treinta años de lectura insaciable y la sórdida vida detrás de los muelles de Nsara. Budur, envolviéndose con su impermeable de hule y encorvándose al atravesar la llovizna hasta llegar a la zawiyya, sentía las fuerzas invisibles que brotaban a su alrededor: la rápida y fervorosa desaprobación de los jóvenes mutilados que pasaban por la calle, las nubes cada vez más bajas, los mundos secretos envueltos dentro de los materiales con que tía Idelba trabajaba en el laboratorio. Su trabajo de cada noche, de barrer y reponer cosas en el lugar vacío, era... sugestivo. Había cosas mucho más grandes en la destilación final de todo ese trabajo, en las fórmulas garabateadas en las pizarras. Había años de trabajo matemático detrás de los experimentos de los físicos, siglos de trabajo que ahora se realizaban en exploraciones materiales que podrían traer nuevos mundos. Budur sentía que no podría aprender nunca las matemáticas que aquel trabajo conllevaba, pero los laboratorios tenían que avanzar para que todo progresara, y comenzó a meterse en la tarea de ordenar las provisiones, manteniendo la cocina y el comedor en funcionamiento, pagando las cuentas (la cuenta de qi era enorme).
Mientras tanto, las conversaciones entre los científicos seguían, interminables como las charlas de los cafés. Idelba y su sobrino Piali pasaban largas sesiones frente a la pizarra atropellándose con sus ideas y proponiendo soluciones para sus misteriosos misterios, absortos, contentos, a menudo también preocupados, una nota de enfado en la voz de Idelba, como si de alguna manera las ecuaciones estuvieran revelando noticias que no le gustaban mucho o que no podía acabar de creer. Otra vez pasaba mucho tiempo al teléfono, ahora con el que había en su pequeño armario de la zawiyya, y muchas veces desaparecía sin decir dónde había estado. Budur no podía asegurar que todos aquellos asuntos estuvieran conectados. Había muchas cosas acerca de la vida de Idelba que ella no sabía. Hombres con los que hablaba fuera de la zawiyya, paquetes, llamadas... A juzgar por las líneas verticales grabadas entre sus cejas parecía que tenía muchas cosas entre las manos, que de alguna manera era una existencia complicada.
—¿Qué problema hay con ese estudio que estás haciendo con Piali y los demás? —le preguntó Budur una noche mientras Idelba limpiaba concienzudamente su escritorio.
Ellas serían las últimas en salir; eso hacia que Budur sintiera una sólida satisfacción; la de saber que en Nsara la gente confiaba en ellas. Fue aquello lo que le dio el coraje suficiente para interrogar a su tía.
Idelba dejó de limpiar para mirarla.
—Tenemos algunas razones para estar preocupados, o al menos eso es lo que parece. No debes hablar con nadie acerca de esto. Pero..., bueno..., como te he dicho antes, el mundo está hecho de átomos, cosas diminutas con centros, y alrededor de ellos partículas relámpago que viajan en caparazones concéntricos. Todo esto sucede a una escala tan pequeña que cuesta imaginárselo. Cada mota de polvo que barres está formada por millones de esas cosas. Hay miles de millones de ellas en la yema de un dedo.
Sacudió las mugrientas manos en el aire.
—Y además, cada átomo almacena mucha energía. En realidad, son como relámpagos atrapados, la energía qi; tienes que imaginarte esa clase de energía abrasadora. Muchos billones de qi en cada pequeña cosa. — Señaló el gran mandala circular pintado en una de las paredes, la mesa de los elementos, las letras y los números árabes cubiertos de puntos adicionales—. Dentro del núcleo de esos átomos hay una fuerza que mantiene junta toda esa energía, como te he dicho, una fuerza muy poderosa a una distancia muy corta, uniendo el poder del relámpago con el núcleo, con tanta fuerza que nunca pueden ser separados. Lo cual es bueno, porque las cantidades de energía contenida son realmente muy grandes. Latimos con ella.
—Eso es lo que se siente —dijo Budur.
—Por supuesto. Pero mira, es muchas veces más de lo que podemos sentir. La fórmula propuesta es, como te he dicho, que la energía es igual a la masa multiplicada por la velocidad de la luz elevada al cuadrado, y la luz es de verdad muy rápida. De manera que si cogemos apenas un poco de materia..., si se liberara algo de la energía que hay en ese poco de materia... —Meneó la cabeza—. Por supuesto que la fuerza es tan poderosa que eso nunca sucederá. Pero seguimos investigando este elemento alactino, al que los físicos de Travancore llaman Mano de Tara. Sospecho que el núcleo del alactino es inestable, y Piali empieza a estar de acuerdo conmigo. Está claro que está muy lleno del jinn, tanto yin como yang, de una manera tal que yo creo que está actuando como un gota de agua que se mantiene unida gracias a la tensión superficial, pero es tan grande que la tensión superficial no hace otra cosa que sostenerla, y se estira como una gota de agua en el aire, deformándose para un lado y para otro, pero siempre unida, excepto algunas veces, cuando se estira demasiado para que se trate de una tensión superficial; en este caso se trata de una fuerza poderosa, y entonces la repulsión natural entre los jinns hace que uno de los centros se parta en dos, convirtiéndose en átomos conductores, pero que también liberan un poco de su poder de unión, en forma de rayos de energía invisible. Eso es lo que vemos en las placas fotográficas con las que tú nos ayudas. Es bastante energía, y no se trata más que de un solo centro que se rompe. Lo que nos estamos preguntando —lo que nos hemos visto obligados a considerar, dada la naturaleza del fenómeno— es, si juntamos una cantidad suficiente de estos átomos, y rompemos aunque sea un solo centro, ¿el qi liberado rompería a otros muchos más al mismo tiempo, cada vez más y más, a la velocidad de la luz, en un espacio así de grande? —dijo separando las manos—. Si acaso no se produciría una breve reacción en cadena —dijo.
—Es decir...
—¡Es decir que se produciría una explosión enorme!
Durante un buen rato, Idelba se quedó con la mirada perdida en un espacio de puras matemáticas, según parecía.
—No cuentes a nadie lo que te he dicho —dijo otra vez.
—No lo haré.