Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Budur y Kirana estaban juntas en una recepción al aire libre dada en un patio repleto de gente sobre el río Liwaya. Sus hombros se tocaban apenas, como por casualidad, como si el gentío que rodeaba al rico mecenas de las artes y filósofo Tahar Labid fuera tan grande que tenían que apretarse para atrapar las hermosas perlas que caían de los labios de él; aunque, en realidad, era un terrible y evidente fanfarrón, un hombre que decía tu nombre una y otra vez en una conversación, casi cada vez que te dirigía la palabra, de manera que resultaba muy repelente, como si estuviera tratando de apoderarse de ti, o simplemente de recordar en su solipsismo con quién estaba hablando, sin percibir nunca que eso hacía que la gente quisiera escapar de él a toda costa.
Después de un poco de aquello Kirana se estremeció, por el ensimismamiento de él tal vez, demasiado parecido al de ella como para que se sintiera en absoluto cómoda, y llevó a Budur lejos de allí. Levantó la mano de Budur, con la piel agrietada por sus trabajos de limpieza, y dijo:
—Deberías usar guantes de goma. Pienso que te irían bien en el laboratorio.
—Así es. Los uso. Pero a veces es difícil coger las cosas con ellos.
—Aun así.
Aquella hosca preocupación por la salud de sus manos de parte de la gran intelectual, de la maestra, de repente rodeada de una audiencia propia, preguntándole qué pensaba ella acerca de ciertas feministas chinas... Budur escuchó la respuesta inmediata y pormenorizada acerca de sus orígenes entre las chinas musulmanas, especialmente Kang Tongbi, quien, con el apoyo de su esposo, el erudito sinomusulmán Ibrahim al-Lanzhou, había realizado el fundamento teórico de un feminismo que más tarde había sido elaborado en la mismísima China durante generaciones de mujeres de la última etapa de los Qing —gran parte de su progreso cuestionado por la burocracia imperial, por supuesto— hasta que la Guerra Larga había disuelto todo código previo de conducta en el racionalismo puro de una guerra total, y las brigadas de mujeres y las empleadas de las fábricas habían establecido una posición en el mundo que ya nunca podría retroceder, sin importar todos los intentos de los burócratas chinos. Kirana podía enumerar de memoria la lista de demandas en tiempos de guerra hecha por el Consejo de Mujeres Chinas Trabajadoras Industriales, y ahora hacía precisamente eso:
—Igualdad de derechos para hombres y mujeres, extensión de la educación para las mujeres y construcción de las instalaciones necesarias para ese fin, mejora de la posición de la mujer en el hogar, monogamia, libertad de matrimonio, fomento de carreras, prohibición del concubinato, de la compra y venta de mujeres y de la mutilación física, mejor posición política, reforma de la prostitución.
Aquélla era una canción con un sonido muy extraño, o un canto, o una oración.
—Pero ya ves, las feministas chinas aseguraban que las mujeres lo tenían mejor en Yingzhou y en Travancore, y en Travancore las feministas aseguraban haberlo aprendido de las sijs, quienes lo habían aprendido del Corán. Y aquí nos referimos a las chinas. Así que, ya ves, ha sido una cuestión de llegar nosotras mismas sin ayuda ajena, cada una imaginando que es mejor en otro país y que debemos luchar para igualar a las demás...
Y siguió hablando, tejiendo los tres últimos siglos de la manera más genial, y durante todo aquel rato Budur apretaba sus agrietadas manos blancas, pensando. Te desea, quiere que tus manos estén sanas porque si se sale con la suya, ellas la acariciarán.
Budur se puso a vagar sola, inquieta, vio a Hasán en otra terraza y se unió al grupo que le rodeaba, entre ellos Naser Shah y la anciana abuela de la clase de Kirana, que parecía desocupada sin sus utensilios de punto en la mano. Resultó ser que ambos eran hermanos y ella la anfitriona de aquella recepción: Zainab Shah, muy seca cuando finalmente se la presentaron a Budur; Hasán era un viejo amigo de la familia. Todos conocían a Kirana desde hacía años, y antes habían asistido a sus clases, según supo Budur por boca de Naser a medida que la conversación giraba alrededor de ellos.
—Lo que me molesta es ver qué repetitivo y estrecho de mente puede ser, qué abogado...
—Por eso trabaja tan bien...
—¿Para quién trabaja? Él era el abogado de los clérigos.
—De cualquier manera, él no es escritor.
—El Corán debería ser dicho y escuchado; en árabe es como música, y él es tan buen poeta. Tendrías que oírlo en la mezquita.
—No pienso ir. Eso es para gente que pretende decir: «Soy mejor que tú, sencillamente porque afirmo mi creencia en Alá». Yo rechazo eso. El mundo es mi mezquita.
—La religión es como un castillo de naipes. Un golpecito con el dedo de la realidad y todo se cae.
—Suena ingenioso pero no es cierto, como casi todos tus aforismos.
Budur dejó a Naser y a Hasán, y fue hasta una larga mesa donde había algo para comer y vasos de vino tinto y blanco, escuchando secretamente mientras caminaba, comiendo arenque encurtido sobre una galleta.
—He oído decir que el consejo de ministros ha tenido que rebajarse ante el ejército para mantenerlos apartados de la hacienda pública, así que al final terminamos en lo mismo...
—... el loka es el nombre de cada parte del cerebro que realiza cada proceso mental. Son seis. El nivel de las bestias es el cerebelo, el nivel de los fantasmas hambrientos es el archipiélago límbico, el reino humano está en los lóbulos del habla, el reino de los asuras es la corteza frontal y el reino de los dioses es el puente entre las dos mitades del cerebro, que cuando es activado nos permite vislumbrar atisbos de una realidad superior. Es impresionante, realmente, clasificar cosas que claramente por pura introspección...
—Pero ésos son solamente cinco, ¿qué hay del infierno?
—El infierno son los demás.
—... estoy seguro de que no son tantos.
—Tienen el control de los mares, así que pueden venir cuando quieran, pero nosotros no podemos ir a ellos sin su permiso. Así que...
—Así que deberíamos agradecer la suerte que tenemos. Queremos que los generales se sientan lo más débiles posible.
—Es cierto, pero nada de excesos. Podríamos descubrir que se convierte en un caso de caer de la cafetera al fuego.
—... está bien arraigado el hecho de que una creencia en la reencarnación es algo que flota en todo el mundo, de una cultura a otra, que emigra a las culturas más angustiadas.
—Tal vez emigra con las pocas almas que están realmente transmigrando, ¿has pensado alguna vez en eso?
—... con estudiante tras estudiante, es como una especie de obligación. Un sustituto para los amigos o algo así. Triste realmente, pero los estudiantes son realmente los que sufren, así que es difícil sentir demasiada pena...
—Toda la historia hubiera sido diferente, si sólo...
—¿Sí, sólo si? ¿Sólo qué?
—Si sólo hubiéramos conquistado Yingzhou cuando tuvimos la oportunidad.
—Él es un verdadero artista, no es tan fácil trabajar con las fragancias, cada uno tiene sus propias asociaciones, pero de alguna manera él toca todas las más profundas que tiene cada uno, y puesto que es el sentido que está más ligado a la memoria, él realmente produce un efecto. Ese cambio de vainilla a cordita, a jazmín, ésos son exactamente los aromas dominantes, por supuesto, cada ligera emanación de olor es una mezcla de montones de ellos, pienso, pero qué sucesión, desgarradora os lo aseguro...
Cerca de la mesa de las bebidas un amigo de Hasán, llamado Tristán, tocaba un oud con una extraña afinación, rasgueando acordes sencillos una y otra vez y cantando en una de las viejas lenguas de los francos. Budur bebía sorbos de vino blanco y observaba al músico, intentando escapar de las voces que hablaban a su alrededor y la distraían. La música del hombre era interesante, los tonos parejos de su voz pendían en el aire con tranquilidad. Su bigote negro se arqueaba sobre la boca. Se encontró con la mirada de Budur y sonrió brevemente. La canción llegó a su fin y hubo un repiqueteo de aplausos, algunos se acercaron para hacerle preguntas. Budur se acercó también para escuchar las respuestas. Hasán también se unió a ellos, y entonces Budur se situó a su lado. Tristán se explicaba con frases cortas y entrecortadas, como si fuera tímido. No quería hablar de su música. A Budur le gustaba su aspecto. Según decía, las canciones eran de Francia, de Navarra y de Provenza. De los siglos tres y cuatro. La gente pidió más, pero él se encogió de hombros y guardó el oud en su estuche. No dio explicaciones, pero Budur pensó que la multitud era sencillamente demasiado ruidosa. Tahar se estaba acercando a la mesa de las bebidas, y su grupo venía con él.
—Pero te digo, Vika, lo que sucede es esto...
—... todo se remonta a Samarcanda, cuando todavía había...
—Debió haber sido hermoso y muy duro, debió haber hecho avergonzar a la gente.
—Ése fue el día, el preciso momento en que todo comenzó...
—Tú, Vika, probablemente sufres de sordera intermitente.
—Pero la cosa es que...
Budur se escabulló alejándose del grupo, y más tarde, sintiéndose ya cansada de la fiesta y de sus invitados, se marchó de la misma manera. Leyó los horarios que estaban en la parada del tranvía y se dio cuenta de que faltaba casi media hora para que llegara el próximo, así que comenzó a caminar junto al río. Cuando llegó al centro de la ciudad, estaba disfrutando del hecho de caminar y continuó por el malecón, a través de las pescaderías y contra el viento, donde el malecón se convertía en un camino desierto y asfaltado que se agrietaba sobre enormes trozos de roca que sobresalían del agua brillante de aceite que se metía ruidosamente en los intersticios. Observó las nubes y el cielo y, de repente, se sintió feliz; una emoción como un niño dentro de ella, una felicidad en la que la preocupación era algo vago y distante, apenas la sombra de una nube sobre la oscura superficie azul del mar. ¡Y pensar que toda su vida podría haber pasado sin haber visto nunca el mar!
Idelba se acercó a ella una noche en la zawiyya y le dijo:
—Budur, tienes que acordarte de no contar nunca a nadie lo que te dije acerca del alactino. Sobre lo que puede significar el hecho de partirlo.
—Por supuesto que no. ¿Pero por qué me lo dices ahora?
—Bueno... estamos comenzando a sentir que nos vigilan.
Aparentemente, una parte del gobierno, cierto departamento de seguridad. El asunto es un poco turbio. Pero de cualquier manera, es mejor tener mucho cuidado.
—¿Por qué no vas a la policía?
—Bueno. —Budur se dio cuenta de que la tía había evitado poner los ojos en blanco. Bajó la voz suavemente—: La policía forma parte del ejército. Es así desde la guerra y nunca cambió. Así que... preferimos no llamar la atención con lo que estamos haciendo.
Budur hizo un gesto señalando a su alrededor.
—Sin embargo, aquí seguramente no tenemos nada de que preocuparnos. Ninguna mujer de la zawiyya traicionaría a otra que viva con ella, y menos aún con el ejército.
Idelba la miró fijamente para ver si estaba hablando en serio.
—No seas ingenua —dijo por fin, menos suavemente y, después de darle una palmadita en la rodilla, se puso de pie para ir al baño.
Ésta no fue la única nube que se acercó en aquellos momentos y dejó caer su sombra sobre la felicidad de Budur. Por todo Dar al-Islam, el malestar llenaba los periódicos, y la inflación era algo universal. Los golpes militares en Skandistán, en Moldavia, en al-Alemand y en el Tirol, muy cerca de Turi, alarmaban al resto del mundo de una manera totalmente desproporcionada con su reducido tamaño, como si indicaran un resurgimiento de la agresividad musulmana. Todo el islam era acusado de estar rompiendo los compromisos que se le habían impuesto en la Conferencia de Shanghai después de la guerra, como si el islamismo fuera un bloque monolítico, un concepto ridículo incluso en las profundidades de la propia guerra. Se pedían sanciones y embargos en China, en la India y en Yingzhou. El efecto de la amenaza se sintió inmediatamente en Firanja: el precio del arroz se disparó, luego el de las patatas y el del jarabe de arce y el de los granos de café. Pronto la gente comenzó a acumular comida, empezaban a volver las viejas costumbres de tiempos de guerra, e incluso cuando los precios subían, los productos básicos desaparecían de los estantes de las tiendas de comestibles apenas aparecían. Esto afectaba de igual manera a todo lo demás, tanto a la comida como a otros asuntos. El acaparamiento era un fenómeno muy contagioso, una mala mentalidad, una pérdida de fe en la capacidad del sistema para mantener todo en marcha; y como el sistema se había realmente venido abajo tan desastrosamente al final de la guerra, mucha gente era propensa a acumular al primer atisbo de temor. Cocinar en la zawiyya se convirtió en un ejercicio de ingenio. Con frecuencia, cenaban sopa de patata, condimentada o guarnecida de una u otra forma para que continuara siendo sabrosa, pero a veces tenía que ponérsele mucha agua para que todos los comensales tuvieran su taza de sopa.
La vida en los cafés seguía más alegre que nunca, al menos a primera vista. Tal vez había notas más agudas en las voces de la gente; los ojos brillaban más, las risas eran más estruendosas, las juergas más alcohólicas. El opio, también, se convirtió en un objeto de acumulación. Alguno llegaba con una carretilla de papel moneda, o exhibía cinco mil millones de dracmas romanas, riendo mientras los ofrecía a cambio de una taza de café y le respondían que no. En realidad no era muy gracioso; cada semana las cosas eran notablemente más caras, y no parecía haber nada que pudiera hacerse al respecto. Se reían de su propia impotencia. Budur iba cada vez menos a los cafés, lo cual le ayudaba a gastar menos dinero y a evitar el riesgo de un momento incómodo con Kirana. A veces iba con Piali, el sobrino de Idelba, a otro tipo de cafés, con una clientela más desaliñada; a Piali y a sus socios, entre los cuales a veces estaban Hasán y su amigo Tristán, parecían gustarles los establecimientos más precarios frecuentados por marineros y estibadores. Así que en ese invierno de espesas neblinas que flotaban en las calles como una lluvia libre de gravedad, Budur se sentaba y escuchaba cuentos de Yingzhou y del tempestuoso Atlántico, el más mortal de todos los mares.
—Existimos por tolerancia —dijo Zainab Shah amargamente mientras hacía punto en su café habitual—. Somos como los japoneses después de la conquista china.