Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Madame Sururi volvió a su mirada fija e interrogadora, llana y tranquila.
—Ya te están hablando, ¿no es así? No podemos traerlos aquí delante de todos esta noche. A los espíritus no les gusta estar tan expuestos. Y tenemos invitados que todavía no están acostumbrados. Y yo estoy cansada. Habéis visto lo agotador que es decir en voz alta en este mundo las cosas que se están diciendo en nuestra mente. Retirémonos al salón ahora, y disfrutemos con las ofrendas que habéis traído. Comeremos sabiendo que nuestros seres queridos nos hablan en nuestra mente.
Después de lanzarse algunas miradas, los visitantes del café decidieron marcharse mientras los demás se retiraban al otro salón, antes de cometer el crimen de coger comida ajena sin creer en su religión. Le dejaron algunas monedas a la vidente a modo de ofrenda o de obsequio, quien las aceptó con dignidad, ignorando el tono de la mirada de Kirana, mirándola fijamente sin culpa ni complicidad.
El próximo tranvía no llegaría hasta después de media hora; entonces el grupo regresó caminando por el barrio industrial y bajando junto a la orilla del río, representando de nuevo algunos de los trozos destacados de la entrevista y tambaleándose por la risa. Kirana por su parte no podía dejar de reírse, a carcajadas que se oían desde el otro lado del río:
—¡Mi tercer ojo lo ve todo! ¡Pero ahora mismo no puedo decíroslo! ¡Qué mierda más increíble!
—Ya os he dicho lo que queréis saber con mi voz interior, ¡ahora vamos a comer!
—Algunas de mis discípulas fueron hermanas en vidas pasadas, hermanas cabras en realidad, pero vosotros podéis preguntar todo lo que queráis acerca del pasado, ¡ja ja ja ja ja ja ja ja!
—Bueno, ya está bien —dijo Budur de repente—. Sólo se está ganado la vida. —A Kirana—: Ella dice cosas a la gente y la gente le paga, ¿cuál es la gran diferencia con lo que haces tú? Ella hace que los demás se sientan mejor.
—¿Tú crees?
—Les da algo a cambio de comida. Les dice lo que quieren escuchar. Tú, por tu comida, dices a la gente lo que no quiere oír, ¿acaso eso es mejor?
—Pues sí —dijo Kirana, riendo otra vez—. Es un truco cojonudamente bueno, ahora que lo planteas así. ¡Éste es el trato! —gritó sobre el río para que la oyera el mundo entero—. ¡Yo te diré lo que no quieres oír, tú dame comida!
Hasta Budur tuvo que reír.
Atravesaron cogidas del brazo el último puente, riendo y hablando, luego llegaron al centro de la ciudad, los tranvías chirriaban en sus rieles, la gente corría de un lado para otro. Budur miraba con curiosidad los rostros que pasaban, recordando el semblante cansado de la falsa gurú, formal y duro. Sin duda, Kirana tenía razón al reírse. Todos los antiguos mitos no eran más que historias. La única reencarnación que había era el despertar de cada día. Nadie más era tú, ni siquiera el tú que había existido un año antes, ni el tú que podría existir dentro de diez años, o incluso el día siguiente. Era una cuestión del momento, una inimaginable fracción de segundo, siempre recién desaparecido. La memoria era parcial, una habitación de oropel sombría en un barrio destartalado, iluminado por destellos de relámpagos distantes. Una vez había sido una niña en el harén de un buen comerciante, ¿pero qué importaba eso ahora? Ahora era una mujer libre en Nsara, una mujer que atravesaba la ciudad nocturna con un grupo de intelectuales muertos de risa: eso era todo lo que había ahora. La hizo reír a ella también, un grito de risa doloroso y frenético, lleno de un regocijo parecido a la ferocidad. En realidad, eso era lo que Kirana daba a cambio de su comida.
Tres nuevas mujeres aparecieron en la zawiyya de Budur, mujeres calladas que habían llegado con historias típicas, y que en general no tenían mucho trato con nadie. Comenzaron a trabajar en la cocina, como era la costumbre. Budur se sentía incómoda con las miradas que le lanzaban, y no se miraban entre ellas. Todavía no podía terminar de creer que mujeres jóvenes como aquéllas traicionarían a una mujer joven como ella; dos de las tres en realidad eran muy agradables. Budur era más dura con ellas de lo que en realidad le hubiera gustado ser, sin llegar a ser en realidad hostil, ya que Idelba le había advertido que podía dar lugar a sospechas. Era una delgada línea en un juego que Budur no estaba acostumbrada a jugar —o no del todo—, la situación le recordaba las varias fachadas que había puesto entre ella y su padre y su madre, un recuerdo muy desagradable. Quería ahora que todo fuera nuevo, quería ser ella misma y ser auténtica con todo el mundo, pecho contra pecho como decían los iraníes. Pero parecía que la vida implicaba el hecho de ponerse máscaras durante gran parte del tiempo. Tenía que ser informal en las clases de Kirana e indiferente con Kirana en los cafés, incluso cuando sus piernas se tocaban; además, tenía que ser cortés con las espías.
Mientras tanto, al otro lado de la plaza, en el laboratorio, Idelba y Piali trabajaban duramente, quedándose hasta muy tarde por la noche casi todas las noches; Idelba se fue poniendo cada vez más y más seria al respecto, intentando, pensaba Budur, ocultar sus preocupaciones detrás de un modo poco convincente de restarle importancia al asunto.
—No es más que física —solía decir cuando se le preguntaba algo—. Estamos intentando resolver algo. Ya sabes lo interesante que pueden llegar a ser las teorías, pero no son más que teorías. Nada que ver con los verdaderos problemas. —Parecía que todos se ponían una máscara ante el mundo, hasta Idelba, tan poco hábil para hacer eso, a pesar de que parecía tener una necesidad frecuente de máscaras. Ahora, Budur pudo ver muy claramente que Idelba pensaba que había muchas cosas en juego.
—¿Estáis haciendo una bomba? —preguntó Budur una vez en voz muy baja, una noche mientras estaban cerrando el edificio vacío.
Idelba dudó sólo un instante.
—Posiblemente —susurró, mirando a su alrededor—. La posibilidad está. Asi que, por favor, nunca hables de esto otra vez.
Durante aquellos meses Idelba trabajaba durante interminables horas y, como todos los demás en la zawiyya, comía tan poco que cayó enferma, y tuvo que guardar cama. Esto era muy frustrante para ella, y junto con la desdicha de la enfermedad, luchó para levantarse antes de estar preparada, incluso trató de trabajar en la cama con sus papeles, haciendo ruido con el lápiz y el ábaco logarítmico todo el tiempo que estaba despierta.
Un día, tía Idelba recibió una llamada telefónica mientras Budur estaba allí, y se arrastró por el corredor para cogerla, envolviéndose con su bata de noche. Cuando colgó el teléfono, se apresuró hasta la cocina y le pidió a Budur que se reuniera con ella en la habitación.
Budur la siguió, sorprendida de verla moviéndose con tanta prisa. En su habitación Idelba cerró la puerta y comenzó a meter unos papeles y cuadernos en una bolsa de tela para libros.
—Esconde esto, por favor —dijo con urgencia—. Aunque no creo que puedas irte; te detendrán y te registrarán. Tienes que hacerlo en algún lugar de la zawiyya que no sea tu habitación ni la mía, registrarán las dos. Pueden registrarlo todo, no estoy segura de qué sitio te podría sugerir. — Hablaba en voz baja pero el tono era frenético; Budur nunca la había oído hablar así.
—¿Quiénes?
—No importa, ¡apresúrate! Es la policía. Están en camino, vamos.
El timbre de la puerta sonó y volvió a sonar.
—No te preocupes —dijo Budur, y se apresuró por el corredor hasta su habitación.
Miró a su alrededor, buscarían en la habitación, quizás en toda la casa, y la bolsa de papeles era grande. Miró a su alrededor, dibujando la zawiyya en su mente, preguntándose si a Idelba le importaría si de alguna manera ella se las arreglaba para destruir el contenido de la bolsa (no era que tuviera ningún método en mente, pero no estaba segura de la importancia de los papeles), pero probablemente podían ser rotos y arrojados a algún retrete.
Había gente en el corredor, voces de mujeres. Aparentemente, la gente que había entrado eran oficiales de la policía femenina, por lo que no estaban rompiendo la regla de la casa que prohibía la entrada a hombres. Una señal tal vez; pero desde la calle llegaban voces de hombres, discutiendo con las ancianas de la zawiyya; las mujeres estaban en el corredor; llamaron con fuerza a su puerta, habían venido primero a su habitación, sin duda al mismo tiempo que a la de Idelba. Se colgó la bolsa del hombro, trepó a su cama, luego al cabezal de hierro, y se acercó a la pared y levantó uno de los paneles del falso techo, y con un empujón trepó como con un paso de baile, la rodilla apoyada en el encuentro de las dos paredes, se metió en la polvorienta parte superior del techo, que medía unos setenta centímetros de ancho. Se sentó allí y volvió a colocar el panel en su lugar, muy silenciosamente.
El viejo museo tenía techos muy altos, con algunas claraboyas de cristal que ahora estaban completamente opacas por el polvo. En medio de aquella oscuridad podía ver los cielos rasos de varias hileras de habitaciones y los vestíbulos y las paredes verdaderas, lejos en todas las direcciones. No era un buen lugar para esconderse, sólo bastaría con que se les ocurriera mirar ahí arriba desde cualquier sitio.
Debía buscar un escondrijo mejor. Se apoyó sobre las manos y las rodillas, se colocó la bolsa sobre la espalda y comenzó a gatear sobre las polvorientas vigas, buscando un agujero mientras se mantenía bien alejada de los vestíbulos, donde una simple mirada hacia arriba podía descubrirla. Desde aquí, toda la disposición de la casa parecía destartalada, pergeñada de cualquier manera y apresuradamente; y no tardó en encontrar un sitio en el que se encontraban tres paredes y una viga había sido cortada. No era lo suficientemente grande para meter la bolsa entera, pero podía meter los papeles, y lo hizo con mucha rapidez, hasta que la bolsa quedó vacía; también metió la bolsa. No era un sitio perfecto si querían ser exhaustivos, pero era lo mejor que se le había ocurrido, y estaba bastante conforme con ello, a decir verdad; pero si la encontraban allí arriba entre las vigas, todo estaría perdido. Siguió gateando lo más silenciosamente posible, oyendo voces que provenían del lado de su habitación. Solamente tendrían que ponerse de pie sobre el cabecero de su cama y empujar un panel para echar un vistazo y verla. En el lejano cuarto de baño no parecía que hubiera alguien adentro, así que gateó en esa dirección, lastimándose la piel de una rodilla con la cabeza de un clavo; levantó un panel un par de centímetros y miró con atención hacia el interior del baño —vacío—, lo puso a un lado, se colgó de la viga, saltó, golpeó con fuerza el suelo embaldosado. La pared se manchó de polvo y de sangre; tenía las rodillas y los pies mugrientos, y las palmas de las manos lo marcaban todo como la mano de Caín. Se limpió en un lavabo, se quitó precipitadamente la chilaba y la puso con la colada, sacó toallas limpias del armario y mojó una para limpiar la pared. El panel del techo todavía estaba desplazado a un lado, y no había una silla en el cuarto de baño; no podía subir para volver a ponerlo en su lugar. Echó un vistazo por el corredor —había voces que discutían acaloradamente, la de Idelba entre ellas, protestando, nadie a la vista— atravesó el corredor a toda prisa hasta llegar a una habitación y cogió una silla y corrió nuevamente al cuarto de baño y puso la silla contra la pared, se subió a ella, colocándose cuidadosamente sobre el respaldo, estiró la mano y de un tirón colocó el panel nuevamente en su sitio, aplastándose los dedos entre dos paneles. Los sacó de un tirón, colocó bien el panel, bajó otra vez, y la silla resbaló en el suelo embaldosado. El estruendo fue tremendo, pero se puso de pie y echó un vistazo afuera, seguían discutiendo, se acercaban; volvió a poner la silla en su lugar, regresó al cuarto de baño, se metió en una ducha y se enjabonó las piernas, y sintió un intenso escozor en la herida. Se enjabonaba y se enjabonaba, escuchaba voces afuera del cuarto de baño. Se enjuagó el jabón lo más rápido que pudo, y ya estaba seca y envuelta en una gran toalla cuando las mujeres entraron en el cuarto, incluyendo a dos con uniforme militar, que se parecían a los soldados como los que Budur había visto hacía mucho tiempo, en la estación del ferrocarril en Turi. Puso la cara más asustada que pudo y apretó la toalla con fuerza.
—¿Eres Budur Radwan? —preguntó una de las policías.
—¡Sí! ¿Qué queréis?
—¡Queremos hablar contigo! ¿Dónde has estado?
—¿Que dónde he estado? ¡Podéis ver bien dónde he estado! ¿Qué sucede, por qué me buscáis? ¿Por qué han entrado?
—Queremos hablar contigo.
—Pues bien, dejad que vaya a vestirme y hablaré con vosotras. No he hecho nada malo, supongo, ¿no? E imagino que puedo vestirme antes de hablar con las mujeres que protegen a mi país, ¿no?
—Esto es Nsara —dijo una de ellas—. Tú eres de Turi, ¿verdad?
—Es cierto, pero aquí todas somos firanjis, todas somos buenas mujeres musulmanas en una zawiyya, a menos que esté equivocada.
—Vamos, vístete —dijo la otra—. Tenemos que hacerte algunas preguntas sobre ciertos asuntos, amenazas a la seguridad que pueden tener que ver con este sitio. Así que vamos. ¿Dónde está tu ropa?
—¡En mi habitación, por supuesto!
Y Budur pasó como un rayo junto a ellas para ir a su habitación, pensando en qué chilaba sería la mejor para ocultar sus rodillas y cualquier resto de sangre en las piernas. Su sangre estaba caliente, pero su respiración era tranquila; se sentía fuerte y había una furia que crecía dentro de ella, grande como una roca del rompeolas, que la mantenía firme desde el interior.
A pesar de que realizaron una búsqueda bastante exhaustiva, no encontraron los papeles de Idelba, ni consiguieron nada más que perplejidad e indignación como respuesta a sus interrogatorios. La zawiyya presentó una queja contra la policía ante los tribunales, por invasión de la intimidad sin adecuada autorización, y sólo la invocación de las leyes de secretos en tiempos de guerra evitó que aquello se convirtiera en un escándalo en los periódicos. Los tribunales de justicia respaldaron la búsqueda pero también el futuro derecho de privacidad de la zawiyya, y después de eso todo volvió a la normalidad, más o menos; Idelba nunca volvió a hablar de su trabajo, ya no trabajaba en algunos de los laboratorios en los que se había desempeñado antes, y ya no se veía con Piali.
Budur seguía con su rutina, haciendo sus recorridos desde la zawiyya hasta el trabajo, hasta el Café Sultana. Allí se sentaba detrás de las ventanas de inmensos cristales y miraba los muelles, y el bosque de mástiles y superestructuras de acero, y el fanal del faro al final del rompeolas, mientras las voces se arremolinaban a su alrededor. Muy a menudo, también estaban Hasán y Tristán, sentados como lapas en su estanque con la marea ya desaparecida, expuestos a la luz de la luna. Las polémicas y la poesía de Hasán le convertían en alguien a quien se debía tener en cuenta, una realidad que todos los vanguardistas de la ciudad reconocían, ya fuera con entusiasmo o con desgana. Hasán mismo hablaba de su reputación con una sonrisa desdeñosa que intentaba ser modesta, una sonrisa traviesa que dejaba al descubierto su fuerza. A Budur le caía bien a pesar de que sabía perfectamente que él era en algunos sentidos una persona desagradable. Ella estaba más interesada en Tristán y en su música, la cual incluía no solamente canciones como las que había cantado en aquella fiesta, sino también ambiciosos trabajos para grupos de hasta doscientos músicos. A veces él era el solista con su kundun, una caja de Anatolia con cuerdas y lengüetas de metal que cambiaban ligeramente los tonos de las cuerdas, un instrumento endiabladamente difícil de tocar. En aquellas piezas escribía las partes de cada uno de los instrumentos, incluyendo cada acorde y cada cambio, y hasta cada nota. Como en sus canciones, estas composiciones más largas mostraban su interés en la adaptación de las melodías primitivas de los cristianos perdidos, en su mayoría sencillos acordes armónicos, pero que contenían la posibilidad de variaciones más sofisticadas, que en algunos momentos estratégicos podían regresar a los principios básicos pitagóricos utilizados en los corales y en los cantos tiempo atrás perdidos. El escribir cada nota y exigir que los músicos tocaran única y exactamente las notas escritas era un acto que todos consideraban como megalomaníaco hasta el punto de la imposibilidad; la música en conjunto, aunque estructurada de tal manera que a la larga regresaba a los clásicos ragas hindúes, permitía sin embargo improvisaciones individuales de los detalles de las variaciones, creaciones espontáneas que de hecho proporcionaban gran parte del interés que despertaba aquella música, puesto que el instrumentista tocaba dentro o fuera de las formas raga. Nadie habría aceptado las demenciales censuras de Tristán si no hubiera sido porque los resultados eran, eso no podía negarse, magníficos y preciosistas. Y Tristán insistía en que el procedimiento no era idea suya, sino simplemente la manera en que lo había hecho la civilización perdida; que él estaba siguiendo los caminos olvidados, y hasta estaba haciendo todo lo que estaba a su alcance para canalizar a los fantasmas ávidos de los ancianos en sus sueños y en sus ensueños musicales. Las antiguas piezas francas que invocaba eran músicas religiosas, de devoción, y tenían que ser entendidas y utilizadas como tal, como música sacra. Aunque era cierto que en aquel círculo hiperestético de los vanguardistas lo sagrado era la música en sí, como todas las artes, por lo cual la descripción era redundante.