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Authors: Kim Stanley Robinson

Tiempos de Arroz y Sal (77 page)

BOOK: Tiempos de Arroz y Sal
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Sin embargo, los constructores de caminos habían aprendido una buena lección sin perder muchas vidas (la pérdida de los equipos era otro tema). Ahora construían en lo alto de las paredes del cañón, allí donde se inclinaban hacia atrás, cortando pendientes y declives, subiendo por cañones afluentes y construyendo puentes sobre los arroyos secundarios. También emplazamientos antiaéreos y hasta una pequeña pista de aterrizaje en una plataforma casi a nivel cerca de Lukla. Convertirse en un batallón de construcción era mucho mejor que luchar, que era lo que estaban haciendo otros más abajo, en la boca del cañón, a fin de mantenerlo abierto el tiempo suficiente para lograr que el tren llegara al llano. No podían creer en su suerte, ni en los días cálidos, ni en la realidad de la vida detrás del frente, tan lujosa, el silencio, la reducción de la tensión muscular, mucho arroz y extrañas pero frescas verduras...

Entonces, en medio de una neblina de días felices, terminaron de construir la carretera y los rieles y llevaron algunos trenes hasta abajo y acamparon en una inmensa y polvorienta llanura verde, sin lluvias monzónicas todavía, división tras división para abrirse paso hacia el frente, a cierta distancia fluctuante al oeste de donde ellos estaban. Allí era donde todo estaba ocurriendo ahora.

Una mañana, ellos también se pusieron en camino, todo el día en tren rumbo al oeste, y luego bajaron de los vagones y marcharon sobre un puente de pontones tras otro, hasta que llegaron a un lugar cerca de Bihar. Aquí había otro ejército ya instalado, un ejército que estaba de su parte. Aliados, ¡vaya concepto! Los indios, aquí, en su propio país, trasladándose hacia el norte después de cuatro décadas de resistir a la horda islámica, en el sur del continente. Ahora ellos también estaban en guerra, cruzando el río Indo, y por lo tanto los musulmanes corrían el peligro de quedar aislados en un ataque de pinza grande como toda Asia, algunos de ellos ya estaban atrapados en Birmania, la mayoría de ellos todavía juntos en el oeste y comenzando una lenta y difícil retirada.

Así que Iwa tuvo una conversación de una hora con algunos oficiales de Travancore que hablaban nepalés, idioma que él había aprendido de niño. Los oficiales indios y sus soldados eran de piel oscura y pequeños, tanto los hombres como las mujeres, muy rápidos y ágiles, limpios, bien vestidos, bien armados: orgullosos, incluso arrogantes, suponiendo que habían aguantado lo peor de la guerra contra el islam, que habían salvado a China de la conquista actuando como segundo frente. Iwa se alejó no muy seguro de que discutir con ellos acerca de la guerra fuera una buena idea.

Pero Bai estaba impresionado. Después de todo, tal vez el mundo sería salvado de la esclavitud. El ataque en el norte de Asia aparentemente se estaba atrasando, los Urales actuaban como una especie de Gran Muralla China hecha por la naturaleza para la Horda de Oro y los firanjis. Aunque los mapas parecían indicar que estaba bien hacia el oeste. Y haber atravesado el Himalaya en masa contra semejante resistencia, haberse encontrado con los ejércitos indios, estar partiendo en dos el mundo del islam..., ¡vaya faena!

—Pues, el poder naval podría hacer que toda la guerra terrestre en Asia se convirtiera en algo irrelevante —dijo Iwa mientras estaban sentados una noche en el suelo, comiendo arroz que había sido condimentado a nuevos e incendiarios niveles. Entre bocados atragantados, sudando profusamente, añadió—: Durante toda esta guerra hemos visto tres o cuatro generaciones de armamentos, de tecnología en general, los grandes cañones, el poder en el mar, ahora el poder en el aire; no tengo dudas de que está llegando una época en que las flotas de dirigibles y los aviones serán lo único que importe. La lucha continuará ahí arriba, para ver quién puede controlar los cielos y tirar bombas más grandes que las que nunca podrías disparar con un cañón, justo sobre las capitales del enemigo. Para hacer polvo fábricas, palacios, edificios gubernamentales.

—Bueno —dijo Bai—. Así es menos complicado. Ir a la cabeza y acabar con ella. Eso es lo que diría Kuo.

Iwa asintió con la cabeza, sonriendo sólo al pensar en cómo lo diría Kuo. El arroz de aquí no podía compararse con el de Kuo.

Los generales de la Cuarta Asamblea de Talento Militar se encontraron con sus colegas indios, y mientras ellos hablaban se construían más líneas de ferrocarriles en el nuevo frente al oeste de donde ellos se encontraban. Estaba claro que se estaba trabajando en una ofensiva combinada, y todos especulaban mucho con esto. Que los dejarían atrás para defender la retaguardia de los ataques musulmanes que aún quedaban en la península Malaya; que los meterían en unos barcos en la boca del sagrado río Ganges y los depositarían en la costa arábiga para atacar a la mismísima Meca; que los destinarían a un ataque en el que establecerían una cabeza de playa en alguna península del noroeste de Firanja; y cosas así. Nunca un final para las historias que ellos mismos se contaban sobre cómo continuaría su trabajo.

Al final, sin embargo, avanzaron igual que siempre, hacia el oeste, ocupando el flanco derecho contra las estribaciones de Nepal, cerros que se disparaban bruscos y verdes desde el valle del Ganges, como si, comentaba distraídamente Iwa un día, la India fuera un buque con espolón que hubiera embestido Asia y se hubiera enterrado debajo de ella, empujando por debajo más allá del Tíbet y duplicando la altura de esa tierra.

Bai meneaba la cabeza al oír aquella fantasía geomórfica, sin querer pensar en la tierra moviéndose como grandes barcos, queriendo entender la tierra como algo sólido, porque estaba intentando ahora convencerse a sí mismo de que Kuo había estado equivocado y de que él todavía estaba vivo y no en el Bardo, donde por supuesto las tierras podían deslizarse de un lado para otro como decorados de escenario que eran. Probablemente, Kuo estaba desorientado como consecuencia de su muerte súbita y confundido con respecto a su paradero; ésa no era una buena señal teniendo en cuenta que se trataba de una reaparición en su próxima reencarnación. O tal vez sólo había querido gastar una broma a Bai; Kuo podía burlarse de cualquiera más que nadie, aunque muy raramente bromeaba. Tal vez hasta había estado haciendo un favor a Bai, haciéndole que pasara la peor parte de la guerra convencido de que ya estaba muerto y no tenía nada que perder; de hecho, estaba peleando la guerra en un nivel que realmente podría llegar a significar algo, podría llegar a servir de algo, podría llegar a ser una cuestión de cambiar las almas de las personas en su existencia pura fuera del mundo, donde podrían ser capaces de cambio, donde podrían darse cuenta de lo que era importante y regresar a la vida la próxima vez con nuevas capacidades en sus corazones, con nuevos objetivos en la mente.

¿Cuáles podrían ser esos objetivos? ¿Para qué estaban peleando? Estaba claro contra qué estaban peleando: contra reaccionarios fanáticos y esclavistas, que querían que el mundo se mantuviera inmóvil al igual que las dinastías Tang o Sung —absurdamente atrasadas y llenas de sangrientos fanáticos religiosos—, asesinos sin escrúpulos que luchaban enloquecidos por el opio y sus antiguas y ciegas creencias. Contra todo eso, desde luego, pero ¿para qué? Los chinos luchaban..., decidió Bai, por la claridad, o por lo que fuera opuesto a la religión. Por la humanidad. Por la compasión. Por el budismo, el taoísmo y el confucianismo, la triple hebra que había descrito tan bien una relación con el mundo: la religión sin dios, sólo con este mundo, también otros tantos posibles reinos de realidad, reinos mentales, y el propio vacío, pero ningún dios, ningún pastor gobernando con las estúpidas censuras de un viejo patriarca demente, sino más bien innumerables espíritus inmortales en una inmensa panoplia de reinos y seres, incluyendo a los humanos y a muchos otros seres sensibles, todo vivo, todo bendito, sagrado, parte del Dios-cabeza; porque sí, había un DIOS, vale decir, una entidad universal trascendente y consciente de sí misma que era la realidad en sí, el cosmos, abarcativa del todo, incluso las ideas humanas y las formas y las relaciones matemáticas. Esa idea en sí era Dios, y evocaba una especie de culto que era atención al mundo real, una especie de estudio natural. El budismo de los chinos era el estudio natural de la realidad y conducía a sentimientos de devoción sencillamente mediante la observación de las hojas cada día, los colores del cielo, los animales mirados con el rabillo del ojo. Los movimientos de la leña cuando es cortada y el sonido del agua que corre. Este estudio inicial de la devoción llevaba a un entendimiento más profundo puesto que profundizaba en el fundamento matemático de los modos de las cosas, sólo por curiosidad y porque parecía ayudarles a ver aún con más claridad, y entonces habían hecho instrumentos para ver más adentro y más afuera, todavía más alto el yang, todavía más hondo el yin.

Lo que había venido después era una especie de entendimiento de la realidad humana que daba mucha importancia a la compasión, creado por un entendimiento amplio de miras, creado por el estudio de lo que había en el mundo. A esto se refería Iwa constantemente, mientras que Bai prefería pensar en las emociones creadas por toda esa adecuada atención y esfuerzo concentrado: la paz, la tremenda curiosidad y el interés arrebatado, la compasión.

Pero ahora todo era una pesadilla. Una pesadilla que se aceleraba, y sin embargo se rompía y estaba llena de non sequitur, como si el soñador sintiera los primeros movimientos rápidos de los ojos en el final del sueño y el despertar de un nuevo día. Cada día despertamos en un mundo nuevo, cada sueño produce una nueva encarnación. Algunos de los gurús locales hablaban de ello como si aconteciera con cada respiración.

Dejaron el Bardo y fueron al mundo real, el de la guerra. A su derecha tenían a los mejores regimientos de choque de la India, hombres negros con pequeñas barbas, hombres blancos más altos y de narices aguileñas, sijs con barba y turbante, mujeres de pechos opulentos, gurkhas bajados de las montañas, una compañía de mujeres nepalíes, cada una de las cuales era la belleza en su región, o al menos eso era lo que parecía; todos juntos como en un circo, pero tan rápidos, tan bien armados, en divisiones de trenes y de camiones, que los chinos no podían seguirles el ritmo, pero tendieron más vías férreas y trataron de ponerse a la misma altura, organizando grandes contingentes de hombres que avanzaban con todos sus pertrechos. Más allá del final de las vías férreas los indios siguieron avanzando, corriendo descalzos o en coches motorizados con ruedas de goma, cientos de hombres que corrían libremente por los caminos de las aldeas en esta seca estación, echando polvo por todas partes, y también por una red más limitada de caminos asfaltados, los únicos que aún serían transitables cuando comenzaran las lluvias monzónicas.

Avanzaron rumbo a Delhi todos al mismo tiempo, más o menos, y se lanzaron sobre el ejército musulmán que se retiraba por el Ganges río arriba, por ambas orillas, tan pronto como los chinos estuvieron en su posición al pie de las montañas nepalíes.

Por supuesto, el flanco derecho se extendía por la falda de las montañas, cada ejército tratando de flanquear al otro. El pelotón de Iwa y Bai estaba ahora operando en la montaña debido a su experiencia en el Dudh Kosi; entonces las órdenes eran de tomar las primeras estribaciones y mantenerse en ellas al menos hasta las primeras crestas, lo cual suponía coger algunos puntos altos en cerros aún más al norte. Se movían durante la noche, aprendiendo a escalar por los oscuros senderos encontrados y marcados por los exploradores gurkha. Bai también se convirtió en explorador diurno; mientras se arrastraba para subir barrancos llenos de matorrales no se preocupaba por la posibilidad de ser descubierto por algún musulmán, puesto que ellos se limitaban sin excepción a quedarse en sus caminos y campamentos; sólo le preocupaba si un batallón de cientos de hombres podría o no seguir las tortuosas sendas que él se veía obligado a utilizar en algunos lugares.

—Por eso te han eviado, Bai —le explicaba Iwa—. Si tú puedes hacerlo, cualquiera lo hará. —Sonreía y agregaba—: Eso mismo diría Kuo.

Todas las noches Bai subía y bajaba guiando y comprobando que los caminos funcionaran como él lo había imaginado, aprendiendo y estudiando y yéndose a dormir únicamente cuando veía el amanecer desde algún escondite nuevo.

Todavía estaban haciendo eso cuando los indios avanzaron en avalancha por el flanco izquierdo. Oyeron la artillería distante y luego vieron el humo que subía como un penacho en el cielo blanco de una mañana de neblina, la neblina que probablemente señalaba la llegada de las lluvias monzónicas. Realizar un ataque total tan cerca del monzón estaba más allá de todo entendimiento lógico; lo más probable era que aquello pasara directamente a la cabeza de la lista de los recientemente aumentados Siete Grandes Errores, y mientras las nubes vespertinas florecían, y se construían, y volvían a caer sobre ellos, perforando sierras y llanura con descargas de enormes rayos que golpeaban el metal en varios emplazamientos artilleros en las crestas, era asombroso enterarse de que los indios continuaban avanzando sin problema. Entre otros tantos logros, también habían perfeccionado la guerra en medio de la lluvia. Esta gente no eran chinos budistas taoístas racionalistas, estuvieron de acuerdo Bai y su amigo Iwa, no se trataba de la Cuarta Asamblea de Talento Militar, sino de hombres salvajes con cierto comportamiento religioso, incluso más espirituales que los musulmanes, puesto que la religión de los musulmanes parecía pura fanfarronería y satisfacción del deseo y apoyo a la tiranía con su Dios Padre. Los indios tenían una miríada de dioses, algunos con cabeza de elefante o con seis brazos, incluso la muerte era un dios, tanto femeninos como masculinos; la vida, la nobleza, había un dios para cada una de ellas, cada una de las cualidades humanas estaba deificada. Lo cual posibilitaba la existencia de un pueblo abigarrado, devoto, tremendamente feroz en la guerra, entre muchas otras cosas; eran fantásticos cocineros, gente muy sensual; las fragancias, los sabores y la música; el color de sus uniformes, su arte minucioso, todo estaba allí para ser visto en los campamentos, hombres y mujeres de pie alrededor de un tambor y cantando: las mujeres altas y de grandes pechos, grandes ojos y gruesas cejas, mujeres realmente impresionantes, con los brazos como los de un guardabosque y formando los mejores regimientos de tiradores.

—Sí —había dicho un ayudante indio en tibetano—. Las mujeres son mejores tiradoras, sobre todo las de Travancore. Comienzan a los cinco años, tal vez ése sea todo el secreto. Haced que los niños comiencen también a los cinco años y lo harán tan bien como ellas.

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