Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
—Ah sí. —Ahora la mirada del Kerala era aún más penetrante. Sus ojos parecían salir de la órbita, sus iris, una mezcla de colores, como círculos de jaspe—. ¡Muy interesante! Tenemos que hablar más acerca de estas cosas. Pero primero quisiera discutir acontecimientos recientes contigo a solas, Madre Bodhisattva.
La abadesa asintió con la cabeza, y caminó de la mano con el Kerala hasta un pabellón que daba al huerto enano. No les acompañó ningún guardaespaldas; éstos se limitaron a sentarse cómodamente y a vigilar desde el jardín, los rifles preparados, con guardias apostados sobre el muro del monasterio.
Ismail fue con algunos monjes hasta la orilla del río, donde estaban organizando una ceremonia de mandalas de arena. Los monjes y las monjas vestidos con sotanas de color granate y azafrán iban de una punta a la otra en la orilla del río, disponiendo alfombras y cestos llenos de flores, parloteando felizmente y sin demasiado apuro, ya que el Kerala solía consultar con su abadesa durante casi medio día, o aún más. Todos sabían que eran amigos.
Hoy, sin embargo, terminaron antes, y la velocidad se aceleró considerablemente cuando se supo que los dos estaban dejando del pabellón. Se arrojaron cestas de flores al río, y los soldados reaparecieron al son de un ritmo de tablas cada vez más frenético. Fueron dando brincos hasta la orilla del río sin los rifles y se sentaron, dejando entre ellos un pasillo para que se acercara el jefe. Él avanzó entre sus hombres, deteniéndose para posar la mano sobre uno u otro hombro, saludando a cada uno por su nombre, preguntando por su salud y cosas por el estilo. Los monjes que habían organizado el mandala salieron de su estudio, cantando al son de un gong y de los estruendos de trompetas bajas, llevando dos mandalas; unos discos de madera grandes como piedras de molino, cada uno sostenido a la misma altura por dos hombres, con los mandalas de fuertes colores colocados encima de esos discos sobre un poco de arena. Uno era una compleja figura geométrica de colores vivos: rojo, verde, amarillo, azul, blanco y negro. El otro era un mapa del mundo, en el que Travancore era un punto rojo como un bindu, y la India ocupaba el centro del círculo; el resto del mandala representaba casi toda la anchura del mundo, desde Firanja hasta Corea y Japón, con África y las Indias haciendo una curva alrededor de la parte inferior. Todo estaba coloreado de manera natural, los océanos de un azul oscuro, los mares de las islas de azul más claro, la tierra verde o marrón, según fuera el caso, con las cordilleras montañosas marcadas con verde oscuro y blanco nieve. Los ríos fluían en hilos azules, y una línea al rojo vivo rodeaba lo que Ismail supuso eran los límites de las conquistas del Kerala, que ahora incluían al imperio otomano, hacia el norte pasando por Anatolia y Constantinopla, aunque no por los países balcánicos ni por Crimea. Un objeto muy hermoso, era como mirar el mundo desde arriba, desde la aventajada posición del sol.
El Kerala de Travancore caminó junto a la abadesa, ayudándola para que no perdiera el equilibrio mientras bajaba por el sendero. Se detuvieron en la orilla del río, y el Kerala inspeccionó los mandalas detenidamente, con lentitud, señalando y haciéndoles preguntas a la abadesa y a los monjes acerca de una u otra característica. Otros monjes cantaban en voz baja, y los soldados se sumaron en una canción. Bhakta se puso frente a ellos y cantó con voz aguda. El Kerala cogió el mandala y lo levantó cuidadosamente; casi era demasiado grande para que lo sostuviera un solo hombre. Dio unos pasos con él, se metió en el río, y unos ramos de hortensias y de azaleas flotaron entre sus piernas. Puso el mandala geométrico sobre su cabeza, ofreciéndolo al cielo, y luego, en un cambio de la canción, y ante la rugiente entrada de las trompetas, bajó el disco frente a él, y muy lentamente lo inclinó hacia un lado. La arena resbaló y cayó de repente, los colores se vertían en el agua y se perdían juntos, manchando las medias de seda del Kerala. Metió el disco en el agua y quitó el resto de la arena formando una nube multicolor que se perdió en la corriente. Despejó la superficie con la palma de su mano desnuda, y luego salió a zancadas del agua. Sus zapatos estaban llenos de lodo, sus medias húmedas y manchadas de verde y de rojo y de azul y de amarillo. Cogió el otro mandala de las manos de sus creadores, hizo una reverencia sobre él y ante ellos, dio media vuelta, y lo llevó al río. Esta vez los soldados se movieron e inclinaron hasta apoyar la frente en la tierra, cantando juntos una plegaria. El Kerala bajó lentamente el disco, y como un dios que le ofrece un mundo a un dios superior, lo apoyó sobre el agua y dejó que flotara, haciéndolo girar una y otra vez muy lentamente bajo sus dedos, un mundo flotante que hundió en el agua tanto como pudo justo en el punto álgido de la canción, dejando que toda la arena se mezclara con el agua y subiera flotando sobre sus brazos y piernas. Cuando se acercó a la orilla, adornado con colores, los soldados se pusieron de pie y gritaron tres veces y otras tres más.
Más tarde, mientras tomaban un té perfumado con delicadas fragancias, el Kerala se sentó y habló con Ismail. Escuchó todo lo que Ismail pudo contarle acerca del sultán Selim Tercero, y luego le contó a Ismail la historia de Travancore, con los ojos siempre clavados en el rostro del médico.
—Nuestra lucha para derrotar al yugo de los mongoles comenzó hace mucho tiempo con Shivaji, quien se hizo llamar Señor del Universo e inventó la guerra moderna. Shivaji utilizó todos los métodos posibles para liberar a la India. Una vez le pidió ayuda a un lagarto decán gigante para que le ayudara a escalar los acantilados que protegían la Fortaleza del León. Otra vez fue rodeado por el ejército Bijapuri, comandado por el gran general mogol, el kan Afzal. Después de verse cercado Shivaji ofreció rendirse ante el kan Afzal en persona, y apareció ante aquel hombre vestido sólo con una camisa de tela, que sin embargo ocultaba un puñal con cola de escorpión; los dedos de su oculta mano izquierda envolvían la daga como las afiladas garras de un tigre. Cuando abrazó al kan Afzal lo apuñaló ante todos hasta matarlo y, respondiendo a aquella señal, su ejército arremetió contra los mogoles y los derrotó.
»Después de eso Alamgir atacó en serio y pasó el último cuarto de siglo de su vida reconquistando a los decán, pagando un precio de cien mil vidas por año. Cuando logró someter a los decán su imperio ya estaba vacío. Mientras tanto se estaban llevando a cabo otras sublevaciones contra los mogoles en el noroeste, entre los sijs, los afganos y los súbditos orientales del imperio safavida, también entre los rajputs, los bengalíes, los tamiles, y así por toda la India. Todos ganaron algo, y los mogoles, que habían cobrado muchísimos impuestos durante años, sufrieron la rebelión de sus propios terratenientes y el colapso general de su economía. Una vez que los marathas y los rajputs y los sijs se establecieron con éxito, todos instituyeron sus propios sistemas de impuestos, y los mogoles no pudieron sacarles más dinero, aunque siguieran jurando lealtad a Delhi.
»Así que las cosas no les salieron muy bien a los mogoles, especialmente aquí en el sur. Pero a pesar de que tanto los marathas como los rajputs eran hindúes, hablaban lenguas diferentes y apenas se conocían, de modo que terminaron enfrentándose, y esto alargó el control de los mogoles sobre la madre India. En aquellos días finales, el Nazim se convirtió en primer ministro de un kan completamente perdido entre su harén y su narguile, y este Nazim fue al sur para formar el principado que inspiró nuestro desarrollo de Travancore por medio de un sistema similar.
»Entonces, Nadir Shah cruzó el Indo por el mismo vado que había utilizado Alejandro Magno, y saqueó Delhi, matando a treinta mil hombres y llevándose a casa millones y millones de rupias en oro y joyas, y el trono del Pavo Real. Con eso los mogoles estaban acabados.
»Los marathas han estado desde entonces ampliando sus territorios, todo el camino hasta Bengala. Pero los afganos se liberaron de los safavidas, y avanzaron en masa hacia el este, por todo el camino hasta Delhi, a la que también saquearon. Cuando se retiraron, los sijs tomaron el control del Punjab, por una contribución de una quinta parte de las cosechas. Después de eso, los patanes saquearon Delhi una vez más, sin control alguno durante un mes entero en una ciudad convertida en una pesadilla. El último emperador con un título mogol fue dejado ciego por un cacique afgano menor.
»Después de eso, una caballería de treinta mil marathas marchó por toda Delhi, reuniendo doscientos mil voluntarios rajput a medida que avanzaba hacia el norte, y en las fatídicas tierras de Panipat, en donde el destino de la India ha sido tantas veces decidido, se encontraron con un ejército de tropas afganas y antiguos mogoles que estaban en plena jihad contra los hindúes. Los musulmanes contaban con el apoyo de la gente del lugar y tenían al gran general Shah Abdali a la cabeza; en la batalla murieron cien mil marathas, y treinta mil fueron capturados para pedir rescate. Pero después los soldados afganos se cansaron de Delhi, y obligaron a su kan a que regresara a Kabul.
»Sin embargo, los marathas estaban igual de abatidos. Los sucesores del Nazim consiguieron el sur, y los sijs tomaron el Punjab, y los bengalíes Bengala y Asam. Aquí abajo encontramos que los sijs eran nuestros mejores aliados. Su último gurú declaró que sus escritos sagrados serían la personificación del gurú desde ese momento en adelante, y después de eso prosperaron enormemente, creando en efecto una inmensa muralla entre nosotros y el islam. Y los sijs también nos enseñaron. Son una especie de mezcla de hindúes y musulmanes, algo insólito en la historia de la India, insólito e instructivo. Así que prosperaron y, al aprender de ellos, al coordinar nuestros esfuerzos con los de ellos, nosotros también hemos prosperado.
»Luego, en la época de mi abuelo, muchos refugiados de las conquistas chinas de Japón llegaron a esta región, budistas que se sentían atraídos por Lanka, el corazón del budismo. Samurais, monjes y marineros, muy buenos marineros; ellos habían navegado por el gran océano oriental al que llaman el Dahai; de hecho, navegaron hacia nosotros tanto por el este como por el oeste.
—¿Dando la vuelta al mundo?
—Así es. Y enseñaron muchas cosas a nuestros constructores de barcos, y los monasterios budistas de aquí se convirtieron en centros de mecánica y cerámica. Los matemáticos locales desarrollaron al máximo los cálculos para utilizarlos en la navegación, en la fabricación de armas y en la mecánica. Todo junto surgió en los grandes astilleros de aquí, y nuestras flotas mercantes y navales no tardaron en ser más grandes incluso que las de China. Esto es algo bueno, puesto que el imperio chino domina cada vez más partes del mundo —Corea, Japón, Mongolia, el Turquestán, Anam y Siam, el archipiélago malayo— en realidad la región que solíamos llamar Gran India. Así que necesitamos barcos para protegernos de ese poder. De una invasión por mar estamos a salvo; aquí abajo, debajo de las retorcidas y salvajes tierras del Decán, no es tan fácil conquistarnos con caballería e infantería. Y parece que el islam ya ha tenido suficiente en la India, si no en todo el oeste.
—Habéis conquistado la más poderosa de sus ciudades —observó Ismail.
—Sí. Seguiré acosando a los musulmanes para que no vuelvan a atacar la India jamás. Delhi ya ha sido invadida demasiadas veces. De modo que hice construir una pequeña armada en el mar Negro para atacar Constantinopla, y he derrotado a los otomanos como el Nazim derrotó a los mogoles. Estableceremos pequeños estados en toda Anatolia e influiremos en esa tierra como lo hemos hecho en Irán y en Afganistán. Mientras tanto, seguimos trabajando con los sijs, tratándolos como a los principales aliados y socios de lo que se está convirtiendo en una importante confederación india de principados y estados. La unificación de la India sobre esa base no es algo a lo que mucha gente se opone, porque cuando da buenos resultados, el resultado es la paz. Paz por primera vez desde que los mogoles invadieran hace más de cuatro siglos. Así que la India ha emergido de su larga noche. Y ahora llevaremos la luz del día por todas partes.
Al día siguiente, Bhakta llevó a Ismail a una fiesta en el jardín del palacio del Kerala de Travancore. El gran parque que albergaba el pequeño edificio de mármol estaba cerca del extremo norte del puerto, alejado del intenso ruido y el trajín de los astilleros, que podían verse en el lado sur de la baja bahía, inocuos en la distancia. Fuera del parque, había más palacios blancos, pero éstos no pertenecían al Kerala sino a los armadores del lugar, quienes se habían hecho ricos construyendo barcos, haciendo expediciones comerciales y, principalmente, financiando esas expediciones. Entre los invitados del Kerala había muchos de estos hombres, todos vestidos suntuosamente con sedas y joyas. Especialmente apreciadas en esta sociedad, le pareció a Ismail, eran las piedras semipreciosas —turquesa, jade, lapislázuli, malaquita, ónice, jaspe y otras similares— pulidas formando grandes botones redondos y cuentas de collares. Las esposas e hijas de los armadores llevaban brillantes saris, y algunas se paseaban con guepardos domesticados que llevaban con una correa.
La gente circulaba a la sombra de los árboles y las palmeras del jardín, sirviéndose de grandes mesas cubiertas de exquisiteces o bebiendo algo en copas de cristal. Los monjes budistas destacaban con su granate o su azafrán, y a Bhakta se le acercaron varios de ellos. La abadesa presentó a Ismail a algunos de ellos. Le indicó cuáles eran los sijs entre los invitados, unos hombres que llevaban turbante y barba; y los marathas, y los bengalíes, también los africanos, los malayos, los birmanos, los sumatrinos, los japoneses, y los hodenosauníes del Nuevo Mundo. O bien la abadesa conocía a toda aquella gente personalmente, o podía identificarlos por alguna característica de vestuario o de figura.
—Aquí hay muchos tipos de gente —observó Ismail.
—Son el resultado del avance de la navegación.
Muchos de ellos parecían ansiosos por intercambiar unas palabras con Bhakta, y ella presentó a Ismail uno de los «ayudantes de más confianza» del Kerala, un tal Pyidaungsu, un hombre de piel oscura y baja estatura que, según él mismo decía, había crecido en Birmania y en el lado oriental del extremo de la India. Su persa era excelente, sin duda ésta era la razón por que la abadesa le había presentado a Ismail, mientras ella conversaba con otra gente.
—El Kerala está muy contento de haberte conocido —le dijo inmediatamente Pyidaungsu—. Tiene muchos deseos de progresar en algunos asuntos médicos, especialmente los que tienen que ver con las enfermedades contagiosas. Perdemos más soldados por enfermedades e infecciones que por la acción de nuestros enemigos, y esto le apena.