Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
—Tú estás entre los primeros que deben presentarse ante el Kerala de Travancore —le dijo en persa.
—Me sorprende oír esto.
—Debes congratularte. Según parece, Bhakta, abadesa del hospital de Travancore, ha pedido tu comparecencia.
—Ella y yo tenemos correspondencia desde hace ya muchos años, sí.
—Está todo claro, entonces. Por favor permite que el capitán te lleve hasta el barco que partirá hacia Travancore. Pero primero una pregunta: tenemos informes que dicen que eres amigo íntimo del sultán. ¿Es cierto esto?
—Era cierto.
—¿Puedes decirnos adónde ha ido el sultán?
—El y sus guardaespaldas se han fugado —dijo Ismail—. Creo que quieren ir a los países balcánicos y que tienen la intención de restablecer el sultanato en el oeste.
—¿Sabes cómo han escapado del palacio?
—No. Ellos me han dejado atrás, como podéis ver.
Los barcos de los invasores funcionaban con el calor del fuego, tal como Ismail había oído decir, con hornos que hervían agua; el vapor obtenido pasaba por unos tubos para empujar las ruedas hidráulicas, encajonadas en grandes cubiertas protectoras de madera a cada lado del casco. Unas válvulas controlaban la cantidad de vapor que empujaba cada rueda, y el barco podía girar en un mismo punto. Avanzaba contra el viento, cabeceando torpemente sobre las olas y a través de ellas, y la espuma pasaba por encima de la cubierta. Cuando el viento soplaba desde popa, la tripulación izaba pequeñas velas, y el barco avanzaba como de costumbre pero con el impulso adicional de las ruedas. En los hornos quemaban carbón; los marineros hablaban de unos yacimientos de carbón en las montañas de Irán que llenarían las carboneras de sus barcos hasta el final de los tiempos.
—¿Quién construyó los barcos? —preguntó Ismail.
—El Kerala de Travancore los mandó construir. Los técnicos de Anatolia aprendieron a hacer hornos, calderas y ruedas hidráulicas. Los constructores navales de los puertos orientales del mar Negro hicieron el resto.
Desembarcaron en un pequeño puerto cerca de Trebisonda, la antigua Trapezos; Ismail formaba parte de un grupo que viajó hacia el sudeste atravesando Irán. El viaje se hizo a caballo, pasando cadena tras cadena de colinas secas y montañas nevadas, hasta llegar a la India. Por todas partes había soldados de baja estatura y piel oscura vestidos de blanco, montados a caballo, con muchos cañones montados sobre ruedas en baterías bien visibles en todas las ciudades y cruces de carreteras. Todas las ciudades parecían intactas, animadas, prósperas. Cambiaban de caballo en grandes edificios fortificados que estaban a cargo del ejército, también dormían en estos sitios durante la noche. Muchas de estas postas estaban debajo de colinas en las que ardían hogueras durante toda la noche; tapando intermitentemente la luz de estas hogueras cada noche se transmitían mensajes a largas distancias, en todas las direcciones del nuevo imperio. El Kerala estaba en Delhi, estaría de regreso en Travancore en un par de semanas; la abadesa Bhakta estaba en Benarés, pero regresaría a Travancore en pocos días. Se dijo a Ismail que ella esperaba ansiosamente encontrarse con él.
Ismail, mientras tanto, estaba descubriendo el verdadero tamaño del mundo. Aunque, sin duda no era infinito. Diez días seguidos de cabalgata los llevaron al otro lado del Indo. En la verde costa occidental de la India, otra sorpresa: embarcaron en carretas de hierro similares a los barcos, con ruedas de hierro, y que circulaban por carreteras elevadas que albergaban dos carriles paralelos de hierro, sobre los cuales las carretas avanzaban con tanta suavidad como si estuvieran volando, atravesando las ciudades antiguas gobernadas durante tanto tiempo por los mogoles. La carretera elevada con los carriles de hierro atravesaba el borde accidentado del Decán, al sur hacia una región de interminables palmerales de cocoteros, y avanzaban empujados por el vapor tan rápidamente como el viento, hacia Travancore, en la última costa del suroeste de la India.
Después de los últimos triunfos imperiales mucha gente se había trasladado a aquella ciudad. Pasaron lentamente por una zona de huertos y cultivos de cereales que Ismail no reconoció, y llegaron a las afueras de la ciudad, que estaban llenas de nuevas construcciones, campamentos, astilleros, instalaciones y servicios de mantenimiento: de hecho, durante muchas leguas y en todas las direcciones no parecía haber otra cosa que obras en construcción.
Entre tanto, el núcleo interior de la ciudad también estaba siendo transformado. El tren de carretas de hierro se detuvo en un espacio con varios carriles paralelos, y los recién llegados pasaron por una gran puerta para entrar en el centro de la ciudad. Un palacio de mármol blanco, muy pequeño en comparación con la Sublime Puerta, había sido construido en medio de un parque que seguramente reemplazaría a gran parte del casco antiguo de la ciudad. El puerto al que daba este parque estaba lleno de toda clase de barcos. Hacia el sur podía verse un astillero en el que se construían nuevas naves; un rompeolas se alargaba en el agua verde y poco profunda del mar; el espejo de agua allí encerrado, protegido por una extensa y baja isla, estaba tan atestado de barcos como el puerto interior, con muchos pequeños botes que se movían entre ellos, a vela o a remo. Comparada con la apatía polvorienta del puerto de Constantinopla, la escena era tumultuosa.
Ismail fue llevado a caballo por la bulliciosa ciudad, y luego hacia la costa, hasta un palmeral situado detrás de una ancha playa amarilla. Allí, unos muros rodeaban un gran monasterio budista, también había nuevos edificios alineados en un buen trayecto a través del palmeral. Desde las construcciones de la playa se extendía un muelle en el que estaban amarrados varios barcos de vapor. Aparentemente aquél era el hogar del famoso hospital de Travancore.
En los jardines del monasterio no soplaba el viento y todo estaba en calma. Ismail fue conducido hasta un comedor en el que le sirvieron una comida, luego le invitaron a que se lavara después del viaje. Los baños estaban embaldosados, y el agua era tanto caliente como fría, a elección; los baños fríos estaban a cielo abierto.
Detrás de los baños se erguía un pequeño pabellón en el centro de un verde jardín lleno de flores. Ismail se puso un albornoz marrón limpio que le ofrecieron y caminó descalzo y con suavidad por el césped recién cortado hasta el pabellón donde una mujer mayor hablaba con otras.
Ella calló cuando vio a los visitantes; el guía de Ismail lo presentó.
—Ah. Un gran placer —dijo la mujer en persa—. Yo soy Bhakta, la abadesa de este lugar, y tu humilde corresponsal. —Se puso de pie e hizo una reverencia ante Ismail, con las manos juntas. Sus dedos estaban retorcidos y su andar era agarrotado; Ismail pensó que ella sufriría artritis —. Bienvenido a nuestro hogar. Déjame que te sirva un poco de té, o de café, si prefieres.
—Me gustaría una taza de té —dijo Ismail.
—Bodhisattva —dijo un mensajero a la abadesa—, la próxima luna nueva seremos visitados por el Kerala.
—Será un gran honor —dijo la abadesa—. La luna llegará junto con la estrella matutina. ¿Tendremos tiempo para completar los mandalas?
—Ellos creen que sí.
—Muy bien.
La abadesa bebió unos sorbos de té.
—¿Te ha llamado bodhisattva? —se aventuró a preguntar Ismail.
La abadesa sonrió como una niña.
—Es una demostración de afecto que no tiene fundamento real alguno. Apenas soy una pobre monja, a quien se le ha concedido el honor de dirigir este hospital durante un tiempo; nuestro Kerala lo ha dispuesto así.
—Cuando nos escribíamos, no mencionaste estas cosas —dijo Ismail —. Se supone que sólo eres una monja, en algo parecido a una madraza y hospital.
—Así fue durante mucho tiempo.
—¿Cuándo te convertiste en abadesa?
—Según vuestra cronología, en 1194. El abad anterior era un lama japonés. Practicaba una forma japonesa de budismo, que fue traída aquí por su antecesor, que llegó con otros muchos monjes y monjas después de que los chinos conquistaran Japón. Los chinos perseguían incluso a los budistas de su propio país; en Japón fue peor. Así que vinieron aquí, bueno..., primero a Lanka y luego aquí.
—E hicieron muchos estudios en medicina, supongo.
—Sí. Mi antecesor, en particular, tenía muy buena vista y muchísima curiosidad. Generalmente vemos como si fuera de noche pero él siempre veía con la luz de la mañana, porque continuamente ponía a prueba la veracidad de lo que creemos saber haciendo pruebas sistemáticas. Podía sentir las fuerzas de las cosas, la fuerza del movimiento, y diseñaba pruebas para verificar su presencia en demostraciones de todo tipo. Aún estamos transitando el camino que él nos mostró.
—Sin embargo creo que lo habéis seguido a lugares nuevos.
—Sí, siempre se revelan cosas nuevas, y nosotros hemos estado trabajando duro desde que él abandonó su cuerpo. El avance de la navegación nos ha proporcionado muchos documentos valiosos y extraordinarios, entre ellos algunos de Firanja. Cada vez estoy más convencida de que la isla de Inglaterra estaba a punto de convertirse en una especie de Japón, en el otro lado del mundo. Ahora tienen un bosque que no ha sido talado durante siglos, que crece entre las ruinas, así disponen de madera para comerciar, y ellos mismos construyen barcos. Nos traen libros y manuscritos encontrados en las ruinas, y los eruditos de aquí y de alrededor de Travancore han aprendido las lenguas de allí y han traducido los libros; son muy interesantes. Alguna gente como el Maestro de Henly era más avanzada de lo que se piensa. Abogaban por la organización eficiente, por una buena contabilidad, por las auditorías, por el uso de pruebas y registros para determinar los réditos; en general, para administrar racionalmente las granjas, tal como lo hacemos nosotros aquí. Tenían fuelles que funcionaban con la fuerza del agua y eran capaces de calentar sus hornos hasta el blanco brillante, o al menos amarillo claro. También les preocupaba la pérdida de bosques en su época. Henly calculó que un horno podía quemar todos los árboles en el radio de un yoganda en apenas cuarenta días.
—Supongo que eso volverá a suceder —dijo Ismail.
—Sin duda, e incluso con más rapidez. Pero mientras tanto, se están haciendo ricos.
—¿Y aquí?
—Aquí somos ricos de otra manera. Ayudamos al Kerala, y él extiende la influencia del reino cada mes, y dentro de sus límites, todo tiende a mejorar. Se produce más comida, se hacen más telas. Hay menos guerra y bandolerismo.
Después del té, Bhakta le mostró los jardines. Un correntoso río pasaba por el centro del monasterio y movía cuatro grandes molinos de madera con sus ruedas; en el extremo de un estanque de captación había una enorme compuerta. En ambas márgenes del río había prados de verde hierba y palmeras, pero de las grandes construcciones de madera junto a los molinos salía el sonido de intensa actividad, y el humo brotaba de chimeneas de ladrillo que se erguían sobre ellas.
—Fundiciones, herrerías, aserraderos y fábricas.
—Tú me has escrito algo acerca de un arsenal —dijo Ismail—, y de una instalación en la que se produce pólvora.
—Sí. Pero el Kerala no quiso imponernos esa carga, puesto que el budismo está generalmente en contra de la violencia. Enseñamos a su ejército algunas cosas acerca de las armas de fuego porque ellos protegen a Travancore. Le preguntamos al Kerala sobre esto, le dijimos que para los budistas era importante trabajar para el bien, y él prometió que en todas las tierras que controlara impondría una legislación que mantendría a la gente ajena a la violencia y los malos tratos. En efecto, le ayudamos a proteger a la gente. Por supuesto que tenemos recelo, viendo lo que hacen los gobernantes, pero el Kerala está muy interesado en la ley. Al final hace lo que quiere, por supuesto. Pero le gustan las leyes.
Ismail pensó en el casi incruento período posterior a la conquista de Constantinopla.
—Tiene que haber algo de verdad en todo eso, de lo contrario yo no estaría vivo.
—Sí, háblame de eso. Parecería que la capital otomana no fue defendida con mucha energía.
—No. Pero eso en parte se debió al vigor del ataque. La gente se sintió acobardada por los barcos de vapor y por las bolsas voladoras que pasaban por encima de sus cabezas.
Bhakta parecía interesada.
—Debo admitir que nosotros somos los responsables de esas cosas. Sin embargo, los barcos no parecen tan formidables.
—Ten en cuenta que cada barco es una batería móvil.
La abadesa asentía con la cabeza.
—La movilidad es una de las palabras clave del Kerala.
—No me extraña que sea así. Al final, lo que prevalece es la movilidad, y todo lo que esté a tiro de cañón de un barco puede ser destruido. Y Constantinopla, toda ella, está en esa situación.
—Entiendo lo que quieres decir.
Después del té la abadesa llevó a Ismail a visitar el monasterio y los talleres, incluso el muelle y los astilleros, unos lugares muy ruidosos. Más tarde aquel día, fueron al hospital, y Bhakta condujo a Ismail hasta las habitaciones utilizadas para enseñar medicina a los monjes. Los maestros se reunieron para darle la bienvenida, y le mostraron una pared cubierta por una estantería consagrada por ellos a los libros y papeles, cartas y dibujos que él le había enviado a Bhakta a lo largo de tantos años, todos catalogados de acuerdo a un sistema que él no logró comprender.
—Cada página ha sido copiada varias veces —dijo uno de los hombres.
—Tu trabajo parece ser muy diferente al de la medicina china —dijo otro—. Esperábamos que quizá pudieras hablarnos de las diferencias entre la teoría china y la tuya.
Ismail negó con la cabeza mientras acariciaba con los dedos aquellos vestigios de su anterior existencia. Nunca hubiera dicho que había escrito tanto. Tal vez hubiera múltiples copias en ese mismo estante.
—No tengo teorías —dijo—. No he hecho más que tomar nota de lo que he visto. —Su rostro se tensó—. Será un placer hablar con vosotros sobre lo que queráis, por supuesto.
—Sería muy bueno si pudieras hablar en una reunión sobre estas cosas —dijo la abadesa—; hay mucha gente que quisiera escucharte y hacerte preguntas.
—Será un placer, por supuesto.
—Gracias. Entonces mañana nos reuniremos para eso.
En algún sitio un reloj dio las campanadas de la hora.
—¿Qué tipo de reloj utilizáis?
—Una versión de la rueda de mercurio de Bhaskara —dijo Bhakta, y condujo a Ismail hasta el alto edificio que lo albergaba—. Va muy bien para los cálculos astronómicos; el Kerala ha decretado un nuevo año con él, con más exactitud que ninguno de los anteriores. Pero a decir verdad, ahora estamos probando relojes con escapes mecánicos movidos por un peso. También estamos probando relojes que giran con un muelle, que podrían ser muy útiles en alta mar, donde llevar un registro preciso del tiempo es algo indispensable para determinar la longitud.