Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Frente Grande siguió diciendo que los sachems se habían reunido esa mañana y habían aprobado la elección de los Guardianes, incluso antes de la demostración de destreza de Deloeste en el juego de lacrosse. Luego, con un fragor de aclamaciones, Deloeste fue conducido hasta el centro del círculo de sachems, su rostro plano brillando a la luz del fuego, la sonrisa tan amplia que sus ojos desaparecían en los pliegues de la cara.
Estiró una mano, indicando que estaba listo para decir su discurso. Los sachems se sentaron en el suelo de manera que toda la congregación pudiera verlo.
—Éste es el mejor día de mi vida —dijo entonces Deloeste—. Nunca jamás olvidaré ni un solo momento de este hermoso día. Permitidme que os cuente ahora cómo llegué hasta este día. Habéis oído sólo una parte de la historia. Nací en la isla de Hokkaido, en la isla nación de Nipón, y crecí allí como un joven monje y luego como un samurai, un guerrero. Mi nombre era Busho.
»En Nipón la gente organizaba sus cosas de otro modo. Teníamos un grupo de sachems con un único líder, llamado el emperador, y había una tribu de guerreros que era entrenada para luchar para los jefes y hacer que los campesinos les dieran parte de sus cosechas. Dejé el servicio de mi primer jefe debido a la crueldad que él ejercía con sus campesinos y me convertí en un ronin, un guerrero sin tribu.
»Viví así durante años, recorriendo las montañas de Hokkaido y Honshu como mendigo, monje, cantor, guerrero. Luego todo Nipón fue invadido por gente del lejano oeste, gente de la gran isla del mundo. Esta gente, los chinos, gobiernan la mitad del otro lado del mundo, o quizá más. Cuando invadieron Nipón, ningún intenso viento de tormenta kamikaze vino a hundir sus canoas, como siempre había sucedido antes. Los antiguos dioses abandonaron Nipón, tal vez a causa de los devotos de Alá que se habían apoderado de sus islas más australes. En cualquier caso, con el agua por fin navegable, ellos eran imparables. Utilizamos muchas armas, cadenas en el agua, fuego, emboscadas nocturnas, ataques de nadadores en el mar interior, y matamos a muchos de ellos, flota tras flota, pero seguían viniendo. Establecieron una fortaleza en la costa de la que no pudimos echarlos, una fortaleza que protegía una larga península, y en un mes habían llenado esa península. Luego atacaron toda la isla de golpe, desembarcando en todas las playas occidentales con miles y miles de hombres. Toda la gente de la liga hodenosauní no hubiera sido más que un puñado en medio de aquella multitud. Y aunque luchamos y luchamos, en las colinas y montañas donde sólo nosotros conocíamos las cuevas y los barrancos, ellos conquistaron las llanuras, y Nipón, mi nación y mi tribu, dejó de existir.
»Para entonces yo tendría que haber muerto más de cien veces, pero en cada batalla el azar me salvaba de una u otra manera y vencía al enemigo o me escurría y vivía para luchar una vez más. Finalmente sólo quedaban algunos grupos de los nuestros en todo Honshu. Entonces ideamos un plan, y nos reunimos una noche y robamos tres grandes canoas de transporte de los chinos, unas enormes embarcaciones tan grandes como muchas viviendas vuestras amarradas unas con otras. Navegamos con ellas hacia el este a las órdenes de los que habían estado antes en la Montaña Dorada.
»Estos barcos tenían alas de tela atadas a los postes para atrapar el viento, como las que quizás habéis visto que utilizan los extranjeros que vienen del este, y hay muchos vientos del oeste, tanto allí como aquí. Así que navegamos hacia el este varias lunas; cuando los vientos eran flojos, íbamos a la deriva arrastrados por la gran corriente del mar.
»Cuando llegamos a la Montaña Dorada descubrimos que otros nipones habían llegado allí antes que nosotros, no sabíamos si hacía meses, años o cientos de años. Allí había bisnietos de colonos, que hablaban una forma antigua de nipón. Se alegraron al ver que desembarcaba un grupo de samurais: decían que éramos como los legendarios cincuenta y tres ronin, porque los barcos chinos ya habían llegado, y habían entrado en el puerto y bombardeado las aldeas con sus grandes armas, antes de regresar a China para contarle a su emperador que estábamos allí para ser atravesados por las agujas.
Hizo un gesto para mostrar cómo era morir con una aguja gigante, su imitación era espantosamente sugestiva.
—Decidimos ayudar a nuestras tribus allí para defender el lugar y convertirlo en un nuevo Nipón, con la idea de regresar en algún momento a nuestro verdadero hogar. Pero unos años más tarde los chinos volvieron a aparecer, no en barcos que llegaban a través de la Puerta Dorada, sino a pie desde el norte, con un gran ejército, construyendo caminos y puentes a medida que iban avanzando, y hablando de oro en las colinas. Una vez más los nipones fueron exterminados como ratas en un granero, expulsados hacia el sur o hacia el este, hacia un desierto de empinadas montañas en donde sobrevivía solamente uno de cada diez.
»Cuando los que se salvaron estuvieron bien escondidos en las cuevas y en los barrancos, decidí que no vería cómo los chinos invadían la isla Tortuga tal como están invadiendo la gran isla del mundo hacia el oeste, si podía evitarlo. Viví con tribus y aprendí algo de la lengua, y a medida que iban pasando los años fui avanzando hacia el este, atravesando los desiertos y las grandes montañas, un terreno yermo desnudo de roca y arena tan cercano al sol que no hay manera de escapar del calor, y el suelo es como maíz ardiente, cruje bajo los pies. Las montañas son enormes picos de roca con estrechos cañones que pasan a través de ellas. En la empinada pendiente del este de estas montañas están los pastizales detrás de vuestros ríos, cubiertos por grandes manadas de búfalos, y por tribus de gente que vive de ellos en campamentos. Se mueven hacia el norte o hacia el sur junto con los búfalos, los siguen dondequiera que vayan. Esta gente es peligrosa, están siempre peleando unos con otros a pesar de la abundancia en la que viven; yo procuré esconderme cuando viajaba entre ellos. Caminé hacia el este hasta que me encontré con algunos campesinos esclavos que eran de los hodenosauníes, y por lo que me dijeron, en una lengua que sorprendentemente para mí ya podía entender, los hodenosauníes eran las primeras personas de las que yo había oído hablar que serían capaces de terminar con la invasión china.
»Así que busqué a los hodenosauníes y llegué aquí, durmiendo dentro de troncos, arrastrándome como una serpiente para ver todo lo que pudiera de vosotros. Subí por el Ohio y exploré toda esta tierra, y salvé a una niña esclava senequiana y aprendí más palabras con ella; luego un día fuimos capturados por un grupo de guerreros sioux. Fue por un error de la niña; ella luchó con tanta garra que la mataron. Y me estaban matando a mí también, cuando vosotros llegasteis y me salvasteis. Como estaban poniéndome a prueba, pensé: Un grupo de guerra senequiano te rescatará; incluso ahora hay uno por aquí. Ahí veo sus ojos, reflejando la luz del fuego. Y entonces vosotros estabais allí.
Extendió los brazos, y gritó:
—¡Gracias, gracias a todos vosotros los senequianos! —Sacó unas hojas de tabaco de su cinturón y las arrojó con gracia al fuego—. Gracias, Gran Espíritu, Mente Única que nos albergas a todos.
—Gran Espíritu —murmuró toda la gente junta a modo de respuesta, sintiendo el momento de comunión.
Deloeste cogió una larga pipa de ceremonia que le entregaba Frente Grande, y la llenó muy cuidadosamente con tabaco. Mientras acomodaba las hojas en el horno de la pipa continuó con su discurso.
—Lo que vi de vuestra gente me sorprendió. En cualquier otro lugar del mundo, las armas lo rigen todo. Los emperadores ponen las armas en la cabeza de los sachems, quienes las ponen en la de los guerreros, quienes las ponen en la de los campesinos y todos juntos las ponen en la de las mujeres, y únicamente el emperador y algunos sachems tienen voz y voto en sus asuntos. Ellos son dueños de las tierras como vosotros de vuestra ropa, y el resto de la gente son esclavos de una u otra clase. En todo el mundo hay tal vez cinco o diez de estos imperios, pero cada vez son menos puesto que se enfrentan unos con otros, y luchan hasta que uno prevalece. Gobiernan el mundo, pero no le caen bien a nadie, y cuando las armas no les amenazan, la gente se va o se rebela, y todo es violencia de uno contra otro, de hombre contra hombre y de hombres contra mujeres. Y a pesar de todo eso, cada vez son más, porque crían ganado, como alces, que dan leche y carne y cuero. Crían cerdos, como jabalíes, y ovejas y cabras, y caballos sobre los que se montan, como pequeños búfalos. Y entonces crecen en grandes cantidades, más que las estrellas en el cielo. Entre sus animales domésticos y sus vegetales, como vuestras tres hermanas, cayote y habichuelas y maíz, y un cereal al que llaman arroz, que crece en el agua, pueden alimentar a tantas personas que en cada uno de vuestros valles pueden mantener a tanta gente como todos los hodenosauníes juntos. Esto es cierto, lo he visto con mis propios ojos. En vuestra propia isla ya está comenzando, en la lejana costa occidental, y tal vez también en la costa oriental.
Hizo un gesto amable con la cabeza a todos, hizo una pausa para coger un hierro del fuego y encendió la pipa. La entregó al Guardián del Wampum, y siguió mientras cada sachem aspiraba una larga calada de la pipa.
—Pues bien, he observado a los hodenosauníes tan de cerca y atentamente como un niño observa a su madre. Veo cómo los hijos son criados siguiendo las costumbres de la madre, y que no pueden heredar nada de sus padres, para que no se haga una acumulación de poder en ningún hombre. Aquí no puede haber emperadores. He visto cómo las mujeres escogen los matrimonios y dan consejos en todos los aspectos de la vida, cómo se cuida de los ancianos y de los huérfanos. Cómo las naciones son divididas en tribus, vinculadas de tal manera que sois todos hermanos y hermanas a través de la liga, trama y urdimbre. Cómo los sachems son elegidos por la gente, incluyendo a las mujeres. Cómo si un sachem llegara a hacer algo malo sería destituido. Cómo sus hijos no son nada especial, sino hombres como cualquier otro, que en cualquier momento se casarán y tendrán sus hijos que se irán, e hijas que se quedarán, hasta que todos hagan su vida. He observado cómo este sistema de vida trae paz a vuestra liga. Es, en todo este mundo, el mejor sistema de gobierno que jamás haya inventado el ser humano.
Alzó las manos en gesto de agradecimiento. Volvió a llenar la pipa y la encendió una vez más, y echó un penacho de humo en medio del humo más grande que se elevaba de la hoguera. Lanzó más hojas al fuego y le pasó la pipa al sachem que estaba a su lado en el círculo, Hombre Asustado, quien de hecho en aquel momento parecía sentirse un poco intimidado. Pero los hodenosauníes eran sensibles a las habilidades para la oratoria tanto como a las habilidades para la guerra, y ahora todos escuchaban felizmente mientras Deloeste continuaba.
—El mejor gobierno, sí. Pero observad: vuestra isla tiene tanta abundancia de comida que no tenéis que fabricar utensilios para alimentaros. Vivís en paz y en abundancia, pero tenéis pocas herramientas y no habéis crecido mucho en número. Tampoco tenéis metales ni armas hechas de metal. Así es como ha ocurrido; podéis escarbar muy profundo en la tierra y encontrar agua, ¿pero por qué habríais de hacerlo si tenéis arroyos y lagos por todas partes? Así es como vivís vosotros.
»Pero las gentes de la isla grande han luchado unas contra otras durante muchas generaciones, y han fabricado muchas armas y herramientas, y ahora pueden navegar por los grandes mares en todos los lados de esta isla y desembarcar aquí. Y de este modo es que están viniendo, arreados como ciervos por montones de lobos que vienen detrás. Esto puede verse en vuestra costa oriental, más allá de Allende el Claro. Ésa es gente del otro lado de la misma gran isla de la que yo escapé, que se está extendiendo por todo el mundo.
»¡Seguirán viniendo! Y yo os diré qué pasará si vosotros no os defendéis en ésta, vuestra isla. Vendrán, y construirán mas fortalezas en la costa, algo que ya han empezado a hacer. Comerciarán con vosotros, telas por pelajes; ¡telas!, telas para obtener el derecho de adueñarse de esta tierra como si de su ropa se tratara. Cuando vuestros guerreros se opongan, os dispararán con armas de fuego, y traerán más y más guerreros con armas, y vosotros no podréis enfrentaros a ellos durante mucho tiempo, no importa a cuántos de ellos matéis, puesto que tienen tanta gente como granos de arena hay en las playas. Caerán sobre vosotros como el Niágara.
Hizo una pausa para dejar que esa potente imagen hiciera mella. Luego alzó las manos.
—No tiene por qué ser así. Un pueblo tan maravilloso como el de los hodenosauníes, con sus sabias mujeres y sus astutos guerreros, una nación por la cual cualquier persona moriría con gusto, como si se tratara de una familia, un pueblo como éste puede aprender a prevalecer sobre imperios, imperios en los que solamente los emperadores creen realmente.
»¿Cómo podemos hacerlo?, os preguntáis. ¿Cómo podemos evitar que caiga el agua del Niágara?
Hizo otra pausa, rellenó la pipa y echó más tabaco al fuego. Le pasó la pipa a la gente que estaba detrás del círculo de sachems.
—Ésta es la manera de hacerlo. Vuestra liga puede expandirse, como ya lo habéis demostrado con la inclusión de los Tejedores de Camisas, la de los shawnee, la de los chactas y la de los chickasaw. Deberíais invitar a todas las naciones vecinas a que se unan a vosotros, luego enseñarles vuestras costumbres y hablarles del peligro de la gran isla. Cada nación puede traer sus propias destrezas y dedicaciones y utilizarlas para defender esta isla. Si trabajáis juntos, los invasores nunca podrán abrirse camino a través de las profundidades del gran bosque, que es casi impenetrable incluso sin oposición alguna.
»Además, y aún más importante, tenéis que ser capaces de fabricar vuestras propias armas.
Ahora la atención de la multitud estaba totalmente concentrada en él. Uno de los sachems se puso de pie y levantó el mosquete que había obtenido en la costa para que todos pudieran verlo. Caja de madera, cañón de metal, gatillo de metal y llave de chispa, con una piedra. Se veía lustroso y misterioso a la luz anaranjada del fuego, brillando como sus rostros, algo nacido, no fabricado.
Pero Deloeste lo señaló.
—Sí. Así. Menos partes que cualquier cesto. El metal viene de las rocas trituradas puestas al fuego. Los tiestos y los moldes que se utilizan para colocar el metal derretido están hechos de un metal aún más resistente, que ya no puede derretirse más. O de arcilla. Igual que con las barras, dobláis una lámina de metal ardiente, para hacer el cañón del arma. El fuego se lleva a una temperatura lo suficientemente alta alimentándolo con carbón y con hulla, y avivándolo con el aire de un fuelle. Además, podéis meter una rueda en el río para que gire con la corriente, que conseguirá abrir y cerrar el fuelle con la fuerza de mil hombres.