Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
El Guardián frunció el ceño, intentando recordar. Afuera se escuchaban gemidos, gritos, disparos, botas que corrían. Irritado, distraído, dijo:
—No puedes ser prudente en momentos como éste, tienes que luchar contra el mal siempre que se presenta la oportunidad.
—Es cierto, pero con inteligencia. Poco a poco.
El Guardián lo miró escépticamente. Arrebató el libro de Iagogeh y lo arrojó contra los espejos. Uno de ellos se rompió, y detrás de la pared se oyó un chillido.
—Deja de discutir —dijo Iagogeh—. Ahora presta atención.
El Guardián recogió el libro, y todos atravesaron corriendo pequeñas habitaciones cercanas, subiendo cada vez más y más, luego bajando otra vez, luego subiendo, siempre subiendo o bajando escaleras en múltiplos de siete o de nueve. El Guardián golpeó a muchos otros funcionarios con el pesado libro. Golpear la Piedra no hacía otra cosa que escurrirse por habitaciones laterales y perderse.
Finalmente llegaron a las ciento ocho cámaras de Meng, la Diosa del Olvido. Todos tenían que pasar por una cámara distinta, y beber la copa de vino-que-no-era-vino que se les ofrecía. Había guardianes que no miraban, como si pudieran notar hasta el más insignificante de los movimientos, en cada salida para hacer cumplir aquel requisito; las almas no debían regresar a la vida demasiado cargadas ni aprovechar los beneficios de las vidas pasadas.
—Me niego —gritó el Guardián. Todos pudieron oírlo desde las habitaciones contiguas—. ¡No recuerdo que se haya requerido esto antes!
—Eso es porque estamos progresando —intentó hacerle entender Busho—. Recuerda el plan, recuerda el plan.
Él mismo cogió su copa, felizmente bastante pequeña, y simuló tragar el dulce contenido con un trago exagerado, dejando el líquido debajo de la lengua. Sabía tan bien que se sintió terriblemente tentado de tragarlo, pero aguantó y sólo dejó que un pequeño sorbo llegara hasta el fondo de la lengua.
Así que cuando fue arrojado con el resto al río Final, escupió todo lo que pudo del no vino, sin embargo estaba desorientado. Los otros miembros del jati cayeron de igual manera en los bajos del río, atragantados y escupiendo; Flecha Recta reía tontamente como un borracho, totalmente inconsciente. Iagogeh reunió a todos, y el Guardián, independientemente de lo que había olvidado, no había perdido su propósito inicial, que era hacer todo el estrago que pudiera. A medias nadando, a medias flotando, atravesaron la corriente roja hasta llegar a la lejana orilla.
Allí, al pie de un alto muro rojo, fueron sacados del río a rastras por dos dioses demonios del Bardo, Vida es Corta y Muerte por Gradaciones. Sobre sus cabezas había una pancarta colgada de la pared con un mensaje: «Ser humano es fácil, vivir una vida humana es difícil; desear ser humano una segunda vez es aún más difícil. Si quieres ser liberado de la rueda, persevera».
El Guardián leyó el mensaje y resopló.
—Una segunda vez, ¿y qué pasa en la décima? ¿Qué pasa en la quincuagésima?
Y con un rugido empujó a Muerte por Gradaciones hasta tirarlo al río de sangre. Habían escupido lo suficiente del no vino del olvido de Meng en el río como para que el dios guardián olvidara rápidamente quién lo había empujado y cuál era su trabajo y cómo nadar.
Pero los otros miembros del jati vieron lo que había hecho el Guardián, entonces el propósito que tenían volvió a la conciencia de cada uno más claro que nunca. Busho empujó a otro guardián al río:
—¡Justicia! —gritó después—. ¡Realmente la vida es corta!
Aparecieron otros guardianes aguas arriba en la orilla del río Final que se acercaban apresuradamente a ellos. Los miembros del jati actuaron con rapidez y, por una vez, en equipo; retorciendo y enredando el cartel que colgaba del muro, lo convirtieron en una especie de cuerda que utilizaron para subir por el Muro Pojo. Busho y el Guardián, Iagogeh y Golpear la Piedra y Flecha Recta y Zigzag y todos los demás lograron subir al remate del muro, que era tan ancho que permitía tumbarse. Allí pudieron recuperar el aliento y mirar a su alrededor: hacia atrás, al oscuro y humeante Bardo, donde había estallado una lucha aún más caótica que la habitual; todo indicaba que habían comenzado una rebelión general; hacia adelante, al mundo allí abajo, envuelto en nubes.
—Esto es igual a aquella vez que llevaron a Mariposa a la cima de aquella montaña para sacrificarla —dijo el Guardián—. Ahora puedo recordarlo.
—Allí abajo podemos hacer algo nuevo —dijo Iagogeh—. Depende de nosotros. ¡Recordadlo!
Y saltaron del muro como gotas de lluvia.
La viuda Kang era sumamente puntillosa con los aspectos ceremoniales de su viudez. Siempre se refería a sí misma como wei-wangren, «la persona que no ha muerto todavía». Cuando los hijos quisieron celebrar su cuadragésimo cumpleaños, ella puso reparos diciendo:
—Esto no es apropiado para alguien que no ha muerto todavía.
Viuda a los treinta y cinco años, justo después del nacimiento de su tercer hijo, se había arrojado a las profundidades de la desesperación; había amado mucho a su esposo Kung Xin. Sin embargo había descartado la idea del suicidio, como una afectación Ming. Una interpretación más auténtica del deber confuciano dejaba claro que cometer un suicidio era abandonar las responsabilidades propias y depositarlas en manos de los hijos y los parientes; evidentemente, algo impensable. La viuda Kang Tongbi se empeñó en cambio en permanecer célibe hasta pasar la edad de cincuenta, escribiendo poesía y estudiando a los clásicos y organizando, dirigiendo y administrando el recinto familiar. A los cincuenta años reuniría los requisitos para pedir un certificado de viuda casta, y recibiría una distinción con la elegante letra del emperador Qianlong, que planeaba enmarcar y colgar en la entrada de su casa. Sus tres hijos podrían incluso construir un arco de piedra en honor a ella.
Sus dos hijos mayores se movían por todo el país al servicio de la burocracia imperial, y ella criaba al más pequeño mientras seguía organizando y administrando el hogar familiar que quedaba en Hangzhou, que ahora se reducía a su hijo Shih y a los sirvientes dejados allí por los hijos mayores. Supervisaba la sericultura, que era el ingreso principal del hogar, puesto que sus hijos mayores aún no podían enviar demasiado dinero a casa y todo el proceso de fabricación de la seda, hilandería y bordados estaba a su cargo. Ninguna otra casa llevada por un magistrado regional era gobernada con parecida mano de hierro. Esto también honraba la erudición han, puesto que en los mejores hogares el trabajo de las mujeres, generalmente fabricando tejidos de cáñamo y seda, era considerado una virtud desde mucho antes de que la política Qing restableciera su apoyo oficial.
La viuda Kang vivía en la zona destinada a las mujeres del pequeño recinto, que estaba situado cerca del río Chu. Las paredes externas estaban cubiertas de estuco, las internas de trozos de madera, y la zona de las mujeres, en la parte más profunda de la propiedad, ocupaba un hermoso edificio blanco y cuadrado con techo de tejas, lleno de luz y de flores. En aquella construcción, y en los talleres contiguos a ella, la viuda Kang y sus mujeres solían tejer y bordar por lo menos algunas horas cada día, y a menudo más, si la luz era buena. Aquí también la viuda Kang hacía que su hijo menor recitara las partes de los clásicos que había aprendido de memoria siguiendo sus órdenes. Ella solía trabajar en el telar o, por las tardes, sólo hilaba o trabajaba en los diseños más grandes de bordado, todo el rato haciendo que Shih practicara las «Analectas», o Mencio, insistiendo en una memorización perfecta, tal como lo harían los examinadores llegado el momento. El pequeño Shih no era muy bueno con los estudios, incluso cuando lo comparaba con sus hermanos mayores, quienes habían sido apenas aceptables, y a menudo estaba sumido en un mar de lágrimas para cuando terminaba la tarde; pero Kang Tongbi era implacable, y cuando él terminaba de llorar, todo volvía a empezar. Con el tiempo mejoró bastante. Pero era un muchacho nervioso y desdichado.
Así que nadie era más feliz que Shih cuando la rutina cotidiana del hogar era interrumpida por una celebración. Los tres cumpleaños del Bodhisattva Guanyin eran días festivos importantes para su madre, especialmente el principal, que se celebraba el día diecinueve del sexto mes. A medida que se iba acercando este fantástico acontecimiento, la viuda comenzaba a relajar sus estrictas instrucciones, y se dedicaba en cambio a los preparativos: lectura perfecta, escritura de poesía, recogida de incienso y de comida para las mujeres necesitadas del vecindario; aquellas actividades se sumaban a las de sus ya ajetreados días. A medida que se acercaba la festividad, ella ayunaba y se abstenía de realizar cualquier acción contaminante, incluso enfadarse, por lo cual suspendía durante un tiempo las lecciones de Shih, y ofrecía sacrificios en el pequeño altar del recinto:
El anciano en la luna ataba hilos rojos
en nuestras piernas cuando éramos bebés.
Nos conocimos y nos casamos; ahora te has ido.
La vida efímera es como el agua que fluye;
de repente, hemos sido separados por la muerte todos estos años.
Las lágrimas brotan con el comienzo de un temprano otoño.
La que no ha muerto todavía aparece en los sueños
de un fantasma lejano. Vuela una grulla, cae una flor;
sola y desolada, dejo de lado mis bordados
y voy hasta el patio a contar los gansos
que han perdido su bandada. Que Bodhisattva Guanyin
me ayude a sobrevivir estos últimos años fríos.
Cuando llegaba el día, todos ayunaban, y, por la tarde, se unían en una gran procesión en lo más alto de la colina del lugar, llevando sándalo en un saco de tela y agitando banderines, sombrillas y faroles de papel, cada grupo detrás de la bandera de su templo, y del gran farol que marcaba el camino y mantenía alejados a los demonios. Para Shih, la emoción de la marcha nocturna, más la pausa en sus estudios, hacía que aquél fuera un extraordinario día festivo, y caminaba detrás de su madre balanceando un farol de papel, cantando canciones y sintiéndose feliz de un modo a menudo imposible para él.
—Miao Shan era una muchacha que se negó a cumplir la orden de que se casara que su padre le había dado —dijo su madre a las jóvenes que caminaban delante de ellos, aunque todas conocían la historia—. En un ataque de ira la ingresó en un monasterio y luego lo incendió. Un bodhisattva, Dizang Wang, llevó su espíritu hasta el Bosque de los Cadáveres, donde ella ayudó a los fantasmas intranquilos. Después de eso descendió todos los niveles del infierno y enseñó a los espíritus que allí se encontraban la manera de ascender por encima de sus sufrimientos, y tuvo tanto éxito que el dios Yama la hizo regresar en la forma de Bodhisattva Guanyin, para que los vivos aprendieran aquellas buenas cosas mientras están con vida, antes de que sea demasiado tarde para ellos.
Shih no escuchó aquel cuento tantas veces oído; no lograba entenderlo. No se parecía a nada en la vida de su madre, y él no comprendía por qué ella se sentía atraída por esa historia. Las canciones, la luz del fuego y el intenso olor del humo de incienso, todo convergía en el santuario que estaba en lo alto de la colina. Allí arriba, el abad budista dirigía las oraciones, y la gente cantaba y comía pequeñas golosinas.
Bastante después de la puesta de la luna bajaron todos la colina y siguieron por el camino del río hasta llegar a casa, todavía cantando canciones en la ventosa oscuridad. Todos los habitantes del hogar avanzaban lentamente, no sólo porque estuvieran cansados, sino para complacer el afectado andar de la viuda Kang. Sus pies eran muy pequeños y hermosos, pero se movía casi tan bien como las criadas de pies grandes y planos, con pasos rápidos y un movimiento característico de las caderas, una forma de andar sobre la que nadie nunca comentaba nada.
Shih iba delante de todos, cuidando todavía de que no se apagara la última vela que le quedaba; con su luz vislumbró movimientos junto a la pared de la casa: una gran figura oscura, caminando tan extrañamente como lo hacía su madre, por lo que por un instante pensó que sería su sombra sobre la pared.
Pero luego se oyó algo como el gemido de un perro, y Shih dio un salto hacia atrás y gritó a modo de advertencia. Los demás se acercaron corriendo, Kang Tongbi a la cabeza del grupo, y todos vieron a la luz de los faroles a un hombre con ropas andrajosas, sucio, encorvado, que los miraba fijamente, con grandes ojos de miedo.
—¡Un ladrón! —gritó alguien.
—No —dijo el hombre con una voz ronca—. Soy Bao Ssu, un monje budista de Suzhou. Sólo intento sacar agua del río. Desde aquí lo oigo.
Hizo un gesto, luego intentó cojear en dirección al sonido del río.
—Un mendigo —dijo alguien.
Pero se decía que había brujos al oeste de Hangzhou, y entonces la viuda Kang puso su farol tan cerca del rostro del desconocido que éste se vio obligado a entrecerrar los ojos.
—¿Eres realmente un monje, o uno de esos asquerosos que se ocultan en sus templos?
—Un monje de verdad, os lo juro. Tenía un certificado, pero me lo quitó el magistrado. Estudié con el maestro Yu del templo del Bosque de Bambú Púrpura.
Y comenzó a recitar el sutra del diamante, el favorito de las mujeres cuando habían pasado de cierta edad.
Kang inspeccionó su rostro detenidamente a la luz del farol. Se estremeció visiblemente, dio un paso hacia atrás.
—¿Te conozco? —se dijo a sí misma. Y luego a él—: ¡Te conozco!
El monje inclinó su cabeza.
—No sé, señora. Vengo de Suzhou. Tal vez hayáis estado allí de visita.
Ella sacudió la cabeza, aún trastornada, mirando atentamente aquellos ojos.
—Te conozco —susurró.
Luego les dijo a los sirvientes:
—Dejadlo dormir junto a la puerta trasera. Vigiladlo; ya averiguaremos más mañana por la mañana. Ahora está todo demasiado oscuro para ver bien la naturaleza de un hombre.
A la mañana siguiente, un niño apenas unos años más pequeño que Shih se había unido al hombre. Ambos estaban mugrientos y examinaban cuidadosamente la basura en busca de las sobras más frescas de comida, que devoraban inmediatamente. Miraban a los habitantes de aquel hogar desde la puerta con la cautela de un zorro. Pero no podían salir corriendo y escapar; los tobillos del hombre estaban hinchados y magullados.