Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Giró la calavera de manera que quedara de cara a él y observó su interior.
—Él hizo esto y nadie lo supo —dijo—. Nadie supo quién era, nadie recuerda esta acción mía, no existe nada que dé constancia de ella, excepto en mi mente, de vez en cuando, y en la existencia de toda la gente que está aquí, que habría muerto si yo no lo hubiera hecho. Ésta es la historia humana, no la de los emperadores ni la de los generales ni la de sus guerras, sino las anónimas acciones de la gente que nunca son registradas; el bien que hacen por los demás pasa como una bendición, es simplemente hacer por extraños lo que tu madre hizo por ti o no hacer aquello que ella siempre rechazó. Y todo lo que nos hace avanzar y nos convierte en lo que somos.
La siguiente parte del discurso de Deloeste fue en su propia lengua, y duró un buen rato. Todos observaban atentamente mientras hablaba a la calavera que tenía en la mano, y la acariciaba. La imagen tenía a todos como hechizados, y cuando se detuvo para escuchar ensimismado la respuesta de la calavera, ellos parecían también oírla, más palabras en una lengua que se parecía mucho al canto de los pájaros. Hablaban y se contestaban, la calavera y él, y Deloeste lloró un poco. Cuando se dispuso a hablar a los demás otra vez, en su extraño senequiano, todo el mundo estaba impresionado.
—¡El pasado nos reprocha! Tantas vidas. Cambiamos lentamente, tan lentamente. Vosotros creéis que no es así, pero sí lo es. Tú... —utilizó la calavera para señalar al Guardián del Wampum—, tú nunca hubieras podido convertirte en sachem cuando te conocí por última vez, oh hermano mío. Estabas demasiado enfadado, pero ahora ya no lo estás. Y tú...
Señaló a Iagogeh con la calavera, quien sintió que el corazón le latía en el pecho con todas sus fuerzas...
—Nunca antes hubieras sabido qué hacer con tu inmenso poder, oh, hermana mía. Nunca hubieras podido enseñarle tanto al Guardián.
»Crecemos juntos, tal como Buda nos dijo que sucedería. Recién ahora podemos entender y asumir nuestra propia carga. Tenéis el mejor gobierno de esta Tierra, nadie como aquí ha comprendido que todos somos nobles, que todos formamos parte de la Mente Única. Pero esto también es una carga, ¿comprendéis? Tenéis que cargar con ella: ¡todas las vidas que quedan por nacer dependen de vosotros! Sin vosotros el mundo se convertiría en una pesadilla. El juicio de los antepasados —dijo balanceando la calavera, haciendo gestos hacia la casa de los huesos.
La herida de su cabeza estaba sangrando y él lloraba; la multitud lo observaba boquiabierta, viajando ahora con él por el espacio sagrado del chamán.
—Todas las naciones de esta isla son vuestros futuros hermanos, vuestras futuras hermanas. Así es como debéis recibirlos. ¡Hola, futuro hermano! ¿Cómo te ha ido? Ellos reconocerán vuestra alma como la suya propia. Se unirán a vosotros si sois su hermano mayor y les mostráis el camino que deben seguir. Terminarán las peleas entre hermanos y hermanas, y una nación tras otra, una tribu tras otra se unirán a la liga de los hodenosauníes. Cuando los extranjeros lleguen por el mar para tomar vuestra tierra, podréis enfrentarlos todos unidos, resistir sus ataques, tomar de ellos lo que sea provechoso y rechazar lo dañino, y hacerles frente como iguales en esta tierra. Ahora puedo ver qué sucederá en un futuro, ¡puedo verlo! ¡Puedo verlo! ¡Puedo verlo! ¡Puedo verlo! Las personas en las que me convertiré sueñan ahora y me hablan, hablan a través de mí, me dicen que toda la gente del mundo observará maravillada la justicia del gobierno de los hodenosauníes. La historia pasará de comunidad en comunidad, y llegará a todos los sitios en los que la gente es esclavizada por sus gobernadores, hablarán unos con otros de los hodenosauníes, y de una posible manera de vivir, compartir las cosas, todas las personas con derecho a decidir lo mejor para su vida, sin esclavos ni emperadores, sin conquistas ni sumisiones, gente libre como pájaros en el cielo. ¡Como águilas en el cielo! Oh, traedlo; oh, que llegue el día; oh, ooohhhhhhhhhhhh...
En ese momento Deloeste hizo una pausa, para tomar aire. Iagogeh se acercó a él y le ató un trozo de tela en la cabeza para restañar la sangre que salía de la herida. Él olía a sudor y a sangre. Miró a la mujer como atravesándola con los ojos, luego levantó la vista para mirar el cielo nocturno y dijo:
—Ah.
Como si las estrellas fueran pájaros, o el brillo de almas aún no nacidas. Miró fijamente la calavera incapaz de saber cómo había llegado hasta sus manos. Se la dio a Iagogeh, y ella la cogió. Caminó hacia donde estaban los jóvenes guerreros, cantó no muy convincentemente la primera parte de una de las canciones para bailar. Esto liberó a los hombres del hechizo que había caído sobre ellos, y de repente todos se pusieron de pie, y el sonido de los tambores y el traqueteo se reanudaron. Los bailarines no tardaron en rodear la hoguera.
Deloeste tomó otra vez la calavera. Iagogeh sintió como si le estuviera entregando su propia cabeza. Él caminó lentamente hasta la casa de los huesos, tambaleándose como un borracho, pareciendo cada vez más pequeño con cada uno de sus pasos de cansado. Entró sin antorcha. Cuando salió, sus manos estaban vacías, y cogió una flauta que alguien le ofrecía, y regresó al baile. Allí se balanceó ligeramente sin moverse del lugar y tocó con los otros músicos, llevando el ritmo sin ninguna melodía en particular. Iagogeh bailaba frenéticamente, y cuando pasó junto a él lo cogió y lo hizo entrar nuevamente en la hilera de bailarines, y él la siguió.
—Eso estuvo muy bien —dijo—. La historia que contaste es muy buena.
—¿En serio? —preguntó él—. No lo recuerdo.
Ella no se sorprendió.
—Estabas ido. Otro Deloeste habló a través de ti. Fue una buena historia.
—¿Los sachems también lo creyeron así?
—Los convenceremos.
Lo guió a través de la multitud, observando qué aspecto tenía junto a una joven, junto a otra, todas muchachas que quizá fueran buenas candidatas. Él no reaccionó en contra de ninguna de aquellas posibles parejas, se limitó a bailar y a soplar la flauta, mirando hacia abajo o al fuego. Parecía agotado y pequeño después de bailar durante un rato más, Iagogeh lo alejó del fuego. Él se sentó con las piernas cruzadas, tocando la flauta con los ojos cerrados, añadiendo salvajes trinos a la música.
Antes del amanecer, el fuego se desmoronó para convertirse en un gran montón de brasas. Mucha gente se había ido a las viviendas de los onondagas para dormir, y muchos otros estaban acurrucados como perros con sus mantas sobre la hierba bajo los árboles. Los que aún estaban despiertos se habían sentado en círculo junto al fuego, cantando canciones o contando historias mientras esperaban al alba, tirando ramas al fuego para que no se apagara.
Iagogeh paseaba por el campo de lacrosse, cansada; las extremidades le zumbaban por el baile y el tabaco. Buscó a Deloeste con la mirada, pero no lo encontró, ni en la comunidad, ni en la pradera, ni en el bosque, ni en la casa de los huesos. Se sorprendió preguntándose si toda aquella magnífica aparición no había sido tan sólo un sueño que habían compartido.
El cielo oriental estaba poniéndose gris. Iagogeh bajó al lago, a la zona de las mujeres, detrás de una pequeña lengua de tierra arbolada, pensando en lavarse antes de que alguien se acercara. Se quitó la ropa, toda excepto la camisa, se metió caminando en el lago hasta que el agua le cubrió los muslos y se lavó.
Del otro lado del lago vio un alboroto. Una cabeza negra en el agua, como un castor. Era Deloeste, percibió ella, nadando como un castor o una nutria en el lago. Tal vez se había convertido otra vez en un animal. Su cabeza era precedida por ondas en el agua. Respiraba como un oso.
Ella estuvo un rato inmóvil; cuando él apoyó los pies en el fondo del lago, donde la tierra era cenagosa, ella se dio vuelta para tenerlo cara a cara. Él la vio y se congeló. Llevaba solamente el cinturón, como en el juego. Juntó las manos, hizo una profunda reverencia. Ella chapoteo lentamente hacia él.
—Ven —dijo ella en voz muy baja—. Ya he elegido a alguien para ti.
Él la miró con calma. Parecía mucho mayor que el día anterior.
—Gracias —le dijo, y agregó algo en su lengua. Un nombre, pensó ella. Un nombre para ella.
Caminaron hasta la orilla. Los pies de ella tropezaron y ella posó una mano sobre el antebrazo que él le ofrecía, decorosamente, para sostenerla. En la orilla ella se secó con los dedos y se vistió, mientras él recuperaba su ropa y hacía lo mismo. Caminaron lado a lado otra vez hasta la hoguera, pasaron a los que observaban el amanecer, atravesando los nudos de cuerpos durmientes. Iagogeh se detuvo delante de uno de esos cuerpos. Tecarnos, una joven mujer; no era una muchacha, pero estaba soltera. Mordaz y divertida, inteligente y llena de espíritu. Dormida como estaba no revelaba todas aquellas cualidades, pero tenía una pierna estirada con elegancia y parecía fuerte debajo de la manta.
—Tecarnos —dijo Iagogeh suavemente—. Mi hija. Hija de mi hermana mayor. De la tribu Lobo. Una buena mujer. La gente confía en ella.
Deloeste asintió con la cabeza, una vez más las manos juntas delante del cuerpo, mirándola.
—Te doy las gracias.
—Hablaré con las otras mujeres. Se lo diremos a Tecarnos y a los hombres.
Él sonrió, miró a su alrededor como si lo atravesara todo con la mirada. La herida que tenía en la frente estaba en carne viva y seguía goteando sangre aguada. La luz del sol entraba intermitentemente a través de los árboles del este, y el canto que llegaba desde la hoguera sonaba cada vez más fuerte.
—Vosotros dos traeréis más almas buenas a este mundo —dijo Iagogeh.
—Esperemos que sí.
Ella puso una mano sobre el hombro de él, igual que lo había hecho al salir del lago.
—Cualquier cosa puede pasar. Pero nosotros —con esto, ella quería decir ellos dos, o las mujeres, o los hodenosauníes—, nosotros intentaremos hacer lo mejor posible. Es todo lo que puede hacerse.
—Lo sé. —Deloeste miró la mano que reposaba sobre su brazo y miró al sol entre los árboles—. Tal vez todo salga bien.
Iagogeh, la narradora de este cuento, ella misma vio todas esas cosas.
Y así fue que muchos años después, cuando el jati se reunió una vez más en el Bardo, después de años de trabajo luchando para deshacerse de los extranjeros que vivían en la desembocadura del río del Este, luchando para mantener unidos a sus pueblos para enfrentarse a todas las nuevas y devastadoras enfermedades que los asolaban, haciendo alianzas con la gente de Deloeste acuciada por los mismos problemas en la costa occidental de su isla, haciendo todo lo que podían para unir a las naciones y para disfrutar de la vida en el bosque con sus gentes y sus tribus, Deloeste se acercó al Guardián del Wampum y le dijo con orgullo:
—Tienes que admitirlo, hice lo que me pediste, ¡salí al mundo y luché por lo que era justo! ¡Y una vez más hicimos algo bueno!
El Guardián puso una mano sobre el hombro de su joven hermano mientras se acercaba al enorme e imponente edificio de la tarima de juicio del Bardo, y dijo:
—Sí, has estado bien, muchacho. Hicimos todo lo que pudimos.
Pero ya estaba mirando hacia adelante, donde estaban las enormes torres y almenas del Bardo, circunspecto e insatisfecho, concentrado en la tarea que les esperaba. Las cosas en el Bardo parecían haberse vuelto incluso más al modo chino desde la última vez que habían estado allí, quizá como todo el resto de los reinos, o tal vez sólo era una coincidencia que tenía que ver con la perspectiva, pero el gran muro de la tarima estaba separado en muchos niveles, que llevaban a cientos de cámaras, por lo que se parecía de alguna manera al costado de una colmena.
El dios burócrata que estaba en la entrada de aquella conejera, un tal Biancheng, entregaba una guía para el proceso que les esperaba abajo, un grueso volumen titulado
El registro de Jade
, de varios cientos de páginas llenas de detalladas instrucciones y descripciones, ilustradas copiosamente, de los diferentes y previsibles castigos que les esperaban por los crímenes y agravios que habían cometido en sus vidas más recientes.
El Guardián cogió uno y, sin dudarlo, lo sacudió como si se tratara de un tomahawk, golpeando a Biancheng por encima del escritorio cargado de libros. Luego miró a su alrededor, la larga fila de almas que esperaban su turno para ser juzgadas, y las vio pasmadas mirándolo fijamente, y les gritó:
—¡Motín! ¡Rebelión! ¡Sublevación! ¡Revolución!
Y sin esperar para ver qué hacían los demás, llevó a su pequeño jati hasta una cámara de espejos, la primera habitación en su paso a través del proceso del tribunal, donde las almas tenían que mirarse a sí mismas y ver qué eran realmente.
—Una buena idea —admitió el Guardián, después de detenerse en el centro y mirarse en un espejo, viendo lo que nadie más podía ver—. Soy un monstruo —anunció—. Mis disculpas para todos vosotros. Y esencialmente para ti, Iagogeh, por soportarme esta última vez y todas las anteriores. Y para ti, muchacho —dijo señalando con la cabeza a Busho, a quien había conocido como Deloeste—. No obstante, aún nos queda algo por hacer. Tengo intenciones de echar abajo todo este lugar.
—Y comenzó a mirar por toda la habitación en busca de algo para romper los espejos.
—Espera —dijo Iagogeh. Estaba leyendo su ejemplar de
El registro de Jade
, hojeando páginas rápidamente—. Los ataques frontales son inútiles, por lo que recuerdo. Estoy recordando cosas. Tenemos que atacar directamente al sistema. Necesitamos una solución técnica... Aquí. Aquí está la cosa: justo antes de que nos envíen nuevamente al mundo, la Diosa Meng nos administra una copa de olvido.
—No recuerdo tal cosa —dijo el Guardián.
—Ésa es la cuestión. Entramos en cada vida ignorando nuestras vidas pasadas, y entonces luchamos cada vez sin aprender nada de todo lo vivido antes. Tenemos que evitar eso, si podemos. Así que escuchad, y recordad: cuando estéis en las ciento ocho habitaciones de esta Meng, ¡no bebáis nada! Si os obligan, entonces simplemente simulad beberlo, y escupidlo cuando seáis liberados. —Siguió leyendo—. Apareceremos en el río Final, un río de sangre, entre este reino y el mundo. Si logramos llegar allí con nuestra mente intacta, tal vez podamos actuar más eficazmente.
—Bien —dijo el Guardián—. Pero mi intención es destruir este lugar.
—Recuerda lo que sucedió la última vez que lo intentaste —le advirtió Busho, colocándose en el rincón de la cámara para poder ver el reflejo de los reflejos. Había recordado algunas cosas mientras Iagogeh estaba hablando—. Recuerda cuando atacaste con una espada a la Diosa de la Muerte, y ella redobló su ataque contra ti en cada golpe.