Read Tiempos de Arroz y Sal Online
Authors: Kim Stanley Robinson
Pensó tanto tiempo en aquello que los alumnos comenzaron a mirarse unos a otros. Entonces, le dijo cuidadosamente a la joven:
—Bueno, probemos algo. Pensemos que quizá no haya ningún Bardo. Ni cielo ni infierno; ningún tipo de vida después de la muerte. Que no haya continuación de la conciencia ni del alma. Imaginad que todo lo que sois es una expresión de vuestro cuerpo, y cuando finalmente sucumbe con alguna dolencia y muere, vosotros desaparecéis para siempre. Desaparecéis completamente.
La muchacha y los demás estudiantes lo miraban fijamente.
Él asintió con la cabeza.
—Entonces, es necesario que penséis otra vez en el significado de la reencarnación. Porque la necesitamos. Todos la necesitamos. Y puede que haya alguna manera de reconceptualizarla para que siga teniendo un significado, aunque admitamos que la muerte del yo es real.
—¿Pero cómo? —preguntó la muchacha.
—Bueno; primero, por supuesto, están los niños. Nosotros nos reencarnamos literalmente en nuevos seres, a pesar de que ellos son la mezcla de dos seres anteriores; dos seres que seguirán viviendo en las enroscadas escaleras que se separan y vuelven a unirse, que pasan a las generaciones siguientes.
—Pero eso no es nuestra conciencia.
—No. Pero la conciencia se reencarna de otra forma, cuando la gente del futuro nos recuerde y utilice nuestra lengua e, inconscientemente, modele su vida a partir del ejemplo de la nuestra, haciendo una especie de recombinación de nuestros principios y nuestras costumbres. Nosotros perduramos en las formas que la gente del futuro adoptará para pensar y hablar. Incluso si las cosas cambiaran tanto que lo único que se mantuviera igual fueran los hábitos biológicos, serían reales por todo eso; tal vez más reales que la conciencia, más arraigadas en la realidad. Recordad, reencarnación significa «regresar a un nuevo cuerpo».
—Es posible que algunos de nuestros átomos hagan eso literalmente —dijo un muchacho.
—Es cierto. En lo infinito de la eternidad, los átomos que formaron parte de nuestro cuerpo durante un tiempo seguirán existiendo, y se incorporarán en otra vida de esta tierra, y tal vez de otros planetas en galaxias subsiguientes. O sea que nos reencarnamos difusamente a través del universo.
—Pero eso no es nuestra conciencia —dijo la muchacha tercamente.
—Ni la conciencia, ni el yo. El ego, el hilo de pensamientos, el fluir de la conciencia, que ningún texto o imagen ha logrado nunca expresar; no, no es eso.
—Pero yo no quiero que eso se termine —dijo ella.
—No. Sin embargo, así es. Ésta es la realidad en la que hemos nacido. No podemos cambiarla sólo porque lo deseemos.
—Buda dice que deberíamos renunciar a nuestros deseos —dijo el muchacho.
—¡Pero eso también es un deseo! —exclamó la joven.
—Entonces, en realidad, nunca renunciamos a ese deseo —convino Bao—. Lo que sugería Buda es imposible. El deseo es vida que intenta seguir siendo vida. Todas las cosas vivas tienen deseos, las bacterias sienten deseos. La vida es querer.
Los jóvenes alumnos pensaron en eso durante un rato. Hay una edad, pensó y recordó Bao, en la vida de cada uno en que se es joven y todo parece posible, y se quiere todo; y sencillamente, uno estalla de deseo. Y hace el amor toda la noche porque desea sin medida.
—Otra manera de rescatar el concepto de reencarnación es sencillamente pensar en la especie como si fuera un organismo —dijo Bao —. El organismo sobrevive y tiene una conciencia colectiva de sí mismo; eso es la historia, o el lenguaje, o las escaleras enroscadas que estructuran nuestro cerebro. En realidad no importa qué le suceda a cualquiera de las células de ese cuerpo. De hecho, la muerte es necesaria para la salud y la supervivencia del organismo; es cuestión de hacer lugar para las células nuevas. Y si lo pensamos así, entonces puede que se despierte un sentimiento de solidaridad y de deber para con los demás. Claro que si hay una parte del cuerpo que está sufriendo y al mismo tiempo otra parte se apropia de la boca y se ríe y proclama que todo está muy bien y baila una gíga como hacían los antiguos cristianos mientras se les caían las carnes, entonces entenderemos perfectamente que esta criatura-especie o especiecriatura está loca y es incapaz de enfrentar su enfermedad terminal. Visto de ese modo, mucha gente podría llegar a entender que el organismo debe tratar de mantenerse sano en todas las partes de su cuerpo.
La muchacha movía la cabeza mostrando incredulidad.
—Pero eso tampoco es la reencarnación. No es eso lo que significa.
Bao se encogió de hombros, se dio por vencido.
—Lo sé. Sé a lo que te refieres, creo; parece ser que tuviera que haber algo de nosotros que perdure. Y yo mismo a veces he sentido cosas. Una vez, en la Puerta del Oro... —Negó con la cabeza—. No hay manera de saberlo. La reencarnación es una historia que contamos nosotros; entonces al final lo que es la reencarnación es la historia en sí misma.
Con el tiempo Bao llegó a entender que enseñar también era una especie de reencarnación; y que los años pasaban, los estudiantes llegaban y se iban, nueva gente joven renovándose sin cesar, pero siempre de la misma edad, tomando la misma clase; la clase debajo de los robles, reencarnada. Bao empezó a disfrutar de ese aspecto de la enseñanza. Solía comenzar la primera clase diciendo:
—Bueno, aquí estamos otra vez.
Cada año, los alumnos no sabían qué pensar de ese exordio; la misma respuesta, cada vez.
Aprendió, entre otras cosas, que la enseñanza era la manera más rigurosa de aprender. Aprendió a aprender más él de sus alumnos que ellos de él; como tantas otras cosas, aquello era lo opuesto de lo que parecía ser, y los profesores existían para unir los grupos de gente joven para que les enseñaran a algunos de sus mayores las cosas que sabían de la vida, las cosas que los viejos maestros podrían haber olvidado. Así que Bao amaba a sus alumnos, y los estudiaba con dedicación. Muchos de ellos, descubrió, creían en la reencarnación; era lo que habían aprendido en casa, aunque no hubieran tenido una instrucción religiosa explícita. Era parte de la cultura, una idea que seguía estando de moda. Entonces ellos sacaban el tema, y él hablaba con ellos al respecto, en una conversación reencarnada muchas veces. Con el tiempo, los alumnos agregaron otras posibilidades a su creciente lista interior de modos de reencarnación: que realmente se podía regresar como otra vida; que los diferentes períodos de la vida de cada uno eran reencarnaciones kármicas; que cada mañana se volvía a despertar a la conciencia y que, por lo tanto, cada día es posible reencarnarse en una nueva vida.
A Bao le gustaban todas esas posibilidades. En su existencia cotidiana trataba de vivir la última, prestándole atención cada mañana a su huerto como si nunca lo hubiese visto antes, maravillándose con su peculiaridad y su belleza. En clase, trataba de hablar de historia de una forma nueva, pensando las cosas una vez más, sin permitirse decir algo que ya hubiera dicho antes; era difícil, pero interesante. Un día, trabajando en uno de los salones (era invierno y estaba lloviendo), dijo:
—Lo más difícil de captar es la vida cotidiana. Es muy raro que alguien ponga esto por escrito, incluso que sea recordado por los propios protagonistas: qué hacíais en los días en que hacíais cosas normales, cómo os sentíais al hacerlas, las pequeñas variaciones entre una y otra y otra vez, hasta que pasaran los años. Una cuestión de repeticiones, o de cuasi repeticiones. Nada, en otras palabras, que pudiera ser catalogado fácilmente en las formas conocidas de argumento; ni dharma ni caos, tampoco tragedia ni comedia. Sólo... los hábitos.
Un muchacho muy serio con unas gruesas cejas negras contestó, como si lo estuviera refutando:
—¡Todo sucede una vez y nada más!
Y eso también tenía que recordarlo. No cabía ninguna duda de que era verdad. ¡Todo sucede una vez y nada más!
Y entonces, como había de ser, llegó un día en especial: el primer día de primavera, Día Uno del Año 87, día de fiesta, la primera mañana de esta vida, el primer año de este mundo; y Bao se levantó temprano con Gao y salió con algunos otros, para esconder huevos de colores y caramelos envueltos en la hierba del prado y en la orilla del arroyo. Aquél era el ritual en el círculo de cabañas donde vivía; cada Día de Año Nuevo los adultos solían salir y esconder huevos pintados de colores el día anterior, y caramelos en envoltorios de colores brillantes, y a la hora señalada de la mañana todos los niños del vecindario solían comenzar la búsqueda, cesta en mano, los más grandes corriendo y abalanzándose sobre los hallazgos para meterlos en la cesta, los más pequeños tropezando distraídamente de un gran descubrimiento a otro. Bao había aprendido a amar aquella mañana, especialmente ese ultimo paseo mientras bajaba por la orilla del arroyo hasta el punto de encuentro, cuando todos los huevos y los caramelos habían sido escondidos: paseaba por la alta y húmeda hierba, sin las gafas a veces, para que las flores reales y sus colores puros se mezclaran con los colores artificiales de los huevos y de los envoltorios de los caramelos, y el prado y la orilla del arroyo se convertían en un cuadro o en un sueño, un prado y una ribera alucinados, con más colores y colores, más extraños que lo que ninguna naturaleza haría por sí sola, todos salpicando el oleaje de verdes vivos y omnipresentes.
Así que volvió a dar ese paseo, como lo hacía cada año desde hacía ya tantos años, arriba el cielo de un azul perfecto, como otro huevo de color sobre ellos. El aire estaba fresco, el rocío cubría la hierba. Tenía los pies húmedos. Los envoltorios de los caramelos que alcanzaba a vislumbrar estallaron en su vista periférica, los matices azules y fucsia y lima y cobre, más chispeantes incluso que en años anteriores, pensó. El arroyo Puta estaba bastante crecido y pasaba murmurando sobre el dique de los salmones. Una gama y un cervatillo que estaban en un claro, como estatuas de sí mismos, lo miraron al pasar.
Llegó al lugar de encuentro y se sentó a observar a los niños que corrían de un lado para otro buscando huevos, gritando y chillando. Si después de todo puedes ver que los niños están felices, todo estará bien.
En cualquier caso, esta hora era de placer. Los adultos estaban por allí bebiendo té verde y café, comiendo tortas y huevos duros, estrechándose las manos o abrazándose.
—¡Feliz año nuevo! ¡Feliz año nuevo! —Bao se sentó en una silla baja para observar los rostros.
Una de las niñas de tres años que él a veces cuidaba se acercaba distraídamente, mirando lo que llevaba en su cesta de mimbre.
—¡Mira! —le dijo al verlo—. ¡Un huevo!
Sacó un huevo rojo de la cesta y se lo mostró acercándoselo a la cara. Él retrocedió un paso con cautela; como muchos de los niños del vecindario, esta niña había llegado al mundo en el avatar de un auténtico maníaco, y no sería nada de extrañar en ella que le diera un porrazo en la frente con el huevo sólo para ver qué podía suceder.
Pero aquella mañana estaba tranquila; sostuvo el huevo entre ellos para que ambos lo vieran, absortos ambos en la contemplación. Había sido remojado en la solución de vinagre y colorante durante un largo rato, y era tan rojo como el cielo era azul. Una curva roja en una curva azul, rojo y azul juntos...
—¡Muy bonito! —dijo Bao, retirando la cabeza un poco para verlo mejor—. Un huevo rojo, eso significa felicidad.
—¡Es un huevo!
—Sí, eso también. ¡Huevo rojo!
—Te lo regalo —dijo la niña, y puso el huevo sobre la mano de Bao.
—¡Gracias!
Siguió caminando. Bao miró el huevo; era más rojo que el recuerdo que tenía, moteado como se pone la cáscara de huevo cuando está muerta, pero por todas partes era de un rojo intenso.
La fiesta del desayuno estaba por terminar, los niños estaban sentados por cualquier parte comiendo parte de los tesoros encontrados, los adultos recogían los platos de papel. Todo estaba en paz. Durante un instante, Bao deseó que Kung hubiera vivido para ver esa escena. Él había luchado por algo como esta pequeña época de paz, había luchado tan lleno de rabia y alegría que simplemente parecía justo que hubiera vivido para verlo. Pero... justo. No. No, algún día habría otro Kung en la aldea, tal vez esa niña, de repente tan seria y sensata. Desde luego que todos se repetían una y otra vez, todo el reparto: en cada grupo un Ka y un Ba, como en la antología del Viejo Tinta Roja, Ka siempre quejándose con el graznido de la corneja, el maullido del gato, el aullido del coyote, ka, ka, esa protesta fundamental; y luego Ba siempre Ba, el trivial mugido del búfalo de agua, el sonido del arado sobre la tierra, el balido de esperanza y de miedo, el hueso dentro. El que echaba a faltar el Ka perdido, y sentía la pérdida intensa pero intermitentemente, distraído por la vida; pero también el que tenía que hacer todo lo posible para que las cosas siguieran adelante con esa ausencia. ¡Siempre adelante! El mundo lo cambiaban los Kungs, pero luego los Baos tenían que tratar de que se mantuviera así, balando a medida que avanzaban. Todos juntos, cada uno interpretando su rol, llevando a cabo sus tareas en un dharma que nunca entenderían bien.
Ahora mismo su tarea era enseñar. Tercer encuentro de esta clase tan particular, cuando comenzaban a ahondar en las cosas. Lo esperaba ansioso.
Bao llevó el huevo rojo a su cabaña y lo puso sobre el escritorio. Puso los papeles en una bolsa, se despidió de Gao, montó su vieja bicicleta y pedaleó cuesta abajo por el sendero que iba hasta el instituto. El sendero acompañaba al arroyo Puta, y las hojas nuevas de los árboles daban sombra al sendero, de manera que el asfalto todavía estaba húmedo por el rocío. Las flores en la hierba parecían huevos de colores y envoltorios de caramelos, todo brillando con su propio color, el cielo sobre su cabeza sorprendentemente despejado y oscuro para el valle, casi de un azul cobalto. El agua opaca del arroyo era de color jade manzana. Los robles grandes como aldeas marcaban el curso del agua.
Aparcó la bicicleta y, al ver una banda de monos de nieve en el árbol que esta sobre su cabeza, la ató a un tronco. Estos monos disfrutaban lanzando bicicletas en la orilla del arroyo para que cayeran al agua, dos o tres de ellos cooperando en la travesura. Eso ya le había pasado a Bao más de una vez, antes de que comprara una cadena y un candado.
Siguió caminando, bajando por la orilla del riachuelo hasta llegar a la mesa redonda donde siempre daba las clases de primavera. Nunca los verdes de la hierba y de las hojas de los árboles habían sido tan verdes, Bao incluso sintió que vacilaba un poco en sus pasos. Recordó a la niña pequeña con su huevo, la paz de la pequeña celebración, todos haciendo lo que hacían siempre ese primer día. Su clase también sería la misma. Todo se reducía a eso, siempre. Allí estaban, debajo de aquel roble gigante, reunidos alrededor de la mesa redonda, y él solía sentarse con ellos y decirles todo lo que podía acerca de lo que él había aprendido, intentando transmitirles el mensaje, ofreciéndoles la pequeña porción de su existencia que podía darles.