—Estamos en Ulatos —contestó el hombre, apenas pudo reponerse un tanto de la sorpresa y la emoción—. En el templo de Qotal. Por todos los dioses, Erix, tenía tanto miedo... —Su voz se quebró, ahogada por la alegría.
—Calma —le aconsejó la muchacha, al tiempo que se sentaba en el lecho—. No podía pasarme nada malo mientras tú estuvieses aquí para cuidarme. —Frunció el entrecejo, en un intento de pensar con claridad—. Recuerdo una horrible oscuridad que se posaba a mi alrededor, para arrastrarme a las profundidades y retenerme allí. Ahora, por fin, ha desaparecido. —De pronto, abrió los ojos de forma desmesurada y preguntó, casi a gritos—: ¿Cuánto tiempo ha durado?
—Han pasado diez días desde que vi tus ojos por última vez —respondió Halloran con voz ahogada, y parpadeó para evitar las lágrimas. Erix le sujetó las manos entre las suyas.
—Tenemos que irnos, ¡tenemos que ir a los Rostros Gemelos! —declaró la joven, con una mirada de miedo. Se resistió cuando su esposo intentó que se acostara otra vez.
—¡Necesitas descansar! —dijo Hal—. El niño... —No pudo continuar, porque Erix lo apartó con una vitalidad sorprendente y se enfrentó a él.
—El bebé viene conmigo. ¡Tenemos que irnos ahora! ¿Quién sabe el tiempo que nos queda?
—El ejército de la Mano Viperina no tardará en llegar; quizás esté aquí hoy mismo —respondió Halloran—. Las águilas de Chical los tienen vigilados a todas horas.
—Y, entonces, ¿qué pasará? —exclamó Erixitl—. Habrá una batalla, y morirán los enanos del desierto, los guerreros de Gultec y la Gente Pequeña.
—También hay mil quinientos soldados de Amn —le informó Hal—. Y Cordell ha enviado a los barcos en busca del resto de sus hombres y los kultakas. —El joven no mencionó sus dudas acerca de que los refuerzos pudiesen llegar a tiempo para el combate.
—Pero Zaltec está con ellos. Y él es quien puede detener a Qotal. Tenemos que llegar a los Rostros Gemelos hoy, ¡ahora!
Cuando enviaron a llamar a Jhatli, que descansaba en una habitación cercana, el muchacho compartió la opinión de Erix y, de inmediato, fue a buscar su posesión más preciada: una espada de acero corta, perteneciente al arsenal traído por la expedición de Don Váez y que le había regalado Cordell.
Lotil, que estaba a punto de acabar la manta de
plumas
, salió en esos momentos de su habitación. Como siempre, sus manos se ocupaban de enhebrar los plumones en la trama de algodón.
—Yo también voy —anunció.
Halloran abrió la boca para protestar, para advertirle al ciego que si los acompañaba pondría en peligro su vida, pero guardó silencio al sentir que Erixitl le tocaba el brazo.
—Desde luego, padre —dijo la muchacha—. Tú nos acompañarás.
Durante más de una semana después de abandonar Kultaka, Hoxitl había hecho marchar a sus monstruos a un ritmo frenético. La horda desfiló a lo largo de la costa por el amplio sendero que la gigantesca estatua de piedra abría en la espesura. La encarnación de Zaltec avanzaba sin hacer caso de las miles de criaturas que la seguían, pero a Hoxitl le pareció lógico que así fuera.
Por fin, llegaron a la costa payita y se aproximaron a Ulatos, conscientes de que les faltaba muy poco para alcanzar el punto de llegada: los Rostros Gemelos.
El ejército de la Mano Viperina marchaba ahora como un cuerpo bien disciplinado. Los ogros tenían el control absoluto de los orcos, organizados por compañías. Cada una de éstas estaba formada por cien orcos al mando de diez ogros. Diez compañías formaban un regimiento, y, en total, había treinta regimientos. En cuanto a los trolls, veinte en total, marchaban divididos en dos grupos de diez.
Hoxitl, que dominaba en estatura incluso al más alto de los trolls, mandaba este ejército con mano de hierro. Hasta las tropas más salvajes temblaban cuando el clérigo—bestia levantaba una mano. Las compañías más veteranas se enorgullecían cuando él las felicitaba por su aspecto o su comportamiento en combate.
Y delante de ellos marchaba la forma imponente de su dios. Zaltec era capaz de aplastar una hilera de casas de un solo pisotón, o de reducir a escombros una ciudad entera en cuestión de horas. La única duda que tenía Hoxitl era tratar de adivinar para qué necesitaba su dios un ejército.
El enorme ejército atravesó el territorio payita sin encontrar resistencia: los pobladores, alertados por su presencia, habían huido dominados por el pánico. Era evidente que la voz de alarma ya había llegado a Ulatos.
Sin embargo, cuando pisaron la llanura que rodeaba la ciudad, Zaltec tuvo la alegría de ver al enemigo desplegado para el combate. Faltaba poco para el mediodía, y los humanos y sus aliados ocupaban sus posiciones en un arco entre dos aldeas.
Las bestias de la Mano Viperina empuñaron sus armas, y esperaron la orden de Hoxitl.
—¡Por Helm, mirad el tamaño de aquella cosa! —exclamó Cordell, atónito y consternado. El capitán general, en compañía de Daggrande y Grimes, se encontraba en lo alto del parapeto de Puerto de Helm. Desde esta posición, habían sido los primeros en ver salir de la selva, por el lado oeste, a la estatua gigantesca que avanzaba a paso lento pero sin pausa.
—No podremos derrotar a semejante monstruo —opinó Grimes, sin perder la calma.
—Erixitl tiene que llegar a la pirámide —dijo Daggrande—. Es nuestra única esperanza. Quizá podamos vencer a las bestias, pero tienes razón, Grimes: no hay cómo oponerse al gigante.
—¿Cuándo se marcharon? —preguntó Cordell.
—No hace más de una hora —contestó el enano—, y les llevará casi toda la tarde llegar hasta allí. —El trío era consciente de que el gigante podía cubrir la distancia en mucho menos tiempo.
El enorme monolito llegó al linde de la selva, y se detuvo; los árboles más altos sólo le llegaban a la cintura. Los ojos grises de Zaltec miraban hacia el este, sin preocuparse del ejército desplegado en la llanura. Los observadores no podían verlo, pero presentían la presencia del ejército de bestias que, en estos momentos, tomaban posiciones al amparo de la exuberante vegetación.
El gigante permaneció impasible, sin desviar la mirada. Sin duda sabía que su meta estaba un poco más allá de las filas humanas, y que éstas no eran obstáculo para un dios.
No obstante, esperó.
Kardann se desplomó, con el rostro bañado por las lágrimas. Llevaba días perdido en la selva, sin tomar otro alimento que unas pocas frutas y casi sin poder dormir, porque cualquier ruido lo obligaba a reanudar la fuga. Por fin, había llegado al límite de sus fuerzas.
Durante todo el día permaneció en la misma postura, convencido de que estaba a punto de morir. De hecho, la muerte le parecía ahora la única alternativa para escapar de esta terrible situación.
De pronto, escuchó un ruido y se irguió. Quizá todavía no estaba dispuesto a morir.
¿Qué podía ser? Se repitió el sonido, y el asesor se imaginó a una bestia horrible, capaz de descuartizarlo en un abrir y cerrar de ojos.
Entonces se relajó, y estuvo a punto de echarse a llorar de alegría. No podía tratarse de una bestia, porque acababa de escuchar una voz que sólo podía ser humana. Aunque no conseguía entender las palabras, los tonos profundos y resonantes eran inconfundibles.
—¡Aquí! ¡Aquí! ¡Ayudadme! —gritó—. ¡Estoy aquí!
No le hubiese molestado verse en presencia del mismísimo Cordell; podía contar con que el capitán general tendría el gesto de ofrecerle una buena comida antes de colgarlo.
—¡Por favor, venid aquí! —Kardann se levantó y caminó entre los matorrales en busca de su salvador.
Un segundo después se detuvo, incapaz de dar un paso más, mientras en su rostro aparecía una expresión de horror. Había encontrado el origen de la voz, pero no se trataba de un hombre entretenido en una discusión. En vez de un ser humano, tenía ante él un rostro bestial, con una boca dotada de grandes colmillos, que se abrió en una sonrisa escalofriante.
—Hola —dijo el felino, con su voz bien modulada—. Soy el Señor de los Jaguares, y tú me perteneces.
De las crónicas de Coton:
En la certeza de la proximidad del Abuelo Plumífero.
Abandonamos Ulatos conscientes de que, detrás de nosotros, la horda de la Mano Viperina ocupará la capital de los payitas. Esta ciudad que durante tanto tiempo vivió en paz, volverá a ser escenario de una guerra, por segunda vez en un año. Los valientes guerreros que nos acompañaron en nuestro viaje intentarán, con el sacrificio de sus vidas, conseguir darnos el tiempo que necesitamos para obrar el milagro.
Pero, si hay alguien que pueda conseguirlo, pienso que es esta mujer de cabellos negros que lleva en su vientre al hijo de dos razas. Es la elegida de Qotal, y su bondad es manifiesta. Quizá consiga abrir el camino para el regreso del Dragón Emplumado.
La amenaza se cierne a nuestras espaldas, encarnada en los monstruos de Zaltec. Delante tenemos lo desconocido, una oscuridad que nos llama y, al mismo tiempo, nos desalienta. Rezo para que nosotros, para que Erixitl tenga el poder de dispersar las tinieblas.
Los monstruos de la Mano Viperina, al mando del sanguinario Hoxitl, esperaron la caída de la noche para lanzar su ataque. La espera permitió que la totalidad del ejército se reuniera en el borde de la llanura. Después, las compañías iniciaron su despliegue sin salir en ningún momento de la protección que les ofrecía la selva.
Por su parte, Cordell había tenido que prepararse para rechazar el asalto en cuanto vio que las bestias se acercaban al linde de la llanura, poco antes del mediodía. Sus hombres tuvieron que soportar el sol abrasador a campo abierto a lo largo de todo el día, hasta que el crepúsculo les ofreció un poco de alivio.
El capitán general dio gracias de que sus tropas no hubiesen tenido que enfrentarse al coloso de piedra. Zaltec había permanecido inmóvil mientras transcurría el día, con la mirada puesta más allá de la llanura y de las tropas que tenía a su alrededor. Parecía como si los humanos le resultaran demasiado patéticos, indignos de que un dios se molestase en masacrarlos.
Por fin, minutos antes del ocaso, el gigante entró en la llanura, lo que provocó la desbandada de los enanos de la tribu de Luskag, que se encontraban desplegados directamente en su camino. Por fortuna, estos guerreros consiguieron alejarse lo suficiente para no ser aplastados, mientras Zaltec marchaba hacia el este.
Cordell, junto al resto de su ejército, contempló la partida del coloso sin disimular su alivio, aunque sabía muy bien que la batalla que tenían entre manos era tan importante para su futuro como la que se libraría en los Rostros Gemelos.
En cuanto el gigante desapareció de la vista, el capitán general volvió su atención al campo de batalla. Sus tropas estaban en posición, y le parecieron muy escasas para hacer frente a la marea oculta en la selva. Contaba con los enanos del desierto, armados con sus afiladas hachas de
plumapiedra
; los veteranos arqueros de Tulom—Itzi; los halflings, provistos con dardos emponzoñados; los mercenarios de Don Váez, equipados con ballestas, arcabuces y espadas; y un centenar de lanceros a caballo. Se trataba de una variedad poco habitual en el núcleo de un ejército.
La ciudad de Ulatos y las aldeas payitas habían contribuido a estas formaciones con siete mil guerreros, una cifra que resultó una grata sorpresa para el capitán general. Un año antes, el grueso del ejército payita había acompañado a Cordell en su desastrosa marcha a Nexal. A pesar de que tenían menos experiencia guerrera que las otras naciones del Mundo Verdadero, los payitas eran combatientes valerosos y leales. Por lo tanto, cuando su conquistador les ordenó que se sumaran a sus filas, lo hicieron de buena gana y sin objeciones.
Los payitas habían marchado con la Legión Dorada, y habían participado en la derrota de los kultakas. Esta nación también se había convertido en aliada del capitán general, y su colaboración había resultado decisiva en la toma de la gran ciudad de Nexal. Los payitas, los kultakas y los legionarios habían entrado en la capital del imperio maztica, y habían asentado sus reales en la plaza mayor.
Pero, a diferencia de los kultakas, los payitas no habían tenido la suerte de poder retirarse de la ciudad cuando se produjo la catástrofe de la Noche del Lamento y, prácticamente, habían muerto todos. Ahora, Ulatos y las otras zonas cercanas a la capital casi no tenían guerreros suficientes para atender a sus necesidades defensivas más inmediatas.
La posición de los defensores se iniciaba junto al mar, en el fortín de Puerto de Helm. Uno de los antiguos oficiales de Don Váez, que había pasado al servicio de Cordell, había asumido el mando del fuerte, con cien ballesteros y otros cien infantes a sus órdenes. El recinto amurallado serviría de refugio para gran parte de la tropa si la línea se venía abajo. Aquí también se encontraban varios de los jóvenes hechiceros que habían acompañado a Váez; los demás estaban dispersos a lo largo de las líneas.
Por otra parte, Cordell sabía que atrincherarse sin más en la fortaleza y dejar que los monstruos campasen por sus respetos era una estrategia derrotista; en consecuencia, había montado una larga línea de defensa a través de la llanura.
La primera parte del arco defensivo llegaba hasta la pequeña aldea de Nayap, a casi un kilómetro y medio de la costa. Aquí Cordell había destinado un par de batallones de infantes y arqueros, porque el poblado era el primer obstáculo para cualquier ataque procedente de la selva.
Pasada la aldea, la línea retrocedía por la izquierda durante casi un kilómetro hasta llegar a otra aldea, Actas. Ninguno de estos dos pueblos tenía más de cincuenta casas, que en su mayoría eran de paja y adobe; pero ambos contaban con una pequeña pirámide. El capitán general había decidido sacar partido de su altura —alrededor de ocho metros—, y en la plataforma superior de cada una había situado a los arqueros, mientras que, junto a la base, los soldados armados con espadas, alabardas y picas se encargarían de defenderlas en el combate cuerpo a cuerpo.
Por desgracia, la línea sólo alcanzaba a cubrir una tercera parte de la distancia que había hasta la ciudad de Ulatos. Compañías mixtas formadas por ballesteros y arcabuceros de la legión, y arqueros de la Gente Pequeña e Itzas, estaban repartidos por sectores. Entre ellos se situaban los infantes de la legión, los enanos del desierto y los lanceros payitas.