En el flanco izquierdo, Chical, capitán de las Águilas, no desperdiciaba ni un solo golpe de su lanza. Firme como una roca, su ejemplo de valor mantenía en sus puestos a los guerreros nexalas. La punta de su arma, un afilado cuchillo de acero sujeto a una caña, se clavaba en el vientre de los ogros más grandes, y la fuerza del veterano convertía en mortal cada uno de sus lanzazos. La serenidad de su jefe llenaba de valor a sus tropas, que luchaban con denuedo.
En el centro de la línea, también Cordell daba ejemplo de gran coraje. Montado en su brioso corcel, el capitán general empleó la lanza hasta que el arma se partió. Entonces desenvainó su espada, que al instante se cubrió con la sangre de los orcos. También su caballo aplastó con sus cascos a unos cuantos atacantes.
Era evidente que la responsabilidad de la victoria o la derrota recaía sobre los hombros de estos tres jefes.
Hoxitl observaba el desarrollo de la batalla desde la retaguardia de su ejército. En un primer momento, disfrutó exultante del ímpetu de la carga, pero, a medida que la lucha se estabilizó a lo largo de la línea de defensa, comprendió que sus tropas, sin la punta de lanza de los trolls, carecían del empuje necesario para quebrar la resistencia enemiga.
Resultaba imprescindible que él hiciera algo para animarlos, y con un gran aullido avanzó a trompicones entre sus huestes, en dirección al odiado enemigo. La suave luz de la aurora tiñó de rosa el horrible espectáculo de desolación y muerte, y los humanos observaron espantados la monstruosa aparición que se erguía ante sus ojos.
—¡Allí! —gritó Cordell, que intuyó en el acto el efecto desmoralizador que provocaba en sus soldados la aparición del monstruo. No era para menos: Hoxitl doblaba en altura a un hombre montado a caballo.
Comprendiendo que necesitaba hacer algo para devolver los ánimos a la tropa, el capitán general clavó las espuelas a su corcel y cargó contra Hoxitl. Pasó como una flecha junto al monstruo sin desperdiciar la oportunidad de causarle una profunda herida en uno de los muslos con un certero golpe de su espada. Después, el caballo hizo una pirueta justo a tiempo para evitar ser alcanzado por la respuesta de Hoxitl.
También Tokol y Chical advirtieron la amenaza del ataque del ser, y se lanzaron en ayuda de su aliado. El Caballero Águila arrojó la lanza con gran puntería, y vio cómo se clavaba en el flanco de Hoxitl. El monstruo soltó un aullido; sujetó el astil de la lanza, la arrancó como una brizna, y la tiró al suelo, en el momento en que Tokol le asestaba un mandoble feroz en la rodilla. Antes de que Hoxitl pudiera reaccionar, el caballo de Cordell se acercó una vez más, y el capitán general le abrió el vientre de un solo tajo.
Sin dejar de proferir unos aullidos aterradores, y enloquecido por el dolor de las heridas, la mente del clérigo se impuso a la naturaleza bestial de su cuerpo. El combate era cosa de guerreros, y no de los líderes religiosos. Hoxitl optó por la retirada y, mientras huía, los tres jefes humanos lo acosaron con nuevos golpes.
Sin la presencia de Hoxitl para animarlos, los orcos perdieron toda voluntad de lucha a medida que aumentaban las bajas producidas por las flechas, las espadas y los caballos de los hombres.
—¡Cargad! —ordenó Cordell—. ¡Atacad!
Sus palabras sólo fueron escuchadas en un pequeño sector de la línea, donde se encontraban los legionarios y los kultakas, quienes, sin perder un segundo, acataron la orden. La sorpresa producida por el súbito ataque rompió el punto muerto de la batalla, y centenares de orcos abandonaron el combate, dominados por el pánico. La huida de los orcos fue suficiente para que el resto de las bestias se desmoralizaran, al menos por el momento.
Los defensores aprovecharon la ocasión para rehacer la línea, dispuestos a reemprender la lucha si era necesario, en tanto los monstruos, conscientes de que esta vez habían sido derrotados, retrocedían.
Los humanos contemplaron cómo se retiraban hacia la llanura donde habían acampado el día anterior, seguros de que el enemigo no tardaría en regresar.
Las formas oscuras se acercaron, sombras oscuras en medio de la negrura impenetrable de las ruinas. Se retorcían y danzaban entre los escombros, apretadas como el humo contra el círculo de luz formado por los compañeros.
—Es una tumba —siseó Daggrande—. ¡Son fantasmas! —La voz del enano transmitía un temor desconocido en él.
—Desde luego que son los espíritus de los muertos —confirmó Lotil. El ciego pareció oler el aire, tan consciente de la presencia espectral como cualquiera de los demás—. Pero no son fantasmas; al menos, tal como tú piensas.
Las sombras tenían una cierta apariencia humana, porque levantaban unas siluetas como brazos y señalaban a los compañeros con dedos vaporosos. Jhatli se estremeció al tiempo que se apartaba de una de las apariciones, mientras Daggrande se movía de un lado al otro, con el hacha preparada, sin saber muy bien cuál era el enemigo.
Halloran tragó saliva, ansioso por liberarse del nudo que le oprimía la garganta. Le resultaba imposible dominar el horror provocado por estas sombras deformes. Sólo sentía pánico, y éste lo empujaba a dar media vuelta y correr al encuentro de los monstruos de la Mano Viperina.
Vio una forma oscura, parecida a una bolsa que se elevaba, y levantó la espada. No llegó a descargar el golpe —quizá lo contuvo el miedo a que el acero no sirviera de nada frente a algo tan intangible— pero la sombra ni siquiera vaciló al verse enfrentada a la hoja resplandeciente.
—¡Escapemos! ¡Vienen en nuestra busca! —El terror de Jhatli se reflejó en su grito. El muchacho se volvió y echó a correr; no pudo dar más de un par de pasos, porque chocó contra Erixitl, y a punto estuvo de hacerla caer. Por su parte,
Tormenta
se encabritó y relinchó asustada.
—¡Esperad! —se apresuró a decir Erix, conteniendo a Jhatli con una mano—. ¿Lo veis? No nos atacan.
La joven no se equivocaba. Las sombras se mantenían en el borde de su visión y ejecutaban una tétrica danza, mientras daban vueltas alrededor de los compañeros. Hal pensó que podían ser humanos o cualquier otra cosa con la estatura de un hombre.
Entonces acortaron las distancias, sin dejar de bailar. Hal vio los oscuros tentáculos que se dirigían hacia él, y sintió que un puño helado le oprimía el corazón. A su lado, Jhatli soltó un gemido, y pensó que el muchacho habría escapado de no haber sido por la presencia de sus amigos. También él creía que la única alternativa lógica era huir.
No obstante, algo muy profundo lo animó a quedarse. Sabía que en el exterior del templo no encontraría otra cosa que una muerte cruel a manos de los monstruos. Tendría que confiar en el instinto de aquellos que lo habían guiado hasta allí.
Coton salió al encuentro del anillo formado por las sombras. Halloran vio muy vagamente algo oscuro e intangible que se levantaba ante el sacerdote, y entonces éste se detuvo, contenido por una barrera invisible. A Hal se le puso la piel de gallina al ver unos dedos de humo que se enganchaban a la túnica del clérigo y lo empujaban de vuelta hacia los otros humanos.
Pero si el sacerdote sentía la misma repulsión, no la demostró. En cambio, cedió sin prisas a la insistencia de la fuerza, y paso a paso retrocedió hasta unirse a sus compañeros.
—Ah, son los espíritus guardianes —dijo Lotil con voz suave, como si anunciase algo grato—. Permanecen en el camino de los dioses, para impedir el paso a cualquier otro.
Coton movió la cabeza ante los ciegos ojos de su amigo, para expresar su conformidad con la información dada por Lotil.
—¿A cualquier otro? —preguntó Halloran, cuyo miedo se transformó en frustración.
—Es lo que se dice —repuso Lotil, con un gesto despreocupado—. Pero también se puede tentar a los dioses. Quizás un sacrificio adecuado pueda abrirnos el camino.
Coton se volvió para mirar a Erixitl. La mirada del sacerdote era tierna y comprensiva. A sus espaldas, escucharon el estrépito de las pisadas, los gruñidos y las órdenes de las bestias de la Mano Viperina, que los buscaban entre las ruinas. Varios gruñidos guturales sonaron en un lugar cercano; los monstruos seguían con precisión el rastro que habían dejado tras ellos.
Erixitl vaciló por un instante. Miró a su padre con una expresión de profunda pena, y Lotil, aunque no podía verla, asintió. La muchacha se llevó las manos al cuello, cogió el cordón de cuero que sujetaba el amuleto y lo alzó por encima de su cabeza. Sosteniéndolo con mucha delicadeza, lo balanceó suavemente por última vez; a continuación pasó junto al sacerdote y lo depositó en el suelo, delante mismo de las sombras.
Entonces se abrió el camino, aunque no podían ver el retroceso de la oscuridad, pero sí notaron algo que los impulsaba a seguir y comprendieron que ya no habría más barreras a su huida.
El débil resplandor de la espada de Hal les alumbró el camino cuando él encabezó el grupo. Coton se encargó de guiar a la yegua, y Daggrande ocupó la retaguardia. Marcharon por un pasillo sinuoso que, al parecer, los llevaba hacia las profundidades de la tierra.
Detrás de ellos, los aullidos de los perseguidores rebotaron en las paredes de piedra, y el terrible estrépito les puso alas en los pies. Al cabo de unos instantes, los aullidos se transformaron en gritos de terror, y muy pronto se esfumaron en la distancia a medida que los monstruos abandonaban el templo, desesperados por alejarse de los guardianes de los espíritus.
De las crónicas de Coton:
En la larga oscuridad de la huida, nos esforzamos por alcanzar el alba.
Escapamos durante la noche, por los caminos de los dioses debajo de la ciudad de Tewahca. Halloran utiliza el poder de la magia, un poder que nunca había visto, y hace que un globo de luz aparezca en la punta de su espada. Este nos alumbra a través de las profundidades del laberinto.
Y aquí pasamos ante los mausoleos de los grandes reyes y las tumbas de los valientes guerreros. También yacen aquí los cuerpos de caciques muy ricos, en medio de enormes tesoros; montañas de oro que, algunas veces, son más altas que los propios túmulos, o imágenes de
pluma
que flotan tentadoramente por encima de nuestras cabezas.
De los nichos surgen unas figuras oscuras que se acercan a nosotros, algunas envueltas en sus mortajas, otras simples esqueletos, animadas por un poder olvidado. Se mueven y agitan en un simulacro de ataque fantasmagórico, y nuestro coraje es puesto a prueba en cada nueva pesadilla.
Pero siempre la bendición de los guardianes de los espíritus nos protege, y nos permite pasar por donde otros habrían encontrado la muerte. Por fin nos alejamos de las tumbas, y comenzamos a subir hacia la superficie. La larga marcha nocturna nos ha agotado, aunque ninguno habla de hacer una pausa o descansar. Por el contrario, seguimos adelante cada vez más aprisa, y, a medida que pasan las horas, nuestra urgencia aumenta. Casi a la carrera recorremos los serpenteantes laberintos de la oscuridad y la muerte.
Y entonces, cuando subimos por una gigantesca escalera que parece brotar de las entrañas de la tierra, un soplo de aire nos roza el rostro. Vemos la boca de la cueva y el azul del alba que nos saluda.
La cacatúa verde voló sin descanso a través del desierto, por encima de la enorme extensión de arena, rocas y matojos. En ningún momento de su viaje hacia el este, Gultec descubrió pozos de agua; al parecer, únicamente la estrecha franja de tierra que recorrían los nexalas contaba con la bendición de los dioses. El resto de la Casa de Tezca mantenía el mismo aspecto de páramo desolado que había tenido siempre.
Por fin el pájaro llegó a una costa muy extensa, donde una suave playa, delineada por la rompiente, marcaba el final del desierto y el principio del Mar de Azul. Estas aguas cristalinas llenaban la depresión entre Maztica y la selvática península del Lejano Payit.
Gultec notó el cansancio del largo vuelo en sus alas, pero la llamada de su maestro, Zochimaloc, lo impulsó a seguir. No obstante, la cacatúa comenzó un descenso que la llevó a volar a ras de la resplandeciente superficie del mar.
Entonces, en un abrir y cerrar de ojos, el pájaro ejecutó una maniobra extraña: se zambulló en la cresta de una ola, con las alas plegadas contra el cuerpo, y desapareció en el agua.
La cacatúa se esfumó en una cortina de espuma. Unos diez metros más allá, en la misma dirección que habría seguido el pájaro, un delfín azul salió a la superficie y cruzó por el aire durante un segundo para después sumergirse otra vez. Ágil y fuerte, el cetáceo siguió su viaje siempre hacia el este, trazando bellos arcos irisados cada vez que saltaba.
Gultec, transformado en delfín, persiguió un pequeño banco de peces, y sació su apetito antes de salir a la superficie para respirar. El Caballero Jaguar sentía una maravillosa sensación de alegría, empañada sólo por el conocimiento de que la llamada de su mentor significaba que le tocaría enfrentarse a problemas muy graves.
Después de nadar toda la noche y el día siguiente, el delfín se aproximó a otra costa. A diferencia de la que había dejado a sus espaldas, donde sólo había desierto, ésta no era más que una estrecha franja de arena con una exuberante vegetación en el fondo.
Una vez más, Gultec cambió de forma. El delfín desapareció en mitad de un salto, y la cacatúa batió sus alas. Como un proyectil verde, se remontó hacia el cielo y voló por encima de las copas de los árboles más altos, sin dejar de subir. Sabía que Tulom—Itzi estaba cerca.
Entonces una irregularidad en el manto tropical le llamó la atención. Preocupado, Gultec se desvió hacia el norte y efectuó un leve picado para ganar velocidad. Una inexplicable sensación de premura —una urgencia que se acercaba al terror— lo obligó a seguir adelante.
El hedor de la podredumbre fue lo primero que captó; no era el olor suave y perdurable que caracterizaba a la selva, sino el apestoso y nauseabundo asociado a la destrucción y a las masacres.
Muy pronto voló sobre una amplia zona de muerte, una tierra devastada hasta el punto de ser casi igual a la del desierto. Pero aún más aterrador resultaba el hecho de que este páramo acababa de aparecer en lo que había sido un lugar ubérrimo. Como el cuerpo de una serpiente repugnante, la franja cruzaba la selva del Lejano Payit. Los troncos despojados de ramas y cortezas aparecían reducidos a astillas. Charcos de agua cenagosa salpicaban la tierra, y sólo servían para incubar a las moscas que se alimentarían de los cadáveres.