Coton levantó la cabeza y gritó su maldición a voz en cuello.
—¡Malditas sean vuestras pretensiones! —vociferó, y los dioses interrumpieron el combate—. ¡Maldita sea vuestra codicia y vuestra crueldad, y esto vale para los dos!
Por un momento, los dioses dejaron de darse golpes y volvieron sus enormes cabezas hacia el mortal insolente. Después, Qotal rugió furioso y avanzó hacia el clérigo que había roto su juramento y ahora lo maldecía. Zaltec siguió a su hermano, dispuesto a matar al insensato que había osado interrumpir un asunto exclusivamente divino.
Coton se retorció para poder mirar a Halloran. El rostro del sacerdote reflejaba su tremendo esfuerzo para mantener sujeta a Darién envuelta en la capa de
pluma
, lo que le impedía utilizar la fuerza oscura del
hishna
.
—¡Nos destruirán! —le dijo el clérigo—. Tenemos que enviarlos de regreso a su dimensión, tenemos que sacarlos de nuestro mundo. No es éste su lugar.
—Pero ¿cómo? —preguntó Halloran, cada vez más espantado ante la proximidad de los gigantes.
—¿Te atreves a maldecir mi nombre? —La voz de Qotal sonó como un trueno que casi los dejó sordos—. ¿Tú, que has orado por mi retorno, suplicado mi presencia?
Los dioses se cernieron sobre la pirámide; uno era la fuente de la
pluma
, y el otro, el origen de
hishna
y la raíz del poder oscuro. Miraron fríamente a los mortales. Vieron a un viejo que mantenía envuelta en una capa de
pluma
a uno de los horribles seres de
hishna
. La esencia de los dos poderes flotaba en la sangre de aquellas criaturas diminutas, y les daba la vitalidad que necesitaban para su guerra en el mundo de los humanos.
—¡Mátame! —siseó el sacerdote, con la mirada puesta otra vez en Halloran—. ¡Mátanos a ambos, ahora! ¡Es nuestra única posibilidad!
Zaltec y Qotal llegaron junto a la pirámide; un segundo más y los aplastarían de un solo golpe. Pero a Halloran le resultaba imposible lanzar la estocada.
—¡Ahora! ¡Se acabó el tiempo! —La voz de Coton era una súplica desesperada.
Halloran permaneció inmóvil, incapaz de actuar. No podía matar al anciano que los había acompañado a través del Mundo Verdadero. Intentó mover la mano que empuñaba la espada, sin conseguirlo. Erixitl lo observaba aterrorizada, con su hijo apretado contra el pecho.
Pero había un hombre que estaba en posición de actuar. Poshtli arrebató la espada de la mano de Halloran y se volvió hacia la pareja. Cuando el Dragón Emplumado abrió sus fauces para inmolarlos en una nube de fuego, el guerrero dio un salto.
Y clavó la espada.
La punta de acero atravesó sin obstáculos el cuerpo del clérigo, desgarró la capa de
plumas
y se hundió en el vientre de la draraña. Darién soltó un chillido de agonía y retrocedió con tal violencia que arrancó la espada de manos de Poshtli.
Coton mantuvo su abrazo hasta la muerte, y, a medida que la sangre de
pluma
y
hishna
se derramaba como una sola sobre las piedras de la pirámide, el poder de los dioses se fue desvaneciendo.
De las fauces de Qotal escapó una nubécula de humo mientras el cuerpo del dragón se hacía translúcido. Por su parte, el coloso de piedra dio un paso atrás, se tambaleó, y después cayó a tierra con un ruido tremendo. La encarnación de Zaltec quedó convertida en un montón de escombros.
Cuando desapareció la nube de polvo, no había rastros de Qotal.
Tokol se reunió con Cordell y los defensores de Puerto de Helm junto a las murallas del fuerte. Juntos contemplaron la retirada de las bestias de la Mano Viperina, que se apresuraban a desaparecer en la espesura de la selva.
—¿Habrá sido nuestra llegada el motivo de su abandono? —preguntó el jefe kultaka.
—Quizá —respondió el capitán general—. O quizá tenga alguna otra explicación. Por lo que se ve, han perdido todo su espíritu de combate.
—Esperemos que nunca lo recuperen —gruñó Daggrande con expresión agria.
—Chical me ha dicho que no hay ningún rastro del coloso —añadió Cordell.
Un grupo de viajeros se acercó por el lado de la playa, y todos corrieron al encuentro de Poshtli, Halloran y Jhatli. Erixitl, con su hijo en brazos, viajaba en una litera rudimentaria que arrastraba su marido.
—Los dioses se han ido; han regresado a sus planos inmortales —les informó Halloran—. Han dejado el mundo en nuestras manos.
—Para convertirlo en lo que nosotros queramos —agregó Poshtli, que dirigió a Cordell una mirada significativa.
—¿Qué es eso? —le preguntó Daggrande a Halloran, al ver que el joven sostenía un rollo de pergamino.
—Las crónicas de Coton. En ellas se pueden leer el relato de nuestras aventuras, y también una buena parte de la historia del Mundo Verdadero.
—Una historia que cambia hora a hora —comentó Cordell, en uno de sus raros momentos de reflexión. Después sacudió la cabeza y volvió al presente. Miró a Halloran—. Dentro de muy poco, zarparán las primeras naves de regreso a Amn. Tienes pasaje, si lo deseas.
El joven miró a su antiguo comandante por unos momentos.
—Mi hogar está aquí, en Maztica —contestó, emocionado—. Quizá regrese algún día a la Costa de la Espada, de visita. Pero, por ahora, yo..., nosotros no iremos a ninguna parte.
El viento sopla desde el Mar Oriental con una fuerza incontenible. Levanta las olas y las lanza contra la playa; barre el acantilado de los Rostros Gemelos, ahora desierto, y la selva desgarrada por grietas y abismos y cubierta de árboles aplastados. La pirámide y las dos caras se enfrentan al mar que, por ahora, permanece desierto.
El viento sigue su curso. Atraviesa Ulatos, convertida en un próspero centro comercial, gracias a que Puerto de Helm es el punto de amarre más importante de toda la costa del Mundo Verdadero. De Ulatos parten muchos tesoros además del oro; el maíz y el cacao son transportados al este. Y otras cargas —caballos, acero, carros, ganado— llegan de la Costa de la Espada, para su distribución a lo largo y ancho de Maztica.
Ahora el viento llega a Kultaka. La nación ha perdido a su enemigo de siempre, porque Nexal ha dejado de ser un imperio. De todas maneras, los kultakas mantienen la vigilancia en la frontera de aquella tierra infernal.
Después el viento sobrevuela los volcanes de Zatal y Popol, y roza por un momento el humeante valle de Nexal. Es como si el aire infecto de aquel lugar fuese una afrenta para la limpia brisa marina, que se apresura a dejar atrás el valle convertido en madriguera de varios miles de monstruos. Entre las ruinas, hay enterrado un inmenso tesoro, que nadie tiene interés en reclamar.
El viento se desvía hacia el sur a través de los cultivos de maíz y de los fértiles valles, en un territorio en el que hasta no hacía mucho no había más que desierto. La brisa llega a la ciudad de Tukan, donde todavía se conservan las tradiciones del Mundo Verdadero, modificadas en parte tras la llegada de los extranjeros. Ya no se rinde culto a los dioses sangrientos, porque los hombres reclaman el mundo para sí mismos.
Aquí, en esta nueva ciudad, tienen su hogar un hombre y una mujer. En el hijo de esta pareja se encarna lo mejor de sus respectivos mundos.
Y el viento, satisfecho con su paseo, emprende el camino de regreso al mar.