Además, se había abierto una brecha en la línea defensiva. Varios ogros y orcos se lanzaron como una tromba escalera arriba. Los arqueros situados en la plataforma superior descargaron contra ellos una lluvia de flechas, sin fallar ni un disparo, y los cadáveres se amontonaron en los peldaños. Pero, cada vez que caía una de las bestias, otras dos surgían de las sombras para ocupar su lugar; y así, poco a poco, los monstruos ganaron posiciones por los cuatro costados.
La provisión de flechas no era inagotable; después de disparar las últimas saetas, los arqueros desenvainaron sus espadas y se dispusieron a morir peleando. Con la aldea en llamas, y con las bestias dueñas del terreno, no podían pensar en la retirada. Sólo les quedaba luchar y morir como valientes. Su resistencia duró unos minutos, y, cuando cayó el último, una docena de orcos aullaron su victoria desde lo más alto de la pirámide.
—¡Atrás! ¡Atrás! —gritó Cordell, y las trompetas tocaron retirada. A lo largo de la línea, diezmada por la primera fase de la batalla, los hombres exhaustos abandonaron sus posiciones. La segunda oleada de atacantes corría a través de la llanura enfangada, pero todavía le quedaba por recorrer casi un kilómetro y medio.
Nayap, que había soportado la primera embestida, se había convertido en una pira funeraria para todos los hombres que habían muerto en su defensa.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Grimes, que cabalgaba junto al capitán general.
—Tenemos que conservar Actas —respondió Cordell, y le señaló la aldea que marcaba el final de la línea defensiva por el lado de tierra—. Hay que defenderla cueste lo que cueste, aunque tengamos que acortar la línea. ¡Mantén a los lanceros preparados y vigila nuestro flanco! —El general llamó a Daggrande, que se acercó a la carrera.
»Divide a tus hombres en dos compañías —le ordenó el comandante—. Si todo se derrumba, tendrás que cubrir nuestra retirada hasta el fuerte.
—De acuerdo —gruñó el enano, con una expresión de desagrado por tener que dividir a los pocos soldados de que disponía. Vio cómo se acortaba la fila mientras las compañías de mazticas y legionarios se agrupaban para cubrir los huecos dejados por los camaradas muertos.
El griterío de la segunda oleada se podía escuchar con claridad a medida que los monstruos pasaban por la primera posición defensiva sin preocuparse de si aplastaban o no a los compañeros heridos. Los que habían tomado Nayap y todos los que estaban en condiciones de proseguir la lucha se sumaron a las fuerzas de refresco, que corrían a enfrentarse a los defensores.
Una vez más, la lluvia de flechas, las balas de los arcabuces, y los dardos de los ballesteros y halflings provocaron una mortandad tremenda entre los atacantes, pero, así y todo, había más monstruos que proyectiles, y resultaba evidente que el número acabaría por imponerse.
Los enanos del desierto al mando de Luskag fueron los primeros en recibir la embestida, y los monstruos —que parecían gigantes frente a sus pequeños oponentes— se encontraron con una muy desagradable sorpresa.
Los enanos esperaron a que las bestias estuviesen sobre ellos, para después deslizarse por debajo de los escudos y las armas, que buscaban a un enemigo más alto. Las afiladas hachas de
plumapiedra
se clavaron en el vientre de los orcos, y se escuchó el aullido de centenares de monstruos que se desplomaban para morir despanzurrados. Sin pérdida de tiempo, los enanos buscaron su próximo objetivo, y se concentraron en el exterminio de los ogros.
Estos seres enormes pero torpes de movimientos descubrieron su inferioridad frente a la agilidad de los enanos, que esquivaban sus garrotazos al tiempo que descargaban sus hachas con una precisión asombrosa en el bajo vientre y piernas. En cuestión de minutos, las bestias renunciaron al ataque, aterrorizadas por la eficacia de los pequeños guerreros, y emprendieron la retirada. Luskag dejó que sus tropas las persiguieran durante unos cuantos metros, antes de ordenarles que regresaran a sus puestos.
Otros regimientos de Hoxitl cambiaron la dirección de su ataque para ir a colaborar en la lucha contra los enanos del desierto. Esto podría haber significado un fallo decisivo en el plan del clérigo—bestia, pero en ningún otro punto de la línea los defensores estaban preparados para ofrecer una resistencia equiparable a la ofrecida por la tribu de Luskag.
Sin embargo, dos regimientos sí que proseguían según las órdenes recibidas, y, mientras los defensores intentaban repeler el ataque, las bestias habían rodeado la aldea de Actas con la intención de lanzar una carga por la retaguardia.
Cordell miró hacia la izquierda cuando numerosas antorchas se encendieron por aquel sector. Los responsables eran una compañía de payitas que, al advertir la maniobra, encendieron las teas para dar la alarma. El general vio las siluetas de los monstruos que corrían más allá de la aldea.
—¡Grimes! ¡A ellos! —gritó Cordell, y el capitán clavó las espuelas a su caballo.
Una vez más, los lanceros cabalgaron a lo largo de la línea, para impedir este nuevo intento del enemigo de rodear la posición.
La tierra resonó bajo los cascos de los caballos al galope, y los jinetes embistieron a los monstruos con la fuerza de un vendaval. Primero uno, y después otro de los regimientos se dispersaron y sus tropas emprendieron una fuga desesperada. Los lanceros los dejaron escapar y concentraron sus esfuerzos en el tercer regimiento que permanecía intacto.
Pero se encontraron con un cambio de tácticas. Mientras Grimes galopaba al frente de sus escuadrones, los orcos se separaron en tres grandes grupos. Luego cada grupo formó un cuadrado, para tener un frente en cada una de las direcciones. Los lanceros se lanzaron contra uno de estos cuadrados, y causaron numerosas bajas.
No obstante, la formación se mantuvo y las bestias de la Mano Viperina lucharon contra los jinetes atrapados en el interior del cuadrado. Los orcos no volvían la espalda, sino que devolvían golpe por golpe, y buscaban sobre todo tumbar a los caballos.
Por su parte, los lanceros hicieron caracolear a sus caballos al tiempo que buscaban cómo librarse del apuro. Los corceles aplastaban a los orcos con sus cascos, y sus jinetes repartían mandobles a diestro y siniestro con sus espadas cubiertas de sangre. Por fin, con una carga entre dos ogros gigantescos, Grimes consiguió abrir una brecha, mientras aprovechaba para degollar a una de las bestias. El resto de los lanceros se apresuró a seguirlo, ensanchando el hueco abierto por su capitán.
En el resto de la línea, los regimientos de la vanguardia se enfrentaban a las tropas de Cordell. Daggrande envió primero a una, y después a su segunda compañía de reserva, para evitar por los pelos que el enemigo consiguiera mantener abierta las brechas.
El estallido de los proyectiles mágicos resonaba por el flanco derecho, donde la veintena de hechiceros ponían en práctica sus artes, desde lo alto de los muros de Puerto de Helm. El estruendo de la magia, el fuego de la muerte y la destrucción se extendieron por la llanura como una pesadilla infernal.
En un acto tan valiente como desesperado, la caballería inició otra carga, esta vez para conseguir atravesar las líneas enemigas y reunirse con los suyos. Un regimiento entero salió a su encuentro y, por un momento, pareció que conseguirían rodearlos. Por fortuna, Grimes demostró su capacidad de mando y, con gran habilidad, pudo evitar la encerrona, aunque sufrió muchas bajas.
Cada hombre, cada halfling, cada enano, luchó para salvar su vida en aquella noche eterna. El cielo aparecía cada vez más encapotado, y la oscuridad era prácticamente total, aunque quizá, llevados por la desesperación, podían ver lo suficiente para saber dónde tenían al enemigo.
Los lanceros atacaban a la horda por los flancos, y se retiraban justo a tiempo para no quedar atrapados. Los dardos metálicos y las espadas de acero causaban estragos entre los monstruos, y, de vez en cuando, las descargas de los arcabuces colaboraban en la matanza.
Por su parte, la Gente Pequeña concentraba sus disparos en los trolls, tras haber descubierto que el curare era lo único eficaz —aparte del fuego— para acabar definitivamente con ellos, a la vista de que los monstruos verdes tenían la capacidad de regenerarse por muy graves que fuesen sus heridas.
Entonces se escuchó otro griterío espeluznante que procedía de la selva, como un anuncio de nuevas catástrofes. El estrépito de los silbatos, los cuernos y los tambores se sumó al estruendo, y los defensores lo interpretaron como el fin de sus esperanzas.
Para Hoxitl era el toque de la victoria. El señor de las bestias acababa de lanzar a la batalla a sus últimos diez regimientos.
—¡Chisst! ¡Alguien se acerca! —Darién apenas podía controlar la alegría salvaje que reflejaba su voz. ¡La luz! El tesoro que había deseado desde hacía tanto tiempo. Se aproximaba el momento de cobrarse la revancha.
Las demás drarañas permanecían acurrucadas en la plataforma superior, agradecidas porque la luna ya se había puesto. Desde su posición, junto a los bordes, espiaron en dirección al bosque y el camino de la costa.
—Viene de Ulatos, de la ciudad —dijo Hittok, al cabo de unos momentos. Darién era de la misma opinión; su instinto le indicaba que la amenaza provenía del oeste.
Poco a poco, la aguda mirada de la hechicera descubrió las siluetas que se apartaban del linde de la selva, para atravesar el claro sumido en la más profunda oscuridad. Pero, para la visión de Darién, una de aquellas siluetas resplandecía como un sol, y le parecía tan próxima que apenas si se atrevía a respirar. La aureola era tan fuerte que no podía identificar a su tesoro.
De todas maneras, comenzó a saborear el placer de su muerte.
—¿Los matamos a flechazos? —preguntó Hittok, con un susurro que fue como la caricia de la brisa sobre la mejilla sudorosa de la maga.
—¡No! —La excitación impulsó a Darién a hablar en un tono casi normal. Las drarañas contuvieron el aliento al ver que los humanos vacilaban, pero no había sido la exclamación de la hechicera el motivo de su alarma.
Darién volvió a mirar la luz, y observó que uno de los humanos apenas si podía caminar, como si estuviese padeciendo un dolor muy intenso. Entonces, comenzó a ver... que era ella. ¡La mujer de Halloran! Ella era la fuerza ardiente que tentaba los apetitos de la draraña.
—¡No! —siseó la criatura blanca—. Nada de flechas. Los esperaremos aquí, y cuando comiencen a subir los atacaremos.
—Muy bien —dijo Hittok; se colgó el arco a la espalda, y desenvainó su espada negra.
—Y os advierto una cosa —añadió Darién con la voz tensa—: cuando ataquemos, la mujer es mía.
Erixitl se desplomó con un gemido y permaneció acurrucada en el suelo, a la espera de que desapareciera el dolor de la súbita contracción.
—¡El bebé! —susurró la muchacha—. ¡Ha llegado la hora!
La mente de Halloran se puso en blanco. Durante toda la marcha, a lo largo de los meses pasados en el desierto y las selvas, durante su épico viaje hasta Ulatos, no había dejado de prepararse para este momento. Pero, ahora que veía a su esposa a punto de parir, no sabía qué hacer.
—¡La pirámide! —susurró Lotil—. ¡Debemos llevarla a lo alto de la pirámide!
Halloran miró atónito al ciego.
—¡Eso tendrá que esperar! —replicó, y se volvió hacia su esposa—. Te llevaremos de regreso al bosque y buscaremos algún claro con hierbas. Todo irá bien.
—¡No! —La voz de Erixitl retumbó en el silencio de la noche—. Lotil tiene razón. ¡Tenemos que subir a la pirámide!
Halloran miró alternativamente al padre y a la hija, boquiabierto. Su mirada se cruzó con la de Coton, que lo observaba con una expresión comprensiva, sin dejar por ello de mostrar una decisión férrea, y reconoció que no podía oponerse; tenían que afrontar la subida. El destino que los había llevado hasta allí los presionaba ahora para que escalaran hasta la cima de la pirámide.
—¿Y qué pasará con el bebé? —protestó—. ¡Tenemos que buscar un refugio e instalarla lo mejor posible!
—¡Escucha! —jadeó Erix, casi sin mover los labios—. ¡Subidme a la pirámide! ¡Llevadme hasta el altar!
Halloran la observó, incrédulo. ¡Se trataba del mismo altar donde había estado a punto de ser sacrificada! ¿Acaso el regreso del dios necesitaba del sacrificio de su esposa o de su hijo?
—¡No! —Hal no podía permitirlo. Estaba decidido a oponerse a los hombres, pero fue incapaz de resistirse a los gemidos de su mujer; la miró a los ojos, vio la súplica que se reflejaba en ellos, y se dio por vencido.
—Muy bien —dijo en voz baja, y se arrodilló junto a Erix.
—El dolor ha pasado por el momento —le informó la joven. Permaneció sentada por unos instantes, y después se incorporó con la ayuda de Hal.
Jhatli los guió hasta la escalera, en medio de la más total oscuridad, en las horas previas a las primeras luces del alba. El muchacho tanteó con la punta del pie y subió el primer escalón.
No había conseguido superar el cuarto, cuando unos brazos musculosos lo sujetaron. Una mano áspera le tapó la boca mientras los brazos lo apretaban contra un cuerpo.
Un cuerpo cubierto por un caparazón metálico.
De las crónicas de Coton:
Las bestias de la oscuridad aparecen en los escalones de la pirámide. Jhatli, su primer prisionero, lucha por un momento, y después permanece inmóvil.
Observo la escena, consternado, y no puedo evitar retroceder, porque estas bestias son tan corruptas como las criaturas de la Mano Viperina. En sus cuerpos deformados, en sus patas peludas de araña, exhiben el castigo impuesto por su dios.
Ahora, entre las criaturas de la noche, veo a una que es blanca, que se mantiene apartada de las demás; nos contempla desde la cumbre, y a nosotros nos parece enorme. No hay duda de que es una hembra, peligrosa y dotada de mucho poder.
Además, es una criatura de la
zarpamagia
. Presiento el poder de Zaltec en su interior, y comprendo que representa una amenaza que debemos destruir a cualquier precio.
Dominado por su ímpetu guerrero, Halloran no se detuvo a pensar. En medio de la profunda oscuridad, vio las horribles siluetas que descendían por la escalera de la pirámide, y a Jhatli prisionero entre los brazos de uno de aquellos seres, unos cuantos escalones más arriba.
Empuñó su espada y, un segundo más tarde, la sangre oscura y pegajosa de la draraña manchaba la hoja resplandeciente. La criatura cayó muerta, y la siguiente retrocedió en el acto, para situarse fuera del alcance del espadachín.