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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (35 page)

—¡Centinela, manda a buscar a vuestro clérigo! ¡Que venga ahora mismo, antes de que Katl se muera! —Cordell se paseaba como una fiera por la pequeña celda, aporreando la puerta cada vez que pasaba por delante y sin dejar de dar voces. Tendido en el suelo, el Caballero Águila deliraba de fiebre y dolor, con su brazo derecho roto, envuelto en un vendaje improvisado por Cordell y Grimes.

Katl, el Caballero Águila herido, había sido puesto en el calabozo junto con el capitán general y sus legionarios. Poco a poco, mientras permanecía inconsciente, había recuperado la forma humana. La bala le había destrozado el hueso, y parecía poco probable que pudiese volverlo a utilizar.

En el exterior, los tres centinelas intentaban no hacer caso de los gritos del prisionero, encerrado en lo que había sido una cuadra, en el interior de un pequeño establo de madera. Alquilados por Don Váez y leales a él, los tres mercenarios no conseguían disimular su inquietud por tener que ser custodios de un personaje de tanta importancia como Cordell.

Por fin, uno de los guardias se alejó en dirección al puesto de mando, pero cuando volvió no lo hizo en compañía de un curandero, sino con Don Váez en persona.

—Me han dicho que alteras el orden —bromeó el capitán.

—He intentado decirles que el herido necesita los servicios del clérigo. La fiebre es muy alta, y, si no recibe atención médica, no se salvará.

—¿Y a ti qué más te da? —preguntó Don Váez, que observó con desprecio al guerrero maztica. Katl permanecía acostado en el suelo de la celda, rodeado por los quince legionarios que habían sido capturados junto a Cordell.

—Es un buen hombre y mi amigo —contestó el capitán general, con una voz dura como el acero—. ¿Por qué quieres verlo muerto?

—Tanto me da verlo vivo o muerto —repuso Don Váez con indiferencia—. Quizá si estuvieses dispuesto a colaborar, verías que puedo ser... comprensivo.

—¿Qué quieres decir? —Cordell frunció el entrecejo y estudió a su rival.

—Sabemos que conseguiste un magnífico botín en la conquista de Ulatos. Sin embargo, no hemos podido encontrar ni una onza de oro. El hombre que dejaste al mando, Tramph, insiste en que no sabe dónde está oculto, a pesar de que se lo hemos preguntado con bastante rigor y de una forma persuasiva.

«¡Eres una bestia!», pensó Cordell. Respiró con fuerza mientras intentaba disimular su ira.

—Te ha dicho la verdad. Tramph no sabe dónde está enterrado el oro. Ninguno de los hombres que dejé como guarnición lo sabía —respondió. Don Váez asintió; era una precaución comprensible.

—No obstante, el bueno del asesor nos ha dicho que está oculto en los muros de este fortín, aunque, por desgracia, no sabe el lugar exacto.

—¡Maldito bastardo! —exclamó Cordell, incapaz de contenerse. El relato confirmaba la traición cometida por el representante de los mercaderes de Amn.

—Pero tú sí lo sabes —añadió Don Váez, mientras miraba otra vez a Katl y hacía un gesto de compasión fingida—. Quizás antes de que sea demasiado tarde, te decidas a decírmelo.

Con una sonrisa astuta y una sacudida de sus plateados rizos, el aventurero giró sobre sus talones y se alejó de la celda.

Un enorme bloque de piedra cayó entre los árboles, y convirtió sus troncos en astillas. Un segundo después, otro bloque idéntico cayó a su lado, y, a continuación, los dos martillos gigantescos repitieron el proceso.

De esta manera, Zaltec entró en las tierras payitas. Los senderos desaparecían en la verde cortina de la selva, pero el monstruo no los necesitaba porque abría su propio camino, arrasando la vegetación con su fuerza descomunal a medida que avanzaba a la cabeza de su ejército.

Detrás de la estatua viviente, que era la encarnación del dios de la guerra, marchaban Hoxitl y las bestias de la Mano Viperina.

En el mes transcurrido desde su partida de Nexal, la horda indisciplinada, interesada únicamente en conseguir víctimas para el sacrificio y ricos botines, se había transformado en un ejército auténtico. Marchaban en formación, con los ogros al mando de los orcos; los trolls, mucho más fuertes y veloces que el resto, contaban con sus propias compañías.

Hoxitl marchaba al frente de su huestes, lleno de devoción por su hambriento dios, y consciente de que muy pronto encontrarían a un enemigo. No sabía quién sería, y sólo le preocupaba que fuesen seres de sangre caliente, cuerpos a los que pudiesen arrancar el corazón para mayor gloria de Zaltec.

—Tendré que decirle dónde está el oro —le comentó Cordell a Grimes, poco después de acabar su conversación con Don Váez. Katl lanzó un gemido y se retorció de dolor; la fiebre parecía ir en continuo aumento. Era obvio que el Caballero Águila estaba muy cerca de la muerte.

Al otro lado de la puerta, el trío de guardias no les prestaba atención, entretenidos con un juego de apuestas que jugaban sobre el suelo de tierra. Cordell se disponía a llamarlos para que fuesen en busca de su comandante, cuando se abrió la puerta del establo y entró un hombre.

El recién llegado pasó junto a los centinelas, quienes no hicieron nada por detenerlo, pues lo conocían. El hombre se acercó a la puerta del calabozo.

—¿Rodolfo? —preguntó Cordell, sorprendido—. ¿Eres tú?

—Sí, aunque me dé vergüenza decirlo —respondió el piloto, mientras echaba una ojeada a los guardias para asegurarse de que no podían escuchar la conversación.

—Creía que habías abandonado el mar después de tu casamiento —susurró el capitán general—. ¡De no haber sido así, te habría encomendado el timón de la nave capitana en mi expedición!

—Durante cinco años trabajé como campesino —contestó el canoso navegante con voz triste—. Pero el pueblo recibió el azote de la peste y perdí a mi mujer y a mis dos hijos.

—Lo lamento, viejo amigo. —Cordell extendió la mano y palmeó el hombro de Rodolfo. Después esperó en silencio, consciente de que el motivo de la visita del piloto de Don Váez era otro.

—Hemos escuchado lo que habéis dicho de un ejército que viene hacia aquí... ¡al mando de un gigante hecho de piedra! Hay muchos hombres, y no me importa decirlo, que no tienen mucha confianza en la capacidad de Don Váez para hacer frente a la amenaza.

—Ni siquiera cree que sea real —afirmó el capitán general, disgustado—. Piensa que lo he inventado, como una manera de conseguir mi libertad.

—Vuestra libertad... —Rodolfo echó otra mirada a los tres guardias, absortos en su partida de dados. Ninguno de ellos apartó su atención de las monedas y las piezas de hueso—. Hay muchos más, aparte de mí, que os desearían ver otra vez en libertad. Hombres que temen a Don Váez, pero que no lo respetan.

—Tus palabras me dan aliento y esperanzas —manifestó Cordell, sinceramente—. Ahora necesitamos trazar un plan.

Katl gimió una vez más, y el capitán general se volvió hacia el herido, antes de devolver su atención a Rodolfo.

—De todos modos —dijo—, tengo que revelar a Don Váez dónde está oculto el oro. Es la única manera de conseguir que envíe al clérigo para que atienda a Katl. Pero quizá, con tu ayuda, pueda conseguir que al final no caiga en sus manos.

Tabub corrió con todas sus fuerzas en dirección a Halloran, sin dejar de señalar el cielo y la selva que tenían delante.

—¡Águila! —gritó el cacique de la Gente Pequeña—. ¡El aterrizar! ¡Ahora, Gente Grande! ¡Venir rápido!

El primer pensamiento de Hal fue que se trataba de Poshtli, pero, después de dejar en el suelo la litera de Erix, y mientras seguía al pigmeo, consideró que la posibilidad de encontrarse otra vez con su viejo amigo era tan sólo la expresión de un deseo.

No obstante, lo alegró ver a Chical en compañía de Daggrande y Coton. Hasta ahora, Hal había pensado que el jefe de los Caballeros Águilas se encontraba en la inmensidad de la Casa de Tezca, ayudando a su pueblo en la construcción de la ciudad de Tukan.

El jefe maztica acortó las salutaciones, y les informó de la misión que había llevado a los Caballeros Águilas y los jinetes a Puerto de Helm, y de la suerte corrida por Cordell al llegar allí.

—Se encuentra prisionero de aquel llamado Don Váez —añadió Chical—. Lo tienen encerrado en una de las casas, y no sé si todavía está vivo.

»Esta mañana, una de mis águilas hizo un corto vuelo de reconocimiento hacia el sur y os descubrió. Como no sabía quiénes erais, salí a averiguarlo. —Chical contempló al extraño grupo de guerreros integrado por los enanos del desierto, los halflings y los humanos.

—¿Un vuelo corto? —preguntó Hal—. ¿A qué distancia nos encontramos de Ulatos?

—A tan sólo dos días de marcha. Podríais recorrer el trayecto de una sola vez.

—Don Váez. —Daggrande pronunció el nombre y lo acompañó con una maldición. Después escupió, disgustado—. Esa infame sabandija no tiene agallas para hacer nada por su cuenta, pero siempre va detrás de la gloria de la Legión Dorada. No me sorprende que ahora haya mandado encerrar a Cordell.

—Tenemos que ponerlo en libertad, si está a nuestro alcance —manifestó Chical, en voz baja.

Halloran miró al guerrero, sorprendido al percibir la existencia de un vínculo entre el Caballero Águila y el soldado extranjero; un vínculo que resultaba todavía más sorprendente teniendo en cuenta las batallas que habían librado como rivales en Nexal. Chical había sido el comandante de las tropas mazticas en un asedio del que Cordell y la Legión Dorada habían conseguido librarse a uña de caballo.

—¿Por qué? —preguntó Gultec, sin ambages—. ¿Qué más nos da cuál de los hombres barbados mande a las tropas?

Chical asintió: comprendía muy bien la pregunta del Caballero Jaguar. Les habló de Zaltec y del ejército de monstruos que marchaba sobre Puerto de Helm y Ulatos, y de las órdenes que el capitán general había dado a sus legionarios y a los kultakas para que se dirigieran a la costa.

—Su intención es enviar a las naves a la costa del Mar de Azul para que los recojan. Si regresan a tiempo, ¡contaremos con un refuerzo muy importante!

—¿No será demasiado tarde? —preguntó Daggrande—. Su posición está a centenares de kilómetros hacia el sur.

—No lo sé —admitió Chical—. Las bestias llegarán de aquí a una semana, diez días como máximo. Todo depende de lo rápido que puedan navegar, pero el único que puede dar la orden de zarpar es Cordell.

—¡Los Rostros Gemelos! —exclamó Halloran, que, de pronto, vio la luz—. Zaltec no marcha contra Ulatos. ¡Va hacia los Rostros Gemelos!

Desde luego, el dios tendría que pasar por Ulatos, pero Hal sospechaba que su verdadera meta era el lugar donde su hermano intentaría el regreso. Súbitamente, las maquinaciones del destino, al proveerlos con un ejército, comenzaban a tener sentido.

—Tienes razón —le dijo a Chical—. Tenemos que conseguir que zarpen las naves. Pero ¿cómo podemos liberar a Cordell? No ganaremos nada con atacar a las tropas de Don Váez. No son el enemigo real.

—De todos modos, vuestra presencia aquí sólo puede ser calificada de providencial —contestó el Caballero Águila—. Tengo una idea...

Mientras el guerrero explicaba su plan, todos comprendieron que se trataba de una intentona desesperada, aunque a ninguno se le ocurrió una alternativa mejor. Discutieron los detalles de coordinación, y aclararon las dudas. Cuando Chical remontó el vuelo, tenían claro su cometido.

Descansaron únicamente mientras la oscuridad fue total, y, con la aparición de la luna, varias horas antes del amanecer, toda la columna reanudó la marcha hacia Ulatos. A lo largo de todo el día, con un calor infernal, Halloran se ocupó de cargar con el cuerpo inconsciente de su esposa.

Cuando anocheció, ninguno manifestó la intención de descansar. Estimulado por el conocimiento de que la ciudad estaba muy cerca, Halloran quería llevar cuanto antes a Erixitl al santuario del templo. Además, el plan de Chical exigía que estuviesen en la llanura que rodeaba Ulatos antes del amanecer.

Era casi medianoche cuando Halloran y Gultec alcanzaron el linde de la selva, y pudieron ver las antorchas de la ciudad payita en medio de los campos de cultivo.

Acompañado por el Caballero Jaguar y el sacerdote de Qotal, Halloran guió a los arqueros de Tulom—Itzi, a los enanos del desierto y a la Gente Pequeña hasta la llanura que se extendía más allá de Ulatos. Todos sabían cuál era su cometido, y comenzaron a recolectar leña seca para repartirla en centenares de lugares diferentes.

Después el trío llevó a Erixitl a la ciudad en busca del templo de Qotal, mientras el resto de la columna instalaba su campamento en las afueras. Los tres compañeros recorrieron las calles en dirección a la pirámide. A pesar de que había antorchas encendidas, no encontraron a nadie en su camino.

Por fin, Coton los guió hasta una pequeña casa de adobe encalado al costado de una pirámide cubierta de vegetación.

—¡Despertad! ¡Despertad! —gritó Halloran, aporreando la puerta. Al cabo de unos momentos, escucharon el ruido de pisadas.

—¿Quién es? —preguntó una voz—. En el nombre del Dragón Emplumado, ¿qué quieres a estas horas de la noche? —Se abrió la puerta, y apareció un sacerdote rechoncho, con el rostro afeitado y vestido con una túnica blanca—. ¿Sí? ¿Qué quieres?

—Mi mujer está enferma y necesita un lugar donde descansar. Venimos desde muy lejos, y nuestra misión es muy importante. ¡Es de vital importancia para el propio Dragón Emplumado! —Halloran entró en la casa con Erixitl en sus brazos, mientras el sacerdote expresaba su protesta.

—¿Por qué vienes a importunarme? —preguntó, indignado—. ¿Quién eres tú...?

En aquel preciso momento, el sacerdote descubrió la figura de Coton, que se había mantenido apartado.

—¡Perdón, patriarca! No sabía que... ¡Desde luego, traed a la señora! ¡Seguidme!

Halloran siguió los pasos del clérigo, que ahora era pura sonrisa, después de mirar agradecido al silencioso Coton. El joven sacerdote los llevó hasta una habitación pequeña pero limpia, caliente y con un mullido jergón.

—Aquí, aquí estará bien —explicó. Halloran pasó a su lado y dejó a su esposa sobre el camastro. Su respiración, la única señal de que seguía viva, era normal.

En cambio, su rostro tenía la palidez de la muerte, y sus ojos —aquellos ojos tan hermosos, oscuros y cálidos— permanecían cerrados.

Halloran se preguntó si los volvería a ver alguna vez.

Se abrió la puerta del establo, y la luz amarillenta de las lámparas iluminó el lóbrego calabozo. Cordell se despertó en el acto, y miró por el ventanuco; vio a Rodolfo que entraba en el recinto escoltado por un grupo de hombres armados. No sabía qué hora era, aunque ya había pasado la medianoche.

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