—Creo que sí. Desde luego, el problema es conseguir que naveguen a su encuentro y los recojan. No habrá suficiente con pedírselo a Don Váez. Tendremos que mostrarnos muy persuasivos.
El Caballero Águila mostró una sonrisa severa. Tenía la sospecha de que su compañero no se refería a la persuasión que se conseguía con palabras.
—De todos modos, somos demasiado pocos para asaltar el fuerte —comentó Chical.
Cordell apartó su mirada del fuerte y frunció el entrecejo. En silencio, retrocedió a gatas por el matorral, seguido por el jefe nativo. Llegaron a la selva y se adentraron un buen trecho, antes de ponerse de pie. Entonces, seguros de que los centinelas del fortín no podían verlos, corrieron a reunirse con el resto de sus compañeros, a los que informaron rápidamente de la situación en Puerto de Helm, tal como la habían podido observar.
—¡Tiene que haber una manera! ¿Quiénes son sus hombres? ¿Dónde ha podido encontrar Don Váez semejante ejército? —Cordell formulaba sus preguntas en voz alta, mientras su mente barajaba mil y una posibilidades.
—¿Quizá la Legión Dorada? —sugirió Grimes—. ¿Los hombres que no pudieron acompañarnos? No hay muchos mercenarios disponibles en Amn, aparte de los que habéis dejado atrás.
—Es una buena explicación —reconoció el capitán general. En muchas ocasiones sus tropas habían sumado más de un millar de hombres, y, debido a la falta de espacio en los navíos de la expedición, buena parte se había quedado en tierra.
—De todos modos, el grueso de su fuerza es mercenaria, hombres a los que sólo les interesa la paga, leales únicamente cuando tienen algo que ganar —añadió el jefe de lanceros—. Es muy probable que les dé igual servir a Don Váez que a vos.
Esto era muy cierto. La fama de mujeriego y petimetre de Váez le había ganado el desprecio de más de un soldado, un hecho conocido por cualquier mercenario de la Costa de la Espada. Por el contrario, Cordell tenía fama de ser un jefe justo que pagaba bien. Además, casi todas sus campañas habían acabado victoriosas.
«Hasta ahora», pensó, al recordar lo ocurrido durante la Noche del Lamento.
—Así y todo, puede contar con la lealtad de sus oficiales —afirmó Cordell—. Tendríamos que actuar deprisa para quitarlos de en medio. Después, sería cuestión de ver qué deciden los hombres.
Nadie de entre los reunidos se fijó en Kardann, que estaba sentado unos pasos más allá, con los ojos entornados como si dormitara. Pero, en realidad, el asesor de Amn estaba bien despierto.
Una misteriosa compulsión empujaba a las drarañas mientras abandonaban el valle que había sido escenario de la aniquilación de su ejército. Darién, sin dejar de maldecir a sus compañeras, las forzó a marchar. Avanzaron hacia el norte, a través de los bosques de la zona montañosa, moviéndose con grandes dificultades por los matorrales; en ocasiones, incluso, tenían que utilizar sus espadas de hojas negras para apartar las ramas de su camino. Sus patas peludas les eran de gran ayuda, y únicamente las escabrosidades del terreno les impedían galopar.
Darién no comprendía por qué se exigía tanto a sí misma y a las demás. Su ejército había desaparecido, aplastado por una avalancha de miles de toneladas de roca, y no le quedaba otra cosa que su odio. Ahora podía finalmente denigrar a su diosa Lolth, maldecirla y, en última instancia, no hacerle caso. Con la destrucción de su ejército, presentía que la habían abandonado sus antiguos poderes. A partir de este momento, dependía exclusivamente de su instinto y de su odio para ejecutar su venganza.
Su odio tenía un objetivo: la mujer de la
pluma
, la esposa de Halloran. La mente de Darién ardía con las imágenes de sus primeros encuentros con Erixitl: la masacre de Palul donde la mujer maztica se había salvado de los efectos de sus hechizos gracias a la
plumamagia
; su enfrentamiento en Nexal, la Noche del Lamento, cuando Erix había perseguido a Darién y a los drows por todo el palacio, para oponerse a todos sus planes de ataque.
Este odio la empujaba con más furia que antes. Las drarañas avanzaban por la selva, matando a los pocos humanos que encontraban en su camino, y sólo se detenían para comer lo que cazaban, o para dormir cuando ya no podían dar un paso más.
En uno de estos escasos períodos de sueño, el odio de la hechicera se cristalizó en un plan de venganza.
Se retorció y gimió en medio de su pesadilla, mientras intentaba fijar la imagen que aparecía en su mente. De su subconsciente brotaron unos recuerdos confusos, cosas pertenecientes a otra vida, a otro cuerpo. Revivió imágenes de la Legión Dorada, del primer desembarco en las costas de Maztica: de dos grandes rostros, esculpidos en la piedra, que miraban hacia el mar como si esperasen su llegada.
Vio la imagen de un lugar junto a la costa donde tendría lugar una gran batalla, con miles de muertos.
Vio la imagen de Erixitl, y su belleza era una dolorosa afrenta al cuerpo deformado de la draraña. Y, mientras soñaba, a medida que su mente recreaba escenas, la esencia oscura de la maldad se extendió por todo su ser. El poder se acumuló en su abdomen, y la fuerza de su malevolencia comenzó a tomar forma en el mundo.
Alrededor del vivido retrato de la aborigen, Darién vio una orla de figuras que se movían, confundiéndose las unas con las otras. Entonces, poco a poco, el marco comenzó a definirse con más claridad.
Reconoció la cabeza de una serpiente que oscilaba con las fauces abiertas, mostrando sus venenosos colmillos. Vio la forma sinuosa de un cocodrilo, que se movía entre las otras figuras, y presintió las largas y afiladas garras que intentaban apresar a Erixitl.
Darién no podía saberlo, pero el poder de un nuevo dios se abría paso en la forma femenina de la draraña. El poder de esta deidad guerrera se extendió a través del cuerpo corrupto. Su mente sufrió un bombardeo de imágenes, las imágenes de
hishna
, de la magia de la garra, el colmillo y el veneno. Muy pronto este poder entraría en acción, aunque ella no podía precisar el momento exacto.
Pero sí estaba segura del lugar: la pirámide frente al mar, en lo alto de un acantilado donde había dos grandes rostros tallados en la piedra, y una laguna protegida por una barrera de coral. Tenía que ir allí.
Darién llevaría a las drarañas a los Rostros Gemelos.
Reanudaron la marcha con nuevos bríos, casi sin hacer pausas para descansar. Darién se mostraba exultante y sólo pensaba en su objetivo; a menudo se reía sola, y sus carcajadas sonaban como un horrible chillido que espantaba a los pájaros y los animales de la selva.
Había momentos en los que se detenía, cuando las imágenes aparecían en su mente, y, poco a poco, el poder de
hishna
crecía en su interior. Entonces desaparecía en la espesura y, al cabo de un rato, regresaba con una serpiente, un lagarto e, incluso una vez, con una cría de jaguar. Mataba a estas criaturas con gran placer, y después se las comía para nutrir la fuerza de la zarpa—magia.
Las drarañas continuaron con su viaje hacia las costas payitas, al este de la ciudad de Ulatos. Un ansia que nada tenía que ver con el destino impulsaba a Darién hacia su meta, y, mientras tanto, el poder oscuro y terrible de
hishna
se apoderaba de su cuerpo. Fertilizada con su odio, germinaba la semilla de la
zarpamagia
, obtenida de los talismanes conseguidos en el bosque. Gradualmente, el poder se convirtió en una fuente de energía impulsora que no podía ser contenida.
Cuando el agotamiento obligó a las drarañas a detenerse, Darién se acomodó en una postura de meditación. En lugar de dormir, imaginó la fuente de luz que tenía delante. En su mente aparecieron antiguos hechizos, partes de encantamientos olvidados, súplicas a deidades oscuras.
Las gotas de sudor que brotaban de su pálido rostro caían sobre sus pechos y el estómago hasta llegar al duro caparazón de su cuerpo de arácnido. Con los ojos bien cerrados, imaginó la luz que veía. Los poderes se aglutinaron en su interior.
Por fin, la semilla del odio dio su fruto. Una nube oscura de maldad ponzoñosa apareció en el alma de Darién y pugnó por salir; lenta e inexorablemente,
hishna
se libró de las ataduras corporales y se proyectó al exterior.
Cuando Darién reanudó la marcha, la manifestación del poder se movió libremente a través de la jungla, como una toxina invisible impulsada por el viento, pero sin desviarse del camino de la hechicera.
—Primero encontramos a los enanos del desierto y a la Gente Pequeña. Ahora, Gultec se ha unido a nosotros con un millar de guerreros. ¡Tiene que ser un plan, parte de un proyecto muy importante! —Halloran experimentó una sensación de triunfo mientras avanzaban hacia el norte. Por fin se acercaban a la meta, después de una marcha a través del continente de casi cinco meses de duración.
Erixitl cabalgaba en la yegua sin separarse de su lado. Se aproximaba el momento del parto, y las pocas semanas, o quizá días, que faltaban para llegar a su destino se le hacían un mundo.
—Hay una cosa que me preocupa —dijo la muchacha—. Si es nuestro destino, ¿por qué se nos ha dado un ejército? ¿Significa que tendremos que luchar cuando lleguemos a los Rostros Gemelos?
—Si hay que pelear, estamos preparados —declaró Jhatli, enseñándole su arco y las flechas—. ¡ A la primera oportunidad, me convertiré en un gran guerrero!
Halloran soltó una carcajada, sin poder evitar sentirse como alguien que escucha los alardes de su hermano menor.
—Jhatli, ya eres un guerrero con la fama suficiente para que tu pueblo se sienta orgulloso de ti. Creo que deberías dejar de preocuparte por este tema.
El joven lo miró, complacido por el halago y también un tanto pagado de sí mismo.
—¿Y dices que algún día me cansaré de tantas batallas y guerras? —preguntó Jhatli—. ¿Acaso no es cada combate más glorioso que el anterior?
—Es lo que tú crees porque hasta ahora los hemos ganado todos —respondió el viejo legionario, severo.
—¡Y también ganaremos el próximo! —afirmó el muchacho, sonriente.
Erixitl suspiró, y Jhatli se volvió hacia ella con una expresión culpable en sus oscuras facciones.
—Perdón, hermana. Sé que no te gusta oír hablar de la guerra. ¡Es un tema que sólo concierne a los hombres!
Jhatli dirigió su mirada hacia los enanos que marchaban a la cabeza de la columna. Daggrande y Luskag discutían con mucha animación de tácticas y armas, sus temas favoritos durante los largos meses de marcha.
—Al igual que los enanos —dijo el joven—, me convertiré en un guerrero legendario, un cruzado contra la maldad que amenaza nuestra tierra.
—No corras tanto —le recomendó Lotil, sin alzar la voz. El plumista seguía a la yegua con paso firme, con una mano apoyada en el anca. A la espalda llevaba la manta de
pluma
, a medio acabar.
—Sí —dijo Gultec, que en aquel momento se unió al grupo—. He dedicado toda mi vida a prepararme para la guerra, y te aseguro que nada me haría más feliz que no volver a luchar nunca más.
—¿Cuánto falta para llegar a Ulatos? —preguntó Jhatli.
—Según nos dijeron en la última aldea por la que pasamos, llegaremos dentro de unos tres días —respondió Halloran—. Después, sólo es un paseo hasta los Rostros Gemelos.
Coton iba con ellos, y Halloran se volvió para observar al sacerdote mientras caminaban. Como siempre, obligado por su voto de silencio, Coton no dijo nada. Pero su rostro mostraba una expresión soñadora, como si sus pensamientos estuviesen en alguna otra parte.
De pronto, Erixitl se bamboleó en la montura, y Halloran la miró alarmado. El rostro de su esposa se retorció en una mueca de espanto, como si se viera enfrentada a una horrible pesadilla.
—¿Qué ocurre? ¿Te sientes mal? —Hal le cogió una mano.
Un instante después se le cerraron los párpados, y su cuerpo cayó de la silla como si le hubiesen arrebatado la vida.
Los pesados nubarrones procedentes del Océano Oriental ocultaron la luna que se elevaba sobre la selva payita, y la oscuridad más total envolvió a la ciudad de Ulatos y el fortín de Puerto de Helm.
En el interior de la ciudad, se veía en algunos lugares la luz de las antorchas, y en las ventanas el reflejo de los hogares encendidos. El contorno del fuerte aparecía iluminado por las lámparas mientras los soldados de Don Váez se ocupaban de los trabajos de rutina: herrar los caballos, limpiar y afilar las armas y aceitar las monturas, arneses y botas.
Después, poco a poco, se apagaron las lámparas. Uno tras otro, el fuego de los hogares y las antorchas se consumieron hasta las brasas, que a su vez se transformaron en cenizas. La ciudad y el fuerte se hundieron en la calma del sueño tropical.
Una veintena de centinelas solitarios tenían encomendada la guardia desde la medianoche al alba, y los hombres se paseaban por lo alto de los terraplenes, despreocupados. El armamento de cada uno consistía en una ballesta y una espada corta, pero ahora hacían la guardia con mucho menos rigor que en las primeras semanas de su llegada a Maztica.
En aquellos días, ésta había sido una tierra de misterios, poblada de peligros desconocidos y de rumores de grandes tesoros. La inexplicable desaparición de Cordell y sus legionarios era un hecho conocido de todos, y contribuía a aumentar los terrores atribuidos a este nuevo continente.
En cambio, ahora vigilaban una tierra donde no había riesgos a la vista, un lugar que se había convertido en escenario de otra campaña larga y aburrida. Don Váez no parecía tener la intención de abandonar su base de operaciones, y no se había producido ataque alguno, ni comentado siquiera la posibilidad de ello.
Los centinelas que, de puro aburridos, intentaban mostrarse un poco más alertas, echaban una mirada de vez en cuando por los taludes del fuerte. En el recinto dormían más de un millar de hombres, casi todos tropas de Don Váez, excepto por el puñado de legionarios dejados por Cordell como guarnición y que ahora languidecían en el calabozo. Era obvio que allí no había ninguna amenaza.
Como es lógico, a ninguno se le ocurrió mirar hacia el cielo.
Los atacantes, en total dos docenas, surgieron de las nubes y volaron silenciosamente hacia las murallas impulsados por sus alas de águila. Chical los dirigía, y su aguda visión nocturna le permitía ver las figuras acorazadas que, a paso cansino, hacían la ronda.
El Caballero Águila descendió hasta situarse detrás de uno de los centinelas, y recuperó la forma humana una fracción de segundo antes de tocar el suelo. El guardia se volvió sorprendido, al presentir una presencia a sus espaldas, pero Chical no le dio tiempo a reaccionar. Descargó su pesado garrote contra la sien del hombre, que se desplomó sin un gemido sobre el terraplén.