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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (31 page)

Los trolls subieron las escaleras de las pirámides para saquear los templos de sus joyas y tesoros. Pero lo más importante para ellos era encontrar alguna víctima humana, cosa que no consiguieron.

Por primera vez, mientras se dedicaban al pillaje de la ciudad abandonada, las criaturas de la Mano Viperina trabajaban en los grupos que Hoxitl había creado. Dividieron la ciudad en secciones, y cada uno se convirtió en propiedad de un gran regimiento de orcos, acompañados por sus jefes, los ogros. Las bestias obtenían un placer salvaje al trabajar en grupos, y Hoxitl veía satisfecho su propósito de inculcarles la disciplina necesaria para mantener reunidos sus regimientos en las marchas y en los combates.

Por fin, después de dejar que se divirtieran unas horas con el saqueo y la destrucción. Hoxitl convocó una vez más a sus hordas.

—¡Criaturas de la Mano Viperina! —La voz del sumo sacerdote de Zaltec resonó en la amplia plaza—. No podemos perder más tiempo. El objetivo de nuestra lucha se encuentra en la costa. ¡Allí es donde nos enfrentaremos a nuestro destino!

Las bestias se agruparon en formación para la larga marcha, en respuesta a las órdenes de sus comandantes. Sus brutales rostros se volvieron una vez más hacia el este, y echaron a andar por el camino que los llevaría a las tierras payitas y a los Rostros Gemelos.

A la cabeza, como siempre, se movía el monstruoso monolito de Zaltec. La gran imagen de piedra se había convertido para estos seres en la encarnación de la fuerza, y no era de extrañar que, marchando detrás de algo tan poderoso, se sintieran invulnerables. Cada uno de los pasos del líder hacía temblar la tierra, y las huestes se apresuraban a seguirlo, listas para matar como una ofrenda a su amo.

Posthli notó un cambio en el vuelo del Dragón Emplumado a medida que Qotal se desviaba hacia un costado, ascendía, bajaba, o alteraba su curso de alguna manera. Como siempre, se veían rodeados por el manto de niebla, y el guerrero no tenía sentido de la dirección.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Una llamada, una súplica
, susurró el gran dragón.
Alguien me llama.

—¿Quién?

Tiene que ser alguien de mucho poder, muy sabio, porque de otro modo no podría escucharlo.

—¿Puedes ver dónde está? —Poshtli intentó ver algo a través de la niebla gris, pero fue inútil.

En el Mundo Verdadero. No puedo reunirme con él, pero puedo dejarle sentir mi poder.
Los pensamientos del dragón reflejaban su decisión y su pena.

—¿Ayudarlo? ¿Cómo, si no puedes ir a su encuentro ?

Canaliza mi poder a través de sí mismo.

—¿Es éste un medio para tu regreso? ¿Erixitl podría utilizarlo para tu retorno a Maztica?

No es un regreso, sino una proyección de fuerza, y entraña muchos riesgos. La Hija de la Pluma podría llegar hasta mí por esta vía, pero yo no se lo pediría.

—¿Por qué no?

Porque la transferencia implicaría un coste..., un riesgo demasiado grande.

—¿Cuál es el coste? —insistió Poshtli, aunque ya sospechaba la respuesta.

La vida de quien me llama.
El dragón inició su descenso.

Gultec observó desconsolado el avance de los insectos. Alrededor de un millar de hormigas gigantes se amontonaban al pie del acantilado, muertas o heridas como consecuencia de la caída y los golpes de las piedras. Pero había muchas más que se habían librado, y las armas de los itzas se habían quedado sin proyectiles.

Los guerreros empuñaron las
macas
, las lanzas, los garrotes y los cuchillos. Ya no tenían más piedras, por lo que ahora dependían de su habilidad y su coraje para evitar la carnicería.

Lentamente, entristecido por su propio fracaso, el Caballero Jaguar pasó revista a los valientes que compartían su destino. Todos sabían que ya no quedaban esperanzas de victoria, pero ninguno flaqueó ni rehuyó su compromiso.

—Hombres de Tulom—Itzi, estoy orgulloso de vosotros —susurró.

Gultec..., escúchame bien, hijo mío.

La voz sonó en su cabeza, aunque el viento no trajo ningún sonido. Miró a Zochimaloc, sentado en el peñasco que dominaba el centro del paso. El anciano estaba muy lejos, quizás a unos doscientos pasos, y el polvo levantado por los desprendimientos todavía oscurecía el aire.

Aun así, Gultec veía los ojos de Zochimaloc frente a su rostro con tanta claridad que el guerrero tuvo la sensación de que podía tocar la cara de su maestro.

Llévate a los guerreros. Retrocede hacia el valle y reúnete con el resto de la gente.

—¡Eso es una locura! El único lugar para combatir es éste, en la cresta del paso. Quizá no podamos ganar, ¡pero al menos aquí venderemos caras nuestras vidas!

Escúchame y obedece,
ordenó Zochimaloc con un tono imperioso poco habitual en él.
Es una orden, y la última que recibirás de mí.

—¿Qué quieres decir? —De pronto, Gultec tuvo miedo por el anciano, su mentor y maestro. ¿Por qué le ordenaba algo tan insensato? ¿Qué esperaba ganar ordenando la retirada? Sin duda, comprendía que la gente de Tulom—Itzi no podía huir para siempre.

Vete.

Esta simple palabra, transmitida con tanta confianza y también con una pizca de tristeza, hizo que Gultec descartase continuar con la discusión. El Caballero Jaguar levantó una mano en un gesto brusco: la señal de retirada. Se sorprendió al ver que todos los guerreros lo observaban desde sus posiciones, como si tuviesen conciencia del debate telepático con su jefe.

Sin vacilar, obedecieron la orden de Gultec. Rápidamente y en silencio, los hombres de Tulom—Itzi abandonaron el paso y dejaron solo a Zochimaloc.

El Caballero Jaguar fue el último en retirarse. Mientras las hormigas continuaban con su escalada por la aguda pendiente hasta el paso, dirigió una mirada implorante al anciano que significaba tanto para él. Pero Zochimaloc no le prestó atención.

Poco a poco, Gultec se alejó, transido de pena. ¿Por qué tenía su maestro que quedarse? Si alguien tenía que morir ante el enemigo, el honor le correspondía a él.

Entonces, el Caballero Jaguar notó un extraño temblor debajo de sus pies. Zochimaloc permanecía inmóvil, sentado con las piernas cruzadas sobre el peñasco.

El jefe de los itzas alzó las manos por encima de su cabeza, y soltó un extraño grito ululante.

En aquel momento, Gultec percibió la fuerza en el aire, y supo que era el poder de Zochimaloc. Pero también era el poder del Dragón Emplumado.

De las crónicas de Coton:

Nuevos encuentros en la selva, y nuestro curso futuro permanece envuelto en el misterio.

Ahora se han marchado para socorrer a Gultec y a los guerreros itzas.

Halloran y Erixitl han acudido porque temen por su amigo Gultec... Jhatli, porque sueña una vez más con la batalla... Daggrande, Luskag y los enanos, porque es otra tarea más a realizar... e incluso la Gente Pequeña. porque siguen a su señor Halloran.

Lotil y yo nos quedamos aquí con los itzas, y nos enteramos de sus desventuras y padecimientos. Es un relato que nos resulta demasiado conocido, pues también es el relato de los nexalas, de toda Maztica. Los humanos vemos cómo nos arrebatan nuestra tierra, sometida a los designios del mal. En todas partes, nos expulsan de nuestros hogares, nos persiguen y nos matan.

Pero de pronto, como un relámpago de luz blanca a través del cielo oscuro, presiento su presencia. ¡Qotal está cerca! Su poder es un rayo de esperanza, que penetra en el Mundo Verdadero.

Y golpea muy cerca.

16
Victoria y venganza

—¡Han llegado a la cima! —gritó Hittok. En compañía de las demás drarañas, permanecía junto a Darién en el fondo del valle, con la mirada puesta en las alturas donde las hormigas avanzaban lentamente hacia la cresta. Las criaturas de Lolth habían presenciado el ataque de su ejército, y lo habían visto resistir a la feroz defensa ofrecida por los humanos.

Impasibles, contemplaron la muerte de centenares de hormigas. Habían visto cómo su ascenso por las laderas se retrasaba bajo el diluvio de flechas y piedras. Habían observado imperturbables la nube de polvo que envolvió la pendiente, ocultando a las hormigas. Después habían visto cómo el viento arrastraba la nube, y no se sorprendieron cuando los insectos aparecieron una vez más en gran número y sin cejar en su avance.

Resultaba evidente que las bajas producidas durante el ataque, en especial como consecuencia de los desprendimientos provocados por los humanos, eran cuantiosas, pero así y todo habían sobrevivido más de la mitad de las hormigas, y este número era más que suficiente para acabar con los últimos defensores.

Las drarañas se habían mantenido en la retaguardia, en los límites de la selva, delante del pantano. Observaron el avance del ejército y dieron por seguro su inevitable triunfo. No prorrumpieron en vítores, pero sus ojos resplandecieron con el mismo brillo malvado de un gato que se dispone a matar a un ratón.

—Han hecho exactamente lo que esperaba —manifestó Darién en voz baja. Hittok miró a su compañera albina. ¿Por qué ella no compartía la alegría triunfal que experimentaban los demás?

»¿Lo has notado? —preguntó la hechicera, con un susurro áspero. La draraña blanca se acurrucó en el suelo, como si la dominase el miedo.

—¿Qué? ¿A qué te refieres? —replicó la draraña negra.

Darién no le respondió, y mantuvo la mirada fija en la cumbre del paso. Las hormigas proseguían su avance, y la primera hilera ya había desaparecido por el otro lado.

—Los guerreros humanos... se han ido —dijo, con un tono preocupado.

—¡Huyen, pero no les servirá de nada! —exclamó Hittok, burlón—. Sólo vivirán unos minutos más.

—No, espera. —Darién observó el paso con atención—. Mira. Todavía queda uno. El hombre sentado en el punto más alto.

Hittok entrecerró los párpados. El cielo estaba encapotado, pero el resplandor todavía lo incomodaba.

—¿Dónde? —inquirió.

—Es un ser muy peligroso. Lo percibo —contestó la hechicera.

—¡Ahora lo veo! Espera... No, ya no. ¿Dónde está? —Hittok forzó la mirada, maldiciendo el brillo que contorneaba la cresta.

—Estaba allí hace tan sólo un instante. Ahora no puedo verlo, pero, lo que es peor, puedo sentirlo muy adentro de mí. Percibo una terrible amenaza en el aire.

Entonces escucharon, o percibieron, un estremecimiento en las profundidades. El suelo se sacudió bajo sus patas, y las drarañas se tambalearon. Aterrorizadas, las criaturas vieron cómo aparecían olas en la tierra. Varios salientes de roca se desprendieron de la ladera y, en su caída, arrastraron a unas cuantas hormigas.

La tierra volvió a corcovear, y las bestias de Lolth, a pesar de sus ocho patas, tuvieron que agacharse para no caer. Las entrañas del mundo vomitaron su energía, sacudiendo las montañas hasta los cimientos.

El trueno característico de los grandes cataclismos retumbó en el valle. El hombre sentado en lo alto del paso desapareció envuelto en una nube de polvo y humo. Nuevos truenos se escucharon procedentes de la cresta, y la línea del horizonte se modificó con las convulsiones de la roca.

Acompañadas por un estrépito horroroso, aparecieron unas grietas enormes en la pared del acantilado. Nuevas convulsiones lanzaron al espacio grandes trozos de granito. Las hormigas comenzaron a desprenderse de la ladera, arrancadas por la fuerza brutal del terremoto, y acabaron aplastadas entre los cuerpos amontonados en la base.

De pronto, toda la montaña se vino abajo en un diluvio de rocas y tierra. La cresta se fracturó en un millón de pedazos. La fuerza de las explosiones sacudió a las drarañas, que contemplaban cómo el núcleo principal de su ejército de monstruos era arrastrado por la avalancha. Darién y sus compañeras no sufrieron daño alguno, pero vieron cómo el instrumento de su venganza era arrasado ante sus ojos.

Inmensas placas de roca gris se desprendieron y quedaron reducidas a fragmentos al chocar contra las repisas inferiores. La cresta se desplomó, derrumbada por un poder que no alcanzaban a ver, pero cuyos estragos eran patentes en toda la amplia extensión que tenían delante.

El ruido fue en aumento mientras las nubes de polvo y trozos de piedra volaban por los aires. La cumbre de la cordillera se hundió poco a poco, como si algo la hiciera descender lentamente hacia el suelo, hasta que, de improviso, desapareció el soporte inferior, y la cresta se estrelló contra el suelo, para desaparecer de la vista en medio de una nube gigantesca.

Algunas hormigas se movían por los laterales de la avalancha sin cejar en su empeño de ascender la cuesta, como si no hubiesen advertido lo ocurrido a sus compañeras, enterradas entre los escombros.

La nube de polvo, mucho más grande que la provocada por el primer deslizamiento, se extendió por encima del pantano en dirección a las drarañas. Un olor putrefacto dominó el ambiente a medida que las piedras arrojadas al aire por el cataclismo se estrellaban en el agua cenagosa. Por fin, Darién y las drarañas desaparecieron de la vista, tragadas por la nube de polvo.

La mayor parte del ejército de insectos desapareció con ellas, sus cuerpos aplastados por el diluvio de granito. A izquierda y derecha de la enorme brecha y mientras continuaban los desprendimientos, pequeños grupos de hormigas luchaban por mantener el equilibrio, incapaces de comprender que su destino estaba sellado.

Gultec se quedó boquiabierto, sin poder apartar la mirada del lugar donde, hasta unos minutos antes, se erguía la cresta. ¡Ya no existía! Y con ella había muerto el ejército que había aterrorizado y perseguido a su gente durante las últimas semanas.

Él y los guerreros itzas descendían por la ladera occidental del paso cuando había comenzado el terremoto. La ruta no era tan empinada como por el lado este, porque formaba parte de un valle muy amplio y poco profundo. El fondo aparecía cubierto de hierba y matojos secos, y el Caballero Jaguar había estudiado la posibilidad de utilizarlo como una trampa de fuego para demorar la inevitable persecución del enemigo.

Ahora contempló horrorizado la obra del poder que había invocado Zochimaloc, y se forzó a comprender lo inexplicable porque tenía la evidencia ante sus ojos.

Su maestro había conseguido invocar el poder necesario para destrozar la montaña. El daño había sido total en la cumbre, aunque la destrucción había cesado antes de alcanzar a Gultec y a sus guerreros. En cambio, el ejército de hormigas había soportado de lleno las consecuencias del cataclismo.

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