Más atrás, se encontraban las reservas al mando de Daggrande, integradas por legionarios con espadas y hachas. Por su parte, Cordell se había reservado a los cien jinetes que capitaneaba Grimes. A la caballería se le había asignado la misión de evitar que los monstruos rodearan el flanco izquierdo del dispositivo de defensa.
Durante toda la tarde, agobiados por un calor infernal, los defensores habían permanecido alertas mientras el enemigo reagrupaba sus fuerzas. Después de la marcha del coloso hacia los Rostros Gemelos, se redobló la vigilancia porque el ataque parecía inminente. Pero, durante un par de horas, no se produjo ninguna novedad.
Por fin, cuando ya era noche cerrada, los hombres notaron los primeros movimientos en la oscuridad, y después la vibración de la tierra castigada por los golpes de miles de pies lanzados a la carrera.
Con el mismo estruendo que produce un viento huracanado, un grito salvaje surgió de las gargantas de millares de orcos y ogros. Las bestias abandonaron la selva y marcharon en busca de su enemigo. El estrépito de los silbatos de madera y los cuernos de concha se sumó a la algarabía. Diez regimientos completos aparecieron como una ola que avanzaba incontenible a través de la llanura, a su cita con la muerte.
Hoxitl permaneció en la selva. Gracias a su altura descomunal y a sus ojos preparados para la visión nocturna, podía ver la línea de defensa y el avance de sus propias tropas.
Por su parte, los defensores, atónitos ante el estruendo, intentaban ver a sus enemigos, mientras se preparaban para el primer encontronazo. Por suerte, no sabían que el ataque sólo lo realizaba una tercera parte de las fuerzas al mando de Hoxitl.
Cuando las bestias se encontraron a unos cincuenta metros de la línea, los magos de la legión pusieron en práctica sus hechizos de luz, y las tinieblas se disiparon a todo lo largo de la posición.
Sin perder ni un segundo, los arqueros de Tulom—Itzi descargaron su primera andanada. Las puntas hechas con dientes de tiburón diezmaron la primera fila de orcos, ogros y trolls; antes de que sus cuerpos cayeran a tierra, los arqueros ya habían disparado por segunda vez.
Después, se escuchó el ruido sordo de las ballestas, y los dardos, que parecían cimitarras voladoras, causaron estragos. Hasta los ogros más grandes se revolcaban de dolor, en tanto que los orcos morían en el acto.
Entonces el fragor de un trueno desconocido en los campos de batalla mazticas se sumó al estruendo, cuando los arcabuceros dispararon sus armas. Una espesa nube de humo surgió de la boca de sus cañones, mientras las balas de plomo se incrustaban en la carne del enemigo. Los arcabuceros consiguieron matar a unos cuantos orcos, pero, al no tener tiempo para volver a cargar, se vieron obligados a desenfundar las espadas para proseguir la lucha.
La Gente Pequeña fue la última en disparar sus arcos. El tamaño de sus flechas parecía insignificante, y casi no se veían cuando se clavaban en los atacantes; sin embargo, gracias al curare que embadurnaba las puntas, resultaban igual de mortíferas.
El ataque lo encabezaba un grupo de cuarenta trolls. Las horribles bestias avanzaron con las fauces abiertas y las garras extendidas. En sus pechos se podía ver claramente cómo latía la marca roja de la Mano Viperina, entre el verde de sus escamas.
Algunos de los dardos, flechas y balas que hacían blanco en los trolls conseguían tumbar a las criaturas, pero los monstruos volvían a levantarse, se arrancaban los proyectiles del cuerpo, y reanudaban el ataque a la zaga de sus compañeros.
Los primeros trolls atacaron a una compañía de infantes mercenarios. Sus enormes puños verdosos apartaron los escudos como si fuesen papel, y sus garras y colmillos buscaron carne humana. Los soldados aguantaron la carga por unos momentos y descargaron sus hachas y espadas hasta que comprendieron la inutilidad de sus esfuerzos; las heridas de los trolls cicatrizaban casi al mismo tiempo de producirse.
La encarnizada pelea se convirtió en un caos salvaje mientras los pequeños grupos de hombres luchaban por su vida contra los enormes trolls. Los gritos de aviso y de rabia rasgaban la noche, entremezclados con los alaridos y los ayes de los heridos. Los golpes de las espadas y hachas contra los escudos resonaban como campanadas, al tiempo que los aullidos y rugidos de los trolls dominaban a todos los demás sonidos, ofreciendo un telón de fondo monstruoso e inhumano a una escena de pesadilla.
Los infantes caían hechos pedazos por los colmillos y las garras de los trolls. Algunos de los monstruos abandonaban el combate durante un rato en espera de que cicatrizaran sus heridas más profundas; pero después las bestias volvían a la pelea, mientras que las bajas humanas eran definitivas.
Por fin, la primera línea de defensa se vino abajo cuando diez mil orcos se unieron al ataque de los trolls. Enardecidos por el fuego de su marca roja, las criaturas de colmillos curvos se abatieron sobre los humanos con una fuerza brutal. Sus
macas
y garrotes repartían golpes a diestro y siniestro contra los escudos de los defensores, mientras las bestias de las últimas filas se adelantaban para llenar los huecos que dejaban sus compañeros muertos o heridos.
—¡Allí! —gritó Daggrande, al ver que los trolls cruzaban las defensas, para después dividirse en dos grupos que se dirigieron hacia direcciones opuestas.
El primer grupo se enfrentó al flanco de los pequeños arqueros de Tabub. La Gente Pequeña se volvió para descargar una lluvia de flechas contra los trolls, mientras Luskag y los enanos del desierto extendían sus líneas para proteger el frente de los halflings del avance de los orcos. Los monstruos maldijeron y aullaron al sentir el impacto de los dardos emponzoñados contra sus cuerpos. Unos cuantos, los que habían sido heridos varias veces, comenzaron a tener espasmos y, al cabo de unos segundos, murieron por efecto del veneno.
La compañía de reserva se adelantó para entrar en combate contra el segundo grupo de trolls. Daggrande hundió su hacha en la espalda de una de las criaturas, que cayó de rodillas. Sin perder un instante, el enano descargó una lluvia de golpes hasta que lo redujo a pedazos. Después se alejó mientras unos cuantos soldados rociaban con aceite los restos del troll y le prendían fuego. Una columna de humo negro marcó la desaparición definitiva del monstruo.
Alrededor de Daggrande, otros soldados veteranos atacaban con tizonas y alabardas. Los trolls respondían con la misma ferocidad, y muchos guerreros valientes cayeron a consecuencia de las terribles heridas provocadas por los zarpazos y dentelladas. Pero el denuedo de la compañía del enano, unido a la utilización del fuego, consiguió por fin rechazar el ataque de los trolls.
Daggrande respiró satisfecho al ver que, por el momento, habían cerrado la brecha.
Desde su posición, detrás del enano, Grimes vio que uno de los regimientos de bestias se desplegaba en abanico para rodear el flanco de la línea defensiva.
—¡A la carga! —ordenó Grimes, enarbolando su espada. Los jinetes, formados en cinco escuadrones de veinte, se lanzaron al galope en un amplio frente, con las lanzas bajadas, contra el regimiento de orcos y, en cuestión de minutos, causaron una gran carnicería entre los atacantes.
En cambio, los ogros se mantuvieron en sus posiciones e intentaron abatir a los jinetes a golpes de maza, pero los lanceros aprovecharon el ímpetu de sus caballos y la ventaja de las lanzas para ensartarlos. Los monstruos que se desplomaban ya no volvían a levantarse.
Mientras los lanceros se reagrupaban para iniciar una segunda carga, los cascos de sus corceles remataron a los orcos y ogros tendidos en el campo. Aterrorizados por la matanza, los supervivientes del regimiento escaparon hacia la selva. Los escuadrones, que habían sufrido pocas bajas, volvieron a su posición detrás de la línea defensiva.
Otro regimiento de la Mano Viperina entró en combate por el extremo de la aldea de Nayap. Los guerreros payitas les hicieron frente con gran valor, e incluso consiguieron matar a varios ogros con sus lanzas de punta de obsidiana. Pero entonces una docena de trolls consiguió abrirse paso por el centro de la posición, y los payitas escaparon en desorden.
De inmediato, la horda enemiga se lanzó por la brecha y rodeó la aldea, dispuesta a acabar con los defensores. Entonces, una silueta apareció en el cielo y sobrevoló el lugar.
Se trataba del padre Devane, montado en su alfombra voladora, que detuvo su vuelo cuando se situó a unos cien metros por delante del regimiento enemigo.
—¡Por el poder de Helm, que la plaga caiga sobre vosotros! —gritó, mientras señalaba con su guante metálico a la primera fila de monstruos.
Un instante después, el zumbido de millones de insectos se escuchó en toda la llanura por encima del estrépito de la batalla, al tiempo que los ogros comenzaban a soltar alaridos de dolor y sorpresa, se descargaban palmadas contra el cuerpo, y se contorsionaban en un intento inútil para evitar las picaduras.
Avispas, abejas, tábanos, abejorros; todo tipo de insectos clavaron sus aguijones en los monstruos, que, en el acto, renunciaron al ataque. Las bestias sólo pensaban en escapar, y todo el regimiento se dispersó en el más absoluto desorden. Muchos de los que huían se interpusieron en el camino de otro grupo que avanzaba contra Nayap, con la consiguiente desorganización, lo que dio un respiro a los defensores.
Durante unos minutos, la batalla permaneció equilibrada. Humanos, orcos, enanos, ogros, halflings, caballos y trolls sangraban tendidos en la tierra oscura, cubiertos por un manto de nubes que no dejaba pasar ni un rayo de la luz de la luna o las estrellas.
Centenares de seres exhalaron su último suspiro. Compañías enteras de orcos y humanos, diezmados por la batalla, se alejaban para reagruparse en la retaguardia. Los dos bandos extendieron sus líneas para poder cerrar las brechas, y el frente se estabilizó, aunque no por mucho tiempo.
Entonces, se escuchó una nueva explosión de pitidos y gritos procedentes del bosque. El estrépito del combate pareció insignificante frente al horrible sonido que anunciaba la entrada en escena de tropas de refresco, tan sedientas de sangre como las anteriores.
Una multitud de sombras surgió de la selva y avanzó por la llanura. Los monstruos se movían como una gigantesca ola dispuesta a destrozar todo lo que se opusiera a su paso, mientras Hoxitl lanzaba otros diez regimientos al ataque.
Erixitl avanzaba tambaleante, ayudada por Coton y Halloran, mientras Jhatli llevaba a Lotil de la mano. Tenían que ir a pie a lo largo de la costa hacia los Rostros Gemelos, pues en algunos lugares las dificultades del terreno impedían montar a caballo. Además, por este camino evitaban el riesgo de perderse, porque había que ser muy experto para marchar por los senderos a través de la selva hasta su punto de destino.
—No nos falta mucho —dijo Erix, al cabo de varias horas de marcha. El sol se acercaba al horizonte, y querían llegar a su meta antes del anochecer.
Halloran recordaba el lugar llamado Rostros Gemelos, donde había conocido a Erixitl. En aquel momento, le había parecido dotado de poderes arcanos. Ahora se había convertido en el centro de su mundo, el lugar donde convergían todos los caminos.
—Cuando lleguemos allí, ¿tendremos que subir a la pirámide? —le preguntó Hal. Aquella estructura, mucho más pequeña que la de Tewahca, parecía insuficiente para soportar al inmenso dragón que habían tenido ocasión de ver por un segundo en la Ciudad de los Dioses.
—Sí.
—¿Y el dios llegará allí?
—Así creo —respondió Erix, y enseguida sacudió la cabeza en un gesto de frustración—. ¡No lo sé! ¡Sólo hago lo que parece ser correcto! —Soltó un gemido de dolor y se llevó las manos al vientre—. No... pasa nada.
El nivel del terreno comenzó a subir a medida que se acercaban a la zona del cabo. En silencio, avanzaron por la franja relativamente despejada entre el linde de la selva y el abismo que se abría a la playa azotada por las olas.
Entonces, Halloran se detuvo para levantar una mano y señalar al frente, sin hacer ningún comentario. Erix miró en la dirección señalada y se estremeció. Nunca podría olvidar aquel horrible sitio donde había estado tan cerca de la muerte.
Ante ellos se erguía la mole de la pirámide con los Rostros Gemelos. Más allá, marcadas por las manchas cobrizas del crepúsculo, se divisaban las aguas del océano y la laguna. No alcanzaban a ver la parte superior de la pirámide, pero sí una de sus caras, iluminada por los últimos rayos de sol.
Erixitl gimió una vez más, al sentir un dolor agudo en la barriga, y se desplomó, con las manos apoyadas en el vientre.
Las llamas disiparon en parte la oscuridad del campo de batalla a medida que se incendiaban las chozas de Nayap. Los legionarios de Amn luchaban con desesperación por cada palmo de terreno que cedían, y mataban a uno, dos o diez de sus enemigos antes de dar un paso atrás. Pero el ejército de monstruos podía soportar la pérdida.
Por fin, los defensores se vieron acorralados junto a la pirámide, atacados desde tres frentes por una horda sedienta de sangre. El humo, las llamas y las cenizas se arremolinaban alrededor de la estructura de piedra, aunque el fragor del combate ensordecía el crepitar del incendio.
Un ogro gigantesco se abrió paso por la escalera de la pirámide, y de un garrotazo le hendió el cráneo al primer legionario que le salió al encuentro. Sin dejar de blandir su garrote, subió varios escalones, hasta que un infante consiguió hundir su espada en el muslo de la bestia. Con un aullido furioso, el ogro se volvió hacia el hombre y lo sujetó en un abrazo mortal antes de rodar hasta el suelo, donde permaneció tendido sin soltar a su presa, que ya había muerto con los pulmones reventados.
Mientras tanto, un millar de orcos —un regimiento completo— atacaron por la retaguardia de la aldea. La plaga de insectos se había disipado, y los pocos guerreros que intentaron demorar el avance sacrificaron sus vidas inútilmente.
Los humanos, empeñados en una lucha desesperada en defensa del último bastión, no advirtieron que el lento pero continuo avance de los monstruos les había cortado la retirada. Entre el humo y el caos del combate, la maniobra pasó inadvertida hasta que fue demasiado tarde. De pronto, los soldados comprendieron que la aldea se encontraba en poder del enemigo; habían perdido todo contacto con el resto de su ejército.