Con sus ocho patas, las drarañas no tenían problemas para mantener el equilibrio en la empinada escalera. Además, su visión nocturna constituía una ventaja importantísima. El brillo de la espada de Hal casi resultaba inútil en una noche tan cerrada.
—¡Socorro! —gritó Jhatli, al tiempo que hacía lo imposible por librarse del abrazo de su captor. Sólo podía mover las piernas, y sus puntapiés no servían de mucho. Además, aún estaba conmocionado por lo inesperado del ataque y la siniestra naturaleza de su oponente. Las drarañas se movían a su alrededor, y vio a tres que bajaban para enfrentarse a Halloran.
Erixitl se desplomó a los pies de su marido, y su vulnerabilidad era para él como una cuerda que le impedía alejarse. De todos modos, no había manera de eludir el combate; de hecho, ya había comenzado, y no podía permitir que se desarrollara junto a su esposa. Coton y Lotil se ocuparon de la mujer, mientras Halloran subía la escalera en ayuda de Jhatli.
—¡Quítamela de encima! —Jhatli se debatió como un endemoniado entre los brazos del monstruo, al ver que otra de las criaturas se acercaba a él con la espada en alto. Hal subió otro escalón, a tiempo para interponer su acero y desviar la trayectoria de la espada enemiga. Enseguida, casi con el mismo movimiento, hundió la punta de su arma entre las costillas de la draraña que sujetaba al muchacho, y Jhatli quedó libre. Halloran repelió el asalto de otras dos drarañas, mientras retrocedía hacia la base de la pirámide.
Jhatli se colocó a su lado y desenvainó su espada. La hoja reflejó el brillo del arma de Halloran con tanta intensidad como si estuviera dotada de luz propia.
A sus espaldas, podían escuchar los gemidos de Erixitl, aunque toda su atención se concentraba en las drarañas que iniciaban el ataque. Sus espadas chocaron contra el acero negro, en tanto otra pareja de drarañas intentaba rodearlos. Jhatli se volvió hacia ellas y descargó un mandoble, pero su inexperiencia en el manejo del arma lo llevó a cometer un error fatal.
La draraña paró el golpe y, con un giro de muñeca, desvió el acero hacia abajo y al costado derecho de Jhatli. Por un instante, el pecho y el estómago del muchacho quedaron indefensos, y el monstruo aprovechó la oportunidad. Lanzó su estocada con la rapidez del rayo, y Jhatli gritó de dolor. La sangre brotó de la profunda herida, y el joven cayó al suelo, sin sentido.
Con un rugido furioso, Halloran se volvió hacia el asesino y descargó un mandoble con todo el poder que le daban sus muñequeras de
pluma
y su propia rabia. En los ojos de la draraña apareció una mirada de terror, mientras la bestia levantaba su espada sólo para ver cómo se partía al recibir el golpe del arma de Hal, la cual continuó su trayectoria para hendirle el cráneo, el cuello y medio pecho.
Hal no tenía tiempo para atender ni llorar a su amigo. Vio una silueta blanca entre las drarañas y, en el acto, adivinó quién era. Las criaturas se lanzaron al ataque, y él se situó delante de su esposa, el sacerdote y el plumista ciego. Levantó su espada, la única barrera que quizá podía salvar al trío indefenso de una muerte horrible.
El joven libró la batalla de su vida, atacando a las drarañas con una fuerza que gracias a la magia de la
pluma
se centuplicaba. La desesperación lo convirtió en un esgrimista formidable, capaz de fintar, parar y atacar con una destreza asombrosa. Su espada cortó el brazo de una draraña y la pata de otra. Su hoja atravesó el torso de una tercera y partió la espada de una cuarta.
Una de las drarañas se escurrió hacia un costado para rodear a Halloran, que debía hacer frente a los asaltos simultáneos de dos oponentes. Con una estocada certera le atravesó el corazón a uno de ellos, mientras trataba de adivinar qué ocurría a sus espaldas, preocupado por el súbito silencio de Erixitl.
Arrancó la espada del cuerpo de su primera víctima, y ejecutó un giro con la espada a media altura como quien mueve una guadaña. La hoja decapitó a su otro oponente sin disminuir la velocidad, pero su impulso lo hizo trastabillar y caer de rodillas, después de cortarle dos de las patas a otra de las bestias.
La criatura siseó furiosa y retrocedió un paso, levantando su arma. Sin perder ni un instante, Halloran se irguió para pasar a la ofensiva. Su primer mandoble obligó a la draraña a retroceder todavía más, y el segundo le arrancó el arma de la mano. El hombre descargó un tercer golpe casi horizontal, que separó en dos el cuerpo de su rival. Los brazos de la draraña se movieron en un acto reflejo hacia sus patas como si quisiera mantener unidas las partes seccionadas, y después cayó muerta, mientras Halloran volvía su atención a las otras amenazas.
Tenía casi encima a otro grupo de drarañas, y comprendió que su venganza le había hecho perder un tiempo valiosísimo. Paró el primer golpe, pero perdió el equilibrio; consiguió detener el segundo mientras caía. Después, tendido en el suelo y rodeado por sus enemigos, vio que otros pasaban a su lado.
—¡Erixitl! —Halloran pensó en su mujer, sin darse cuenta de que había gritado su nombre.
Vio que una espada se alzaba por encima de su cabeza, y luego se hundió en las tinieblas.
Su primer plan había sido eliminar al hombre con una descarga mágica, para después disfrutar con la muerte de la mujer. Pero Darién no se atrevió a ponerlo en práctica, consciente de que en el pasado había desperdiciado sus poderes al utilizarlos contra Halloran y su esposa, porque sus hechizos no habían podido superar las defensas mágicas de la muchacha.
Por lo tanto, Darién había esperado en la escalera de la pirámide, mientras las drarañas se ocupaban de librar la batalla. Sólo tenía una meta; la dulce flor de luz la llamaba como una tentación irresistible.
Ahora podía ver a la mujer tendida en el suelo, aquejada por los dolores del parto inminente. Sonrió con una expresión de burla ante el momento de debilidad de su enemiga, una debilidad que le costaría la vida.
La draraña blanca bajó los escalones y se situó al margen de la pelea. Observó cómo sus criaturas atacaban a Halloran y morían a sus manos. Con un cierto desapego, admiró al humano por su capacidad de lucha, y hasta cierto punto, la visión de su cuerpo sudoroso y manchado de sangre la excitó de una manera que no había experimentado desde la Noche del Lamento.
De todos modos, tenía muy claro cuál sería el resultado del combate, y lo vio caer con un vago sentimiento de piedad, como quien lamenta la muerte inútil de un buen caballo.
Darién avanzó hacia la mujer tendida en el suelo. Había dos viejos que la cuidaban, y escuchó sus gemidos. Pero la mirada de Erixitl respondió a la de la draraña, que se sorprendió al ver la furia y el poder en sus ojos.
Erixitl gimió y echó hacia atrás la cabeza al sentir la contracción en su vientre. Vio el rostro horrible de la draraña, y comprendió que Halloran había caído. Por un momento, creyó que se volvería loca.
De pronto, Lotil se puso de pie con la manta de
plumas
entre las manos, una manta de colores brillantes y tonos seductores.
Darién se detuvo por un momento, con la mente un tanto confusa. A su alrededor, las demás drarañas también vacilaron.
Lotil movió la manta suavemente entre las manos, y los colores comenzaron a girar de una manera que invitaba a su contemplación, hasta formar un vórtice que atrajo a la draraña blanca con una fuerza hipnótica.
El ciego se apartó de su hija, con mucho cuidado para no tropezar, y, sosteniendo la tela en alto, aumentó la velocidad de sus vueltas. Se detuvo, aunque sin dejar de mover la manta, cuando llegó junto al cuerpo de Jhatli.
—¡Padre, no! —susurró Erixitl.
Lotil dejó caer la manta, que se posó como un sudario sobre el cadáver del muchacho, y luego se hizo a un lado. Ahora sus manos sólo movían el aire que tenía delante. Pero, de forma misteriosa, los colores seguían presentes, agrupados en una columna que giraba para impulsar a las drarañas a que la siguieran, hipnotizadas por la luz multicolor.
El plumista prosiguió su marcha envuelto en el torbellino de
pluma
, que ahora lo sobrepasaba en altura y giraba a una velocidad vertiginosa. Se alejó de la pirámide a través del claro, y su hija observó cómo se alejaba. La luz mágica alumbraba todo el claro, y Erix vio a las drarañas, las ocho o diez que quedaban, seguir a su padre en un grupo compacto. Darién, la hechicera albina, las precedía.
La columna se convirtió en un tornado, con la parte superior cada vez más alejada del suelo, al mismo tiempo que se ensanchaba por la base para envolver a las drarañas en un abrazo luminoso. El grupo se movió lentamente, pero sin pausa, hacia el precipicio.
—¡No, por favor! —gimió Erixitl, entre dos contracciones—. Padre, no...
Su voz no tenía fuerzas, aunque sin duda Lotil no le habría hecho caso, incluso si la hubiese escuchado.
Darién no podía apartar la mirada de la seductora e intensa luz que brillaba ante sus ojos. El poderoso hechizo de la
pluma
la mantenía cautiva junto con sus compañeras, con tanta eficacia como una trampa real.
Siguieron al hombre que avanzaba arrastrando los pies, a través del prado. Algunas veces, se detenía para ejecutar una reverencia y un par de vueltas, como si se tratara de una danza ritual. Después reanudaba la marcha, y las drarañas lo seguían.
En el fondo de la conciencia de Darién, sonó un aviso. Los objetos de
hishna
—las zarpas, el veneno y la piel de víbora que llevaba en su bolsa— le pesaban cada vez más. El poder oscuro surgió en su mente, en un intento de apartar la mirada de la imagen hipnótica que giraba ante sus ojos.
La luz no dejaba de llamarla. Darién hizo un esfuerzo por continuar, en tanto las demás drarañas la iban dejando atrás, pero el peso de
hishna
la retuvo.
No vio el precipicio que se abría a los pies de Lotil; tampoco lo vieron sus compañeras. Todas sabían que estaba allí, aunque el conocimiento pertenecía a la parte lógica de su mente, que ahora no funcionaba. Sólo tenían en cuenta su desesperante deseo de poder alcanzar aquel resplandor y quedárselo para sí mismas.
Lotil se detuvo en el mismo borde, y esperó a que las drarañas le dieran alcance. Las siniestras criaturas se precipitaron sobre él, con los brazos extendidos para cogerlo.
El plumista y los monstruos cayeron al vacío en el más absoluto silencio, abrazados por el vórtice de
pluma
, para ir a estrellarse contra las afiladas rocas del fondo. El choque de sus cuerpos sonó como el de una calabaza aplastada.
En el último momento, los poderes oscuros que bullían en el interior de Darién la detuvieron. Sentía la necesidad imperiosa de saltar; de hecho, dio un paso adelante y cayó por el borde. Pero, un par de segundos después, se asió a unos matorrales en la pared del acantilado.
Mientras jadeaba para recuperar el aliento, encontró dónde apoyar las patas y se apretó contra la roca. Estremecida de terror, pensó en lo cerca que había estado de la muerte. El resto de las drarañas, junto con el humano ciego, yacían hechas pedazos entre las piedras del fondo.
Permaneció en su posición, oculta a las miradas de quienes se encontraban en el claro. Por ahora, no podía hacer otra cosa que descansar. Sintió que su odio contra los humanos que casi la habían derrotado se renovaba. Estaba viva y debía recuperar sus fuerzas.
No tardaría en entrar en acción una vez más.
Los últimos diez regimientos de Hoxitl acabaron con la defensa de Actas, la segunda aldea en la línea defensiva de Cordell. Los orcos se lanzaron al ataque con una ferocidad tremenda, y rodearon el poblado en un movimiento de pinzas.
Grimes dirigió a sus lanceros, que cada vez eran menos, en una serie de cargas, pero no tardó en comprender que era como intentar impedir la marea. Por fin, los jinetes se retiraron para reagruparse.
En lugar de permitir que sus tropas fuesen aniquiladas en una defensa sin sentido, como había ocurrido en Nayap, el capitán general ordenó a los cornetas que tocaran retirada.
Los defensores abandonaron el combate, y se ocuparon de mantener la formación mientras retrocedían en dirección a Puerto de Helm. Los jinetes asumieron la tarea de detener las avanzadillas enemigas.
Las balas de los arcabuces y las flechas disuadieron a los atacantes de empeñarse mucho en la persecución. ¿Acaso no habían conseguido poner en fuga a los humanos? Ahora que habían ganado, ¿qué necesidad había de darse prisa? Nadie quiere ser la última víctima de una campaña victoriosa.
Las primeras luces del alba alumbraron el campo de batalla, convertido en un lodazal y cubierto de cadáveres. Enanos del desierto, Gente Pequeña, guerreros payitas, arqueros de Tulom—Itzi, mercenarios de la Costa de la Espada, mezclaban su sangre en el fango, más allá de las diferencias que los habían separado en vida o de las alianzas que los habían reunido.
Pero todavía quedaban muchos vivos, y los supervivientes buscaron refugio en los terraplenes elevados de Puerto de Helm. Llegaron al fortín, donde los esperaban Daggrande y Cordell; después, los oficiales llevaron a las compañías a las posiciones asignadas para colaborar en la defensa.
Cuando las últimas tropas de Hoxitl entraron en la llanura, la batalla había concluido, y, ante la ausencia de enemigos, se sumaron a la marcha hacia el fuerte, sin dejar de celebrar con aullidos la victoria. Su clamor se podía escuchar con toda claridad desde las murallas del fortín, como el rugir de las olas.
La empinada pendiente de las murallas hizo que los orcos, ogros y trolls se amontonaran en la base. Arriba los esperaban los defensores, bien armados y con la ventaja de la altura a su favor. En cambio, la horda no tenía espacio de maniobra suficiente para emplear todas sus fuerzas, y Cordell no desperdició esta baza. Ahora, sus hombres luchaban codo a codo, estimulados por la certeza de que ya no habría más retiradas.
En Puerto de Helm se trataba de victoria o muerte.
El gigantesco monolito que encarnaba a Zaltec se encontraba cerca del claro de los Rostros Gemelos desde las primeras horas de la noche anterior. El dios de la guerra había percibido la presencia de los poderes de la
pluma
y el
hishna
, pero sabía que todavía no era el momento de su combate con Qotal.
Por lo tanto, el coloso había esperado, impasible, mientras Halloran luchaba por su vida y las drarañas amenazaban a la mujer, para luego encontrar la muerte al ir en pos del torbellino luminoso y del ciego que lo había creado.