Con un coro de aullidos y gritos, los trolls se lanzaron al ataque.
De las crónicas de Coton:
En medio del océano del desastre, una pequeña isla de
plumas
nos mantiene a flote.
Lotil, el plumista, y yo saludamos la marcha de los monstruos de Palul como el nacimiento de un nuevo día. El pueblo yace en ruinas, y sus habitantes han muerto o escapado. Por alguna razón que desconozco, la horda ha dejado algunas casas en pie, entre ellas la de Lotil.
En este perdón, presiento el destino del viejo ciego y la necesidad de que lo ayude. Ahora estamos unidos, no sólo por el peligro que hemos pasado, sino también por el camino que nos llama.
El caballo de los extranjeros está preparado para llevarnos, y con el nuevo día nos disponemos a la marcha. Los dos hemos soñado con la Gran Pirámide en el desierto, de brillantes colores, y con las maravillas secretas ocultas debajo de la arena que la rodea.
La visión de la
pluma
nos dice que es allí adonde debemos ir.
¡Y Qotal! El Plumífero no tardará en regresar, y comprendemos que la Gran Pirámide será el lugar de su llegada. En cuanto montamos, el caballo nos lleva hacia el sur, hacia el altar del advenimiento del dios Plumífero.
Los dos sabemos que el caballo sigue la dirección correcta.
El troll más cercano dio un salto, y Halloran lo hendió en el aire en medio de una lluvia de sangre negra. Daggrande disparó el último de sus dardos, y después empuñó el hacha con gesto adusto, dispuesto a resistir hasta el final. Los dos soldados se mantuvieron delante de sus compañeros, que permanecían en el borde del abismo.
Halloran gritó en el instante en que descargaba un nuevo mandoble, y entonces notó un extraño mareo. Se balanceó por un momento, y después pisó bien firme.
Una crisálida de color giró alrededor del grupo. Asombrado, Halloran miró a Erixitl y vio que ella compartía su asombro. La capa se había desplegado y giraba como un caleidoscopio multicolor. Poco a poco, el resplandor se extendió hasta englobarlos a todos.
Los trolls permanecieron como atontados. Los compañeros observaron el desierto a través del filtro de
pluma
, y lo vieron pintado de verdes brillantes, azules oscuros y rojos vibrantes. Los colores alcanzaron un brillo deslumbrante, y los monstruos retrocedieron, espantados.
—¿Qué ocurre? —jadeó Jhatli, boquiabierto.
Entonces, con un parpadeo súbito, el mundo alrededor del grupo cambió de aspecto. Desapareció la tierra, y todo se convirtió en una ráfaga de color. Un segundo más tarde, se encontraron todavía juntos, pero en un lugar distinto. El sendero que pisaban era más ancho y firme y, lo que era más importante, no había trolls a la vista.
Abajo estaban los mismos abismos y rocas calcinadas que les habían cerrado el paso, aunque con una diferencia: quedaban hacia el oeste, ¡detrás de ellos!
—¡Este lugar donde estamos es el risco que vimos por la mañana! —exclamó Erix. Señaló hacia el oeste—. ¡Estábamos allá!
—¿Cómo... es posible? —preguntó Jhatli, que, conmocionado, se sentó sobre las piedras.
—Teleportación —respondió Daggrande con voz áspera—. Y, por suerte, muy oportuna. No sé cómo funciona pero nos ha traído a través de todo aquello. —El enano señaló la tierra torturada—. ¡Nos habría costado unos cuantos días de marcha cubrir esta distancia!
—¡Poshtli se acerca! —Erixitl señaló un punto en el cielo. El águila voló hacia ellos desde el oeste, pasó por encima de sus cabezas como una flecha, y continuó su descenso hacia un valle hacia el este.
»¡Y mirad! —agregó Erix suavemente, mientras su mirada seguía el vuelo del águila hacia la tierra más allá del escarpado risco donde se encontraban ahora—. Aquél es el lugar adonde nos guía.
—¡Por el nombre de Helm! ¿Qué es aquello? —gritó Hal. Jhatli y el enano, tan asombrados como él, se sintieron incapaces de articular palabra.
El valle que se extendía por el este aparecía rodeado de sierras muy altas, y su suelo era una enorme llanura de arena y piedras. Se trataba de un sitio salvaje e inhabitable.
Sin embargo, el que no hubiera pobladores resultaba lo más sorprendente, porque en el centro del valle se levantaba una estructura tan magnífica, de líneas tan puras y con unos colores tan brillantes, que parecía haber sido terminada de construir el día anterior.
Desde luego, era una pirámide, y con una altura más de tres veces superior a la Gran Pirámide de Nexal. Se erguía hacia el cielo como una montaña, y una serie de plataformas la rodeaban a intervalos regulares. Las paredes edificadas sobre estas plataformas estaban pintadas de colores brillantes, y los dibujos representaban imágenes abstractas de cacatúas, jaguares y serpientes en una persecución eterna alrededor de la pirámide. En la cara que podían ver había una escalera muy empinada.
Erix, que era la que más cosas sabía del Mundo Verdadero, reconoció el lugar, pero lo habría sabido igualmente porque el lugar provocó en su alma una profunda sensación de reverencia, y comprendió que habían llegado al final de su larga peregrinación.
—Aquello es Tewahca —anunció—. La Ciudad de los Dioses.
Zaltec avanzó estruendosamente hacia el sur. La monstruosa figura de piedra recorría veinte pasos humanos con cada uno de los suyos. Pese a ello, una profunda sensación de urgencia hizo que el dios aumentara su velocidad hasta que la tierra retumbó a su paso.
El dios de la guerra marchaba inexorable a través del desierto, sin fijarse en la tierra calcinada y en la ausencia total de vida. La figura gigantesca se alzaba como un risco escarpado, al que la erosión del viento y la lluvia había tallado con un cierto aspecto humano. Pero, al moverse, desaparecía esta semejanza, porque resultaba un objeto monstruoso, de una escala imposible.
Zaltec avanzaba en línea recta, sin desviarse de las montañas y barrancas que encontraba a su paso. Su mirada permanecía fija en la lejanía, como si buscara un lugar que recordaba desde hacía mucho tiempo.
Un lugar al que, por fin, su destino lo obligaba a regresar.
Los compañeros se acercaron a la pirámide de Tewahca con el ánimo sobrecogido de asombro y respeto. Si bien desde la cima del risco les había parecido cercana, esto era sólo una ilusión producida por su tamaño. Con cada nuevo paso, se hacía más grande, hasta que se convencieron de que la construcción únicamente podía haber sido edificada por los propios dioses.
Era el mediodía cuando se habían recuperado de la conmoción sufrida por el viaje mágico y habían iniciado la marcha. El sol estaba ya cerca de la cima de la cordillera occidental cuando acabaron de descender la ladera y cruzaron la distancia que los separaba de la pirámide, que se erguía con su incomparable belleza en medio de la tierra desértica.
En la cumbre del enorme edificio, se levantaba un templo de piedra. A diferencia de los lados de la pirámide, decorados con mosaicos y murales de colores vivos, las paredes del templo no tenían ningún símbolo. La enorme puerta abierta parecía una boca oscura que esperara su alimento.
Mientras caminaban, los integrantes del grupo observaron las otras formas a su alrededor. Había una estructura de piedra cuadrada, visible en la base de una duna, y una serie de arcos de piedra —que, en otros tiempos, debían de haber sostenido un edificio muy grande— asomaban entre la arena. Una pirámide mucho más pequeña, erosionada por los elementos y derruida en parte, aparecía rodeada de dunas. Poco a poco, comprendieron que se encontraban entre los restos de una inmensa ciudad.
—Tewahca —susurró Erixitl, como si tuviera miedo de que su voz rompiera el silencio—. Construida por los humanos como campo de batalla de los dioses.
El edificio principal lo dominaba todo, pero ahora descubrieron otra segunda pirámide más pequeña, a un costado. Mientras se aproximaban a la base de la estructura, observaron que marchaban por lo que una vez había sido una ancha avenida, que acababa directamente en la pirámide.
Todas aquellas cosas que, en un primer momento, parecían montículos de arena, adquirieron formas concretas, dispuestas en espacios regulares. Eran los restos de viejos edificios, quizá palacios o grandes templos.
—Mirad aquél —señaló Daggrande, cuando atravesaban una amplia plaza, parecida al porche de una mansión. Grandes columnas de piedra se erguían en largas hileras, como centinelas silenciosos encargados de vigilar un edificio fantasmal. Detrás de las columnas, los portales oscuros, enmarcados por los frontispicios a medio derrumbar, los contemplaban como las órbitas vacías de una calavera.
Las sombras se alargaban entre las columnas, y los compañeros se estremecieron, como si los espíritus de los primitivos habitantes rondaran por el lugar.
—Este lugar debe de tener muchos siglos de antigüedad —murmuró Halloran, como si le preocupara que los dioses pudieran escucharlo.
—Muchos siglos —afirmó Erixitl—. Puedo percibir la edad en el polvo que piso. Han pasado más de mil años desde que estos edificios fueron abandonados. ¿Y cuánto tiempo más desde su construcción?
—Y todos están en ruinas —comentó Daggrande—. ¡Todos excepto aquél! —Hizo un gesto hacia la Gran Pirámide.
—Da la impresión de haber sido pintada ayer —susurró Jhatli—. Los colores son tan brillantes, los dibujos tan nítidos...
Llegaron al pie de la inmensa estructura. Las sombras se alargaron a su alrededor, a medida que la luz del sol subía lentamente por la cara occidental de la pirámide.
La empinada escalera comenzaba delante mismo de ellos, aunque, desde su posición, sólo podían ver hasta la primera terraza.
—¡Mirad! —exclamó Halloran, atónito, con la mirada puesta en la tierra junto a la base, y les señaló las huellas dejadas por unos cascos: ¡las huellas de un caballo con herraduras!
—¿Crees que alguno de los exploradores de Cordell ha encontrado este lugar? —preguntó Daggrande.
—Es poco probable. Tendría que haber pasado por la misma zona que nosotros atravesamos con la magia de la
pluma
. No creo que ningún jinete quiera pasar por la experiencia, si no es absolutamente necesario —contestó Halloran, siguiendo las huellas.
—Son frescas —informó Jhatli, tras haber observado el polvo que comenzaba a rellenar las depresiones—. Han sido hechas hace menos de una hora.
Todas las demás preguntas murieron en sus labios cuando llegaron a la esquina de la base. Se encontraron frente a dos hombres, de pie junto a una yegua negra que soltó un relincho en cuanto vio a Halloran.
—
¡
!
—gritó el joven, sorprendido, pero absolutamente seguro de que era su fiel yegua. Había dado por perdido al animal, porque éste se encontraba en el centro de Nexal en la Noche del Lamento.
Entonces se volvió hacia los hombres, consciente de que Erix ya se había lanzado a los brazos de... ¡su padre! ¡El plumista ciego estaba allí, en el desierto! Halloran identificó al otro hombre por su vestimenta como uno de los sacerdotes de Qotal, aunque era mucho más viejo y encorvado que los otros que conocía.
—¡Hija mía! ¡Hijo! —Lotil abrazó a Erixitl y tendió una mano para estrechar la de Hal, quien observó que el anciano mostraba una gran alegría, pero no sorpresa—. Este es Coton, patriarca de Qotal —añadió Lotil señalando al sacerdote—. Ahora debemos darnos prisa.
—¿Prisa? ¿Por qué? —preguntó Erixitl, sorprendida al escuchar las palabras de su padre—. ¿Por qué estás aquí? ¿Qué debemos hacer?
—¡Dar la bienvenida al Plumífero! ¿Por qué piensas que estamos aquí?
Harak parpadeó mientras sus ojos, hundidos e inyectados en sangre, escrudriñaban el horizonte en busca de la presa. El gigantesco troll agradeció que el resplandor del sol de mediodía comenzara a disminuir, aunque lo irritaba no poder encontrar el rastro de los humanos y el enano.
Encabezaba a un grupo de monstruos que atravesaba la zona entre las dos cordilleras. Los trolls, conscientes de que Hoxitl los mataría en cuanto se enterara de su fracaso, se apresuraban a avanzar hacia el este, guiados por el instinto de que los fugitivos habían tomado aquella dirección.
Mientras caía el crepúsculo, Harak aceleró el paso y llevó a la banda hacia la cima de la segunda sierra. El corazón le latía con fuerza, y pensó que se acercaba a un lugar de gran poder. Un confuso sentimiento primordial despertó en su conciencia, un sentimiento que mezclaba el odio y el terror con la más alegre exaltación.
Antes de que la Noche del Lamento provocara el cambio divino en Harak, él —como la mayoría de los demás trolls— había sido sacerdote de Zaltec. La transformación le había debilitado la mente, pero todavía recordaba algunas cosas de su enseñanza.
El antiguo sacerdote mantenía su devoción, porque ¿no era el poder de Zaltec el que se manifestaba ahora en su cuerpo?, ¿en sus miembros, en la piel verde y llena de pústulas que le cubría los poderosos músculos?, ¿en sus garras y en sus largos colmillos curvos?
Estos pensamientos dieron nuevas fuerzas al troll. Los demás, unos trescientos, siguieron a su líder. Avanzaron a través de la tierra árida, en una larga fila, buscando su camino por las empinadas laderas de piedra roja y los claros sembrados de peñascos. Ahora, todos apuraron el paso. La sensación de que se encontraban muy cerca de su meta invadió al grupo, que recorrió a la carrera la última y más empinada parte de la cuesta.
Por fin las bestias alcanzaron la cumbre y permanecieron inmóviles, sus siluetas recortadas por los postreros rayos del sol poniente, con la mirada puesta en el valle que se abría ante ellas. La inmensa pirámide dominaba el panorama, pero también podían ver las ruinas que se destacaban claramente entre las sombras alargadas. Los humanos resultaban invisibles en la distancia, porque se encontraban junto a la base de la pirámide. No obstante, Harak sabía que se hallaban allí y, entre ellos, la mujer que poseía la
pluma
.
Pensó una vez más en la mujer. En su memoria, recordó sin mucha precisión que ella recibía el nombre de «hija escogida de Qotal», y que llevaba la bendición de la Serpiente Em
pluma
da. Ahora tenía que descubrir por qué había venido aquí.
¿Y por qué lo había atraído a él también?
Entonces percibió otra presencia, la inminente sensación de un gran poder y de una terrible amenaza. Notó su proximidad, y supo que su llegada se produciría en cualquier instante. Provenía del norte, un poder creciente que lo dominaba todo y borraba cualquier otro sentimiento. Harak tembló en la gloria y veneración de su sanguinario dios.