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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (16 page)

Escucharon un graznido agudo y, una vez más, vieron al águila, que se remontaba. Después, con las alas plegadas y las garras extendidas, Poshtli atacó el gigantesco bloque que era la cabeza de Zaltec.

El pequeño grupo se acurrucó en un rincón del templo, paralizado por el miedo y la conmoción. Halloran sacudió la cabeza y se limpió el polvo de los ojos, en un intento de espiar entre la nube. En aquel momento, advirtió que alguien más había entrado en el recinto.

A través del polvo, divisó una sombra difusa que atravesaba el portal. La siguieron otras, y los rayos del sol poniente recortaron sus siluetas con toda nitidez; eran trolls, los sirvientes de Zaltec. Una horda de criaturas grotescas se apiñó detrás de los pies del monolito.

Halloran gimió para sus adentros, aunque le pareció que tanto él como sus compañeros, acurrucados en las sombras y protegidos por la nube de polvo, no habían sido descubiertos. ¿Durante cuánto tiempo más contarían con esta ventaja?

Tocó el brazo de Daggrande para llamar su atención, y le señaló los monstruos que no cesaban de entrar en el templo, dispuestos a presenciar la batalla de los dioses y la victoria de su amo.

Todo parecía indicar que el tremendo poder de Zaltec había conseguido hacer desaparecer a Qotal. También Poshtli había desaparecido. La gigantesca figura de piedra comenzó a bajar los brazos, y el viento amainó poco a poco.

Halloran recordó que había otra puerta, en la pared que daba al este.

—¡Salgamos de aquí! —gritó y, sin perder un segundo, empujó a los demás para que se pusieran en marcha. Con señas, les indicó la otra puerta.

Inclinados hasta casi tocar el suelo, se movieron junto a la pared sin dejar de rezar para que los monstruos no los descubrieran. Halloran se mantuvo en la retaguardia, con la mano apoyada en la empuñadura de su espada. No quería desenvainarla antes de tiempo, porque el resplandor de la hoja delataría su presencia. Observó que Daggrande llevaba la ballesta colgada a la espalda, y que empuñaba el hacha.

Por fin llegaron a la puerta oriental, que era tan grande como la otra. A sus espaldas, se escuchó el grito desesperado de Qotal. El combate estaba a punto de acabar.

—¡Corred! —gritó Halloran—. ¡Salgamos de aquí antes de que sea demasiado tarde!

Los compañeros abandonaron el templo y se dirigieron a la escalera que se encontraba a unos pocos pasos de distancia. Habían recorrido la mitad del trayecto cuando unos rugidos de furia sonaron a ambos lados.

Una pareja de trolls, con las babas salpicando de sus curvos colmillos, se lanzaron sobre ellos desde el portal. Con una rapidez sorprendente, Jhatli levantó su arco y disparó una saeta con punta de piedra contra el vientre de uno de los monstruos.

La espada de Hal apareció en su mano como por arte de magia. Con el mismo movimiento, Hal se adelantó para clavar la punta de acero en la garganta del otro troll. La fuerza de la
pluma
respaldó el golpe; después retiró la espada, y un chorro de inmundicia brotó de la herida. Mientras tanto, Daggrande descargaba hachazos contra la bestia alcanzada por la flecha de Jhatli. La furia y el miedo daban nuevas energías a los músculos del enano, y su hacha, afilada como una navaja, se hundió hasta el hueso en el muslo del troll.

Las dos bestias, malheridas, soltaron un aullido de agonía y cayeron al suelo. La superficie de la pirámide tembló bajo los pasos de los otros monstruos, que se acercaban a la carrera. Un momento más tarde, aparecieron por las esquinas del templo.

Los compañeros se encontraban atrapados en la franja entre el templo y el borde de la pirámide. La escalera era demasiado empinada, y no se podía bajar por ella si había que luchar al mismo tiempo. Cualquier golpe de un atacante situado más arriba los haría caer a lo largo de centenares de metros hasta estrellarse en las rocas de abajo.

—¡Tu amuleto, hija mía! ¡Utilízalo! —gritó Lotil. El ciego presentía, con tanta claridad como ellos, el peligro mortal que corrían.

—¿Utilizarlo? ¿Cómo? —preguntó Erixitl. En su garganta, el medallón de jade y plumones parecía flotar en el aire, pero ella no sabía qué clase de poder poseía para detener a los atacantes.

—Ya no hay tiempo para explicaciones. Coge mi mano. ¡Todos, cogeos de las manos! —Lotil pronunció sus palabras con un tono de mando que sorprendió a Erixitl, que se apresuró a obedecerlo, al igual que Coton y Jhatli.

Pero Hal y Daggrande estaban en los flancos del grupo, de cara a los monstruos que atacaban. El enano tumbó a una de las bestias con un hachazo feroz, y la hizo caer por el costado de la pirámide. Halloran, por su parte, mantenía la espada en alto dispuesto a rechazar la embestida de su primer agresor.

—¡Mi mano! ¡Cógela! —gritó Erixitl, que creía haber adivinado las intenciones de su padre. Desesperado, Halloran tendió su mano izquierda hacia atrás, y notó el firme apretón de su esposa. Con la derecha descargó un mandoble contra su atacante.

Daggrande, muy ocupado en recuperar el equilibrio, no apartaba su mirada de la horda enemiga y, por lo tanto, no podía ver la mano extendida de Coton.

—¡Saltad! —ordenó Lotil, acercándolos hacia el borde. Halloran tropezó cuando Erixitl tiró de su mano; vaciló al verse enfrentado al vacío, y entonces notó el tirón cuando su esposa saltó al espacio. Con un gemido, saltó tras ella.

Coton, patriarca de Qotal, miró hacia la plataforma mientras seguía a Lotil y Jhatli. Con un movimiento súbito, tendió la mano y sujetó el codo de Daggrande. El enano soltó una maldición al ver que había fallado el golpe.

Pero entonces él también siguió a los demás en la caída por el precipicio. El enano cerró los ojos y se preparó para morir.

Una suave ráfaga de viento sopló por debajo de sus cuerpos y los sostuvo como si fuese un cojín. Los compañeros se movieron con torpeza, incómodos por la súbita sensación de ausencia de peso. El amuleto de
plumas
de Erixitl se desprendía de su cuello como si la brisa quisiera llevárselo. Poco a poco, fácilmente, como una hoja que cae de un árbol, el grupo descendió hacia el suelo.

Sin dejar de aullar como posesos, varios trolls se lanzaron al aire, en un intento de apresar a los humanos que bajaban lentamente. Sus saltos resultaron cortos, y las bestias cayeron a plomo para chocar primero contra la escalera más o menos a la mitad de su altura, y después rodar por los peldaños hasta el fondo, donde quedaron convertidos en un montón irreconocible de huesos rotos y piel destrozada.

El viento no dejó de soplar, y el cojín de aire se alejó de la pirámide; su recorrido trazó un arco primero hacia el norte, para desviarse a continuación hacia el oeste, sin dejar de bajar. En su prisa por perseguirlos, las bestias de la Mano Viperina corrieron escalera abajo, y unos cuantos más resbalaron para ir a morir estrellados contra las piedras. Mientras tanto, la brisa se llevaba a los compañeros cada vez más lejos.

Demasiado aterrorizados para hablar, se estrechaban las manos con toda la fuerza posible, sin dejar de rogar para sus adentros que el hechizo que los sostenía no se rompiera. No se apoyaban en nada visible o palpable, y no podían evitar la horrible sensación de la caída libre.

—No miréis hacia abajo —jadeó Halloran, que lo había hecho y ahora sufría vértigo.

Sin prisas, arrastrado hasta por la más suave brisa, el cojín de
pluma
los soportaba con toda firmeza. Vieron que los llevaba hacia las ruinas de la avenida por la que habían caminado cuando se acercaban a la pirámide.

Por fin, con un remolino de despedida, el viento los depositó suavemente sobre la tierra y se esfumó. Casi a un kilómetro de distancia, las bestias soltaron gritos de alegría y echaron a correr hacia ellos. En lo alto de la pirámide reinaba un silencio amenazador. Muy cerca de su punto de aterrizaje, se abrían los portales oscuros del edificio en ruinas que habían visto antes, en su aproximación a la pirámide. Todavía se sostenían muchas de las columnas del pórtico, como otros tantos centinelas silenciosos dispuestos a cerrar el paso a los intrusos.


¡Tormenta!
—gritó Halloran, al ver un movimiento en una esquina de la ruina. La yegua negra galopó hacia él. Había escapado ante la presencia de los monstruos, y ahora relinchó, contenta de ver a su amo.

Coton, en silencio, levantó una mano y señaló los portales oscuros. Todos comprendieron su indicación. Allí estaba su próximo refugio.

—¡Meternos allí dentro es una trampa mortal! —protestó Daggrande.

—No podemos dejarlos atrás —replicó Halloran—. Más nos conviene enfrentarnos a ellos en un lugar donde tengamos una pared que nos cubra las espaldas.

Sin más vacilaciones, se internaron en el bosque de columnas en dirección a las puertas. A pesar de que casi no había luz, Halloran pudo ver que cada pilar estaba labrado con la forma de un Caballero Águila o Jaguar, con el casco de la orden, picudo o con colmillos, como remate de la columna, a unos tres metros de altura.

Entonces llegaron al primero de los portales, una abertura en ruinas con un tejadillo por encima del arco de la entrada. Del interior surgía un olor mohoso, que llamaba la atención en un lugar tan seco.

Coton abrió la marcha, escoltado por Daggrande y Jhatli. Erixitl los siguió, pegada a sus talones y sin soltar el brazo de su padre. Halloran, junto a

, protegía la retaguardia. Mantenía la espada en alto, dispuesto a descargar el golpe en cuanto apareciera el primer perseguidor. A medida que avanzaban vio muros y habitaciones sembradas de escombros. Dieron la vuelta en una esquina, y perdieron de vista el portal.

Muy pronto se encontraron en plena oscuridad, que sólo aliviaba un poco el débil resplandor de la espada de Halloran. La sensación de algo muy viejo y húmedo flotaba en el aire, junto con una vaga presencia que Halloran no conseguía identificar. Su alarma no estaba provocada por los sentidos, pero percibía la amenaza en una reacción instintiva que le ponía la piel de gallina.

Sin embargo, Coton parecía no tener problemas para ver el camino, porque se adentró en el edificio, moviéndose por los distintos pasillos con una precisión notable.

—Esperad —dijo Daggrande, y todos se detuvieron.

—¿Los ves? —preguntó Erixitl.

A su alrededor no había otra cosa que sombras un poco más oscuras, y Hal levantó su espada. Extrañado, vio que la luz de la hoja no penetraba en estas sombras.

Entonces se le heló la sangre en las venas. Las sombras se acercaban.

Poshtli se estremeció al recibir el impacto de un golpe de una violencia increíble. Por un momento, tuvo la certeza de que estaba muerto, pero, poco a poco, recuperó los sentidos. Mantenía las garras enganchadas con fuerza a una cosa larga y ondulante, que parecía ser la melena del Dragón Emplumado.

La rabia sacudió el cuerpo de la orgullosa águila, y su furia se dirigió contra el dios bestial que intentaba apartar a Qotal del Mundo Verdadero. Soltó un graznido exasperado e intentó librarse, para poder atacar una vez más a su odiado enemigo.

No consiguió su objetivo porque el
pluma
je del dragón, como si tuviera vida propia, sujetaba las garras del águila. Poshtli batió las alas con todas sus fuerzas, mientras se preguntaba por qué el dios rechazaba su ayuda y no lo soltaba.

Pasó el momento culminante del combate, y percibió que disminuían las fuerzas del Dragón Emplumado. A pesar de saber que sus ataques no servirían de mucho, Poshtli deseó fervorosamente tener una oportunidad para lanzarse contra la figura de Zaltec.

Pero no podía librarse. Por fin, advirtió que se había hecho el silencio en el interior del templo. La batalla había concluido.

Los monstruos de la Mano Viperina atacaron a los refugiados nexalas antes del amanecer. Aparecieron como una ola incontenible en la cima de la sierra que los separaba de los humanos y del fértil valle donde se cobijaban.

Los mazticas lanzaron una lluvia de flechas sobre la horda. Los ballesteros de Cordell esperaron hasta tener bien centradas a las bestias de ojos porcinos en sus miras, y entonces dispararon sus saetas de acero, que provocaron una carnicería entre las filas enemigas.

Un momento después, los dos bandos chocaron con una fuerza brutal. Los guerreros nativos levantaron sus lanzas y aguantaron a pie firme, hundiendo sus lanzas en cuantas bestias se ponían a su alcance. Pero la horda era como una marea incontenible, y muchas lanzas se rompieron antes de que sus puntas de piedra consiguieran atravesar la piel de sus rivales.

Las
macas
con filo de obsidiana —que utilizaban los dos bandos— descargaban golpes a diestro y siniestro con un ritmo mortal. La línea se retorcía y se quebraba; por unos segundos aparecían brechas que se cerraban cuando los guerreros humanos contraatacaban y hacían retroceder a los monstruos. Los mazticas luchaban con una furia poco habitual, porque esta vez no buscaban hacer prisioneros sino matar al enemigo.

Y las bestias únicamente sabían matar; cada muerte en el campo era un sacrificio para mayor gloria de Zaltec.

Los pocos jinetes de los que disponía Cordell cargaron contra los orcos, y los humanoides se mostraron tan incapaces de resistir el ataque de los lanceros como lo habían sido los nativos durante las batallas de la conquista.

—¡Los ogros! ¡Matad primero a los ogros! —vociferó el capitán general, y sus jinetes volvieron sus lanzas contra los enormes brutos, que no eran muchos, pero que se destacaban por su estatura entre los orcos.

Un pequeño grupo de orcos consiguió atravesar la línea. Sin dejar de proferir sus horribles aullidos, se lanzaron contra el flanco de los defensores. La única reserva de Cordell —varias compañías de arqueros kultakas— dispararon andanada tras andanada sobre los atacantes, hasta que consiguieron matar a la mayoría. Los pocos supervivientes entre los orcos intentaron retroceder hacia la brecha, y se encontraron con que se había cerrado. Las compañías de reserva avanzaron para rematarlos a todos a golpes de
maca
y puñaladas.

Por la derecha, Tokol rugía como un león entre sus guerreros y se lanzaba a cerrar las brechas con un agudo grito de combate, atizando golpes con su espada empapada de sangre hasta conseguir que los orcos retrocedieran. El cacique kultaka luchaba como un endemoniado, e inspiraba en sus hombres el ansia de emular su heroísmo. Al igual que su padre, Takamal, lo había hecho durante siete décadas, Tokol sabía cómo conseguir que sus guerreros se entregaran al combate con alma y vida.

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