Escuchó el relato sobre una gran aldea, bien preparada para resistir el ataque y provista de una empalizada de madera, que se levantaba en el camino que seguían las hormigas. Los insectos habían pasado sobre la empalizada, arrancando los troncos sin detener la marcha, para después penetrar en las casas y trepar a la pirámide del pueblo. Cada vez que los defensores habían intentado hacerles frente, los insectos los habían eliminado. Las pérdidas del enemigo habían sido insignificantes.
Gultec montó una trampa de fuego en uno de los bosques cercanos a Tulom—Itzi, pero, al parecer, Azul, el dios de la lluvia, estaba en su contra, porque los aguaceros que caían a diario empapaban la selva. Ni siquiera rociando el follaje con aceite pudieron conseguir provocar un incendio.
Por fin, fue una vez más en busca de su maestro, para informarle que las hormigas alcanzarían la ciudad al día siguiente. Se le encogió el corazón al mirar los sabios ojos de Zochimaloc, que ahora aparecían cubiertos por el velo de una profunda tristeza.
—Maestro —dijo Gultec con voz entrecortada—, me duele hablar de esta manera, transmitirte un mensaje que es como una puñalada en mi corazón, pero no tengo otra elección.
—Habla sin temor —le aconsejó Zochimaloc.
—No podemos hacer frente a las hormigas —afirmó Gultec—. Como Caballero Jaguar no le tengo miedo a una batalla sin esperanzas. Hace un año, habría disfrutado con la posibilidad de ofrendar mi vida en una batalla justa, aun a sabiendas de que estaba perdida de antemano.
Gultec hizo una pausa, y Zochimaloc esperó, consciente de que el guerrero se resistía a aceptar sus propias conclusiones.
—No obstante —añadió Gultec—, en el tiempo en que he estudiado contigo, he aprendido algunas cosas, cosas que me llevaron a cuestionar los principios básicos de mi vida adulta. —El guerrero comenzó a hablar con mayor fluidez, a medida que ganaba confianza en sí mismo.
»Me has hecho dudar de la gloria de la guerra, y también me has hecho ver el dolor que puede provocar. Me has puesto en contacto con personas de mucho coraje y sabiduría; gente que no practica la guerra y que no la ha sufrido nunca.
»Si estas personas pueden ser felices y prósperas, debo dudar de la guerra como una necesidad; al menos, de la guerra como un fin en sí misma. La guerra tiene un lugar asignado, y es el de defendernos de unas amenazas a las que no se puede responder de otro modo. Esto también me lo has enseñado, y una prueba es que me trajiste para enseñarle el arte de la guerra a tu pueblo.
»Pero la batalla a la que nos enfrentaríamos mañana, ante las puertas de Tulom—Itzi, sería únicamente en beneficio del valor y el orgullo. No sería un combate con una posibilidad de victoria. No podemos esperar vencer al enemigo, al menos en este momento. Sé, maestro, que no dudarás de mi valor por lo que ahora voy a decir.
»Nuestra única esperanza de supervivencia es abandonar Tulom—Itzi y buscar refugio en la selva.
—Se hará lo que tú mandes —respondió el maestro con una reverencia.
Poshtli se sujetó a la melena de
plumas
con las dos manos, desesperado por no perder su asidero. No sabía dónde estaba o lo que hacía, pero era consciente de que soltarse significaba la muerte. Por lo tanto, se aferró a las
plumas
sin hacer caso de las terribles sacudidas y giros que amenazaban con lanzarlo al vacío.
Pasó mucho tiempo antes de que comprendiera la transformación que había sufrido. Por fin advirtió que se sujetaba con manos; manos humanas dotadas con dedos y pulgares. Hizo una inspección sensorial de su cuerpo, y descubrió que ya no tenía la forma de un águila.
Una vez más, era humano.
¿Dónde estaba? Percibía el movimiento pero no el roce del aire. Vio las brillantes y suaves
plumas
que le servían de cobijo, y comprendió que se sujetaba a un cuerpo vivo.
¡Qotal! El Dragón Emplumado lo llevaba en su vuelo, cada vez más lejos del escenario de la terrible batalla. Sin embargo, ¿por qué no había viento?
Vacilante, Poshtli apartó la cabeza del cuello y miró a un lado. Sólo vio una nada gris, una especie de niebla que los rodeaba y le impedía saber si subían o bajaban. Dirigió la mirada hacia donde suponía que era arriba, pero no divisó ni un solo rayo de sol a través de la niebla.
Poco a poco, con mucho cuidado, el maztica se movió entre el manto de
plumas
que formaban la melena de la enorme serpiente, y avanzó hasta que consiguió asomar la cabeza. Ahora podía ver por encima de la cabeza de Qotal; lo desilusionó descubrir el mismo vacío gris de antes.
Contempló el batido de las inmensas alas de la serpiente. El
pluma
je de las alas parecía ahora más brillante si lo comparaba con..., con nada. Por mucho que lo intentaba, no lograba ver ningún otro color ni forma entre la niebla.
Las alas de Qotal se movían sin esfuerzo y lo trasladaban rápidamente hacia un destino desconocido. Poshtli sólo podía dar gracias al dios por salvarle la vida y por llevarlo con él, con una cierta seguridad, al lugar adonde iba. Pero ¿por qué no había viento?
La gran águila planeó lentamente hacia el suelo, y se posó en la cima donde una fila de guerreros todavía montaba guardia contra la amenaza que representaba la horda de la Mano Viperina. Los terraplenes, abandonados en su gran mayoría, se levantaban como orgullosos centinelas a lo largo de las alturas que daban al páramo de la parte norte.
En el valle que se encontraba hacia el sur, alrededor del lago que los nexalas habían bautizado con el nombre de Tukan, crecía una pequeña comunidad. Había muchas cabañas de paja en las orillas, y unas cuantas canoas, hechas con troncos excavados, recorrían las aguas más profundas, donde se veían nadar los cardúmenes. También habían erigido una pequeña pirámide consagrada a Qotal, que aparecía cubierta de flores y de una multitud de mariposas.
El águila voló hasta el fondo del valle, y entonces cambió su forma. El cuerpo del ave brilló por un momento a la luz del sol, y, en cuanto desapareció el resplandor, apareció Chical, jefe de los Caballeros Águilas. El hombre se acercó a Cordell con el rostro iluminado por una sonrisa.
—¿Buenas noticias, hombre? —preguntó el capitán general, en una mezcla del idioma nexala con la lengua común de los Reinos, que resultaba comprensible para el Caballero Águila.
—Creo que sí —respondió Chical en la lengua bastarda—. ¡Las bestias marchan hacia el norte, de regreso a Nexal!
—¡Ah! —exclamó Cordell, levantando las manos al cielo. Se contuvo para no abrazar a su aliado, consciente de que podía ofender al orgulloso y altivo guerrero.
Al ver la alegría del general, Chical exhibió una sonrisa de oreja a oreja, y lo mismo hizo Tokol, cuando el cacique de los kultakas recibió la noticia.
—¿Hemos conseguido hacerlos retroceder? —preguntó, incrédulo—. ¿No volverán a atacarnos?
—Al menos, por ahora —afirmó Cordell.
—Pero ¿por qué? —Tokol no parecía dispuesto a aceptar este golpe de suerte sin un buen motivo.
—Mi antiguo enemigo hace bien en preguntar —añadió Chical, con una mirada de respeto al kultaka—. ¿Qué razones tiene el enemigo para retirarse? ¡Desde luego no será porque lo hayamos derrotado en el campo de batalla!
—Es cierto —admitió Cordell—. Quizá tengan algo más urgente que atender, otra guerra pendiente. Saben que no representamos ninguna amenaza para ellos. Tal vez piensen que pueden regresar en otro momento y acabar con nosotros.
—Desde el punto de vista militar, es una pérdida de tiempo y energías, cuando anoche mismo estaban a unos metros de nuestras posiciones —opinó Chical, escéptico—. Pero no insistamos mucho en negar nuestra buena suerte.
—Así es —asintió Cordell, que acompañó sus palabras con una palmada en los hombros de los dos guerreros—. Ahora tendremos tiempo para asegurarnos de que cuando regresen, si es que regresan, estemos preparados para hacerles frente.
Los tres aliados, mucho más tranquilos, dieron la espalda al norte y observaron la pequeña aldea surgida en el valle.
Los pobladores de Tulom—Itzi abandonaron su ciudad rápida y silenciosamente, para desaparecer en la selva de donde, según las leyendas, habían salido centenares de años atrás. Llevaban consigo únicamente las posesiones que podían cargar a la espalda, y los hombres ayudaban a los viejos, los niños y los enfermos.
No podían evitar que las lágrimas asomaran a sus ojos, conscientes de que dejaban la ciudad que había sido suya durante milenios. Ahora se veían obligados a rendirla a una horda de insectos voraces, y ni siquiera tenían la seguridad del éxito de la fuga.
Había muchos que habrían preferido permanecer y morir en la defensa de Tulom—Itzi en lugar de correr como conejos en busca de la protección de la jungla. Pero la gente adoraba a Zochimaloc como el descendiente divino de los propios dioses, y no podían oponerse a sus órdenes.
Zochimaloc permaneció en su observatorio mientras su pueblo salía de la ciudad. Vio a Gultec que, al mando de varias compañías de arqueros, marchaba con el propósito de vigilar el avance del enemigo e iniciar una táctica de guerrillas que pudiese demorar en todo lo posible a las hormigas. Estas tácticas resultaban muy costosas en términos de vidas humanas, pues las hormigas se movían con rapidez entre la vegetación, y los arqueros no tenían ninguna posibilidad de salvarse cuando los insectos los alcanzaban. También las flechas negras disparadas por las criaturas que eran mitad humanos, mitad arañas causaban estragos.
Sin embargo, sus hombres no se arredraban y descargaban andanadas de dardos contra las hormigas antes de desaparecer en la selva. Habían intentado abatir a las bestias con torsos humanos que dirigían a las hormigas, pero sus flechas no habían conseguido atravesar sus negras corazas metálicas. A costa de poner la vida en juego habían descubierto que las flechas que hacían diana en los ojos de las hormigas les hacían perder el sentido de la orientación. Si acertaban en los dos, la hormiga herida era rematada y devorada en el acto por sus congéneres.
El hostigamiento significaba una elevada pérdida de vidas, porque las hormigas no se detenían sino que se adelantaban a toda marcha con el propósito de alcanzar a los humanos. Una caída entre los matorrales representaba una muerte segura, pues los hombres no tenían tiempo de volver a levantarse. Otra consecuencia de esta táctica, no advertida en su momento, fue que los jefes de las hormigas se situaron al final de la columna. Si bien ninguno había resultado herido, valoraban sus vidas lo suficiente para tomar medidas de precaución.
Por fin los arqueros retrocedieron hasta la propia Tulom—Itzi. Desfilaron a paso rápido entre los jardines y avenidas, los estanques y fuentes, las pirámides y palacios, para desaparecer en la selva del otro lado.
Sólo cuando el último combatiente, acompañado por Gultec, salió de la ciudad, Zochimaloc abandonó la paz y la serenidad de la cúpula del observatorio y, con el corazón dolido, se unió a su discípulo en la retirada, mientras las hormigas se adueñaban de Tulom—Itzi.
—¿Dónde están los humanos? —gritó Darién, estremecida por la ira.
—Han escapado —contestó su fiel draraña, Hittok, que se había encargado de revisar los grandes edificios mientras las hormigas destrozaban las casas de madera y las chozas de paja. Habían encontrado comida en abundancia, pero ninguna víctima.
—¡Malditos cobardes! ¿Cómo pueden abandonar este tesoro, sin presentar batalla?
—Quizá nos tienen miedo —sugirió el macho.
—Es posible —murmuró la draraña blanca, con una curiosidad tan grande como su cólera.
Darién se paseó entre las pirámides y los grandes palacios de piedra, maravillada por la belleza de esta ciudad en medio de la selva. Sus ocho patas le permitían subir las escaleras más empinadas sin ninguna dificultad, y subió hasta la plataforma en la cima de una de las pirámides más altas. Vio que los árboles rodeaban todo el perímetro de la enorme plaza donde se levantaban los edificios de piedra. Las construcciones de madera se encontraban dispersas en el bosque, y su ejército se encargaba de destruirlas.
Las hormigas, desplegadas como una mancha de aceite desde el centro de la ciudad, arrancaban las hojas y ramas de los árboles, pisoteaban y devoraban el maíz en los campos, y convertían los hermosos jardines en un fangal de inmundicias. No tenían fuerza suficiente para demoler las casas de piedra, pero entraban en todas en busca de comida.
—¿Qué será aquella cúpula? —preguntó Darién, señalando el observatorio erigido en una colina baja en el centro de la ciudad.
—Lo encontramos vacío —repuso Hittok—. Tiene aberturas en el techo, agujeros para que entre la luz, aunque su disposición resulta un tanto extraña.
—¿Y los humanos? ¿Dices que han buscado refugio en la selva?
—Sí, señora.
Por primera vez desde que había entrado en Tulom—Itzi, Darién se permitió una sonrisa. Movió su blanca cabeza, satisfecha.
—Muy bien —dijo—. Cuando acabemos de destruir su ciudad, los perseguiremos. No podrán escapar de mi ejército durante mucho tiempo.
—Así es. Los alcanzaremos sin muchos problemas.
—Y entonces —concluyó Darién, con una sonrisa siniestra—. Los mataremos a todos.
—¡Las caras, capitán! ¡Las caras en el acantilado!
Don Váez salió de su camarote, intentando ocultar su entusiasmo a los tripulantes que reclamaban su presencia. El jefe de la expedición, siempre atento a las apariencias, pretendía mostrarse impasible.
Sin embargo, en su fuero interno temblaba de emoción ante la noticia. ¡Estaban a punto de alcanzar su meta! El padre Devane le había informado bien de la ruta de Cordell, y sabía que aquellas enormes esculturas marcaban el lugar del primer desembarco de su rival en las costas de Maztica.
No obstante, no estaba preparado para la tremenda impresión que provocaba aquel escenario.
El acantilado payita tenía una altura aproximada de ciento cincuenta metros. El arrecife de coral encerraba una laguna de aguas cristalinas. Más allá, una estrecha franja de arena blanca y una vegetación exuberante bordeaban la base del cabo.
Sin ninguna duda lo más impresionante eran las dos caras —a las que los nativos daban el nombre de Rostros Gemelos— que miraban hacia el este. Un macho y una hembra, similares en aspecto: rostro ovalado, labios gruesos, narices anchas, y ojos que no parecían estar hechos de piedra, porque Don Váez tuvo la sensación de que podían ver en las profundidades de su alma. Sacudió la cabeza para librarse del hechizo.