—¡Piloto! ¡Las cartas! —gritó.
—Aquí las tiene, capitán. —Rodolfo, el veterano navegante que se había encargado de trazar el rumbo a través del océano, le ofreció varios rollos de pergamino.
Don Váez los cogió sin decir palabra, pero, en cuanto los desplegó, miró al piloto. Necesitaba su ayuda para poder descifrar las burdas cartas de navegación, porque nunca había sido muy entendido en la materia. Además, estas pocas referencias habían sido conseguidas a partir de las breves comunicaciones mantenidas con el difunto fraile Domincus, y carecían de detalles cruciales.
—Cordell navegó a lo largo de esta costa —informó Rodolfo, y trazó el curso con el dedo—. Hasta que descubrió esta ciudad, que los nativos llaman Ulatos.
—¿Es allí donde mandó construir el fuerte?
—Sí..., en el fondeadero que hay cerca de la ciudad. Es probable que sólo sea un fortín de tierra, pero la rada queda bien protegida. Lo bautizó con el nombre de Puerto de Helm.
—Puerto de Helm. —Don Váez repitió el nombre—. Me gusta. No lo cambiaremos. —Soltó una risita severa, y añadió—: Pero el fuerte está a punto de tener un nuevo amo.
Las veinticinco carracas de la flota de Don Váez desfilaron por delante de las enormes esculturas del acantilado, mientras viraban hacia el oeste para seguir la costa. Todos los vigías se mantenían alertas a la primera señal de Puerto de Helm.
De las crónicas de Coton:
Escapamos de las garras del desierto, y por fin llegamos al mar.
Durante semanas, los enanos del desierto nos han guiado hacia el este a través de la Casa de Tezca. Los peligros han sido muchos, pero nuestra escolta ha podido mantener a raya a las criaturas de las profundidades desérticas, incluidos los dragones de fuego. El sol nos ha curtido la piel, que ahora se ve muy oscura.
Hemos bebido el agua de la madre de las arenas, el cacto rechoncho que los enanos del desierto saben aprovechar al máximo. En cuanto a la comida, Qotal nos sostiene a través de los limitados poderes que me ha concedido por ser su fiel sacerdote. Adelgazamos, porque debemos repartir el alimento entre muchas bocas.
Erixitl alcanza la plenitud de su maternidad, como si el desafío que enfrenta le infundiera vitalidad. Halloran y Daggrande marchan como soldados que son, y Jhatli se esfuerza por emularlos. Lotil cabalga y, sentado en la montura, sus dedos trabajan la
pluma
. El tapiz muestra una mancha de color cada vez más grande.
Y entonces, una hermosa mañana, llegamos a la cima de un risco no muy alto y vemos la franja azul que nos llama desde el horizonte. ¡El Mar de Azul!
Para el anochecer del mismo día, alcanzamos la costa. Los enanos del desierto evitan el agua, y se mantienen bien apartados de las suaves rompientes. Nosotros, en cambio, los humanos, el caballo y hasta Daggrande, nos metemos en el agua y jugamos como niños, al tiempo que nos limpiamos el cuerpo de la mugre y el cansancio de la marcha. Disfrutamos del frescor y la caricia de las olas, aunque con la precaución de no beber.
Este es una espléndida referencia. Ahora sabemos que no tardaremos en dejar el desierto. Nuestro camino nos llevará hacia el norte, a lo largo de la costa, y pronto entraremos en la exuberancia del Lejano Payit. Nuestra meta, los Rostros Gemelos, está al otro lado.
El jinete dejó un rastro polvoriento a través del fondo del valle marrón, una nube flotante de polvo seco que se podía ver desde muchos kilómetros de distancia. El capitán general permaneció encaramado en el terraplén más elevado, con la mirada puesta en la nube de polvo; tenía la esperanza de que fueran buenas noticias.
A medida que el jinete se aproximaba a la cresta fortificada, el comandante descendió del terraplén, desde donde había inspeccionado la construcción de nuevas trincheras. Reconoció a Grimes y lo recibió al pie del fortín.
—¿Qué habéis descubierto? —le preguntó Cordell, sin darle tiempo a desmontar.
—Las águilas tienen razón —respondió el explorador. Se deslizó de la montura y estiró los músculos, envarados después de la larga cabalgata—. Se han ido. Al parecer, se encaminan de regreso hacia el norte.
—¡Excelente! —Cordell palmeó al hombre en la espalda—. ¡No sé cómo hemos hecho para derrotarlos, pero lo conseguimos! —Se volvió con la intención de reanudar su inspección, pero se detuvo al oír un carraspeo de Grimes.
—Eehh..., general...
—¿Sí? —Cordell miró a su capitán de lanceros.
—Algunos de los hombres..., quiero decir..., hay una cosa que quisiera preguntar. Ahora que ya no tenemos una pandilla de orcos pisándonos los talones, ¿tiene algo decidido respecto a regresar a casa? Ha pasado más de un año, y algunos de los compañeros tienen sus familias en Amn. Además, después de haber perdido el oro, no parece tener mucho sentido que permanezcamos aquí.
Cordell pensó durante unos momentos antes de contestar, aunque la pregunta no lo había pillado por sorpresa.
—Puede hacer correr la voz —respondió—. Tan pronto como acabemos nuestro trabajo aquí, nos pondremos en marcha. No estoy preparado para aceptar la pérdida de todas nuestras ganancias; no obstante, es hora de pensar en el regreso. No tardaremos mucho.
—Gracias, señor —dijo Grimes. Saludó al comandante y se llevó al caballo para que pudiera beber en el lago.
Cordell observaba al capitán, cuando vio que Chical venía en su dirección. El Caballero Águila vestía su capa de
plumas
blancas y negras, y el casco de madera, que imitaba la cabeza del ave, sombreaba su cobrizo rostro, en el que se reflejaba una expresión pensativa.
—Capitán general, tengo una información que le interesará —anunció Chical en cuanto se reunió con Cordell. Los modales del Caballero Águila parecían reflejar una cierta prevención.
—¿Sí? ¿De qué se trata? —El comandante podía hablar cada día mejor el nexala, y ahora empleaba el idioma nativo para comunicarse con sus aliados.
—Como sabe, las águilas han volado por todo el Mundo Verdadero para vigilar los movimientos de la horda de la Mano Viperina, y también para explorar las otras regiones y saber el alcance de la catástrofe.
—Lo sé. ¿Han encontrado algo importante? —Cordell estudió al cacique, intrigado por su reserva.
—Sí. Carac, uno de mis más fuertes y leales guerreros, acaba de regresar de un vuelo muy largo. Viajó hasta Payit, donde vio la ciudad de Ulatos y el fuerte que construiste allí cerca.
—¿Puerto de Helm? ¿Todavía se mantiene en pie? ¿Están vivos mis hombres? —Había dejado una guarnición integrada por varias docenas de hombres, aunque no eran suficientes para defender el fuerte con éxito, si sufría un ataque en toda regla. Había confiado en que la aplastante victoria que la legión había logrado sobre los payitas serviría de ejemplo para evitar cualquier agresión.
Ahora, desde luego, todas estas suposiciones habían perdido valor. Aquel puñado de soldados no constituían ningún riesgo para los guerreros payitas si decidían rebelarse contra sus conquistadores. El pensar que la guarnición de Puerto de Helm pudiese estar en peligro hizo hervir la sangre del comandante. Con un gran esfuerzo controló sus emociones, para escuchar las informaciones de Chical.
—¿Vuestros hombres? No sé nada de ellos. Pero Carac dice que han llegado muchos más de vuestra gente: toda una flota de inmensas canoas iguales a las que os trajeron a vosotros. Han desembarcado en Puerto de Helm.
—¿Más de mi gente? ¿Soldados? —La noticia sacudió a Cordell como la descarga de un rayo. Casi había olvidado por completo que existía un mundo más allá de Maztica, un mundo de magia, acero y poder que ahora le parecía un sueño lejano—. ¿Cuántos son? ¿Qué es lo que vio Carac?
—Contó veinticinco grandes canoas. En el campo, delante de Puerto de Helm, hay unos cien caballos. Y muchos soldados de camisas plateadas bajan de las embarcaciones. Puede que haya más, pero esto es lo que vio.
—Un nuevo ejército, ¿aquí en Maztica? —Cordell fue incapaz de ocultar su asombro. «Un ejército más grande —pensó—, quizá con el doble de tropas que las de mi legión cuando llegamos a Maztica, hace ya un año.»
—¿Has sido tú quien los ha llamado? —preguntó Chical, con un tono cargado de sospechas.
—¡No! —Al capitán general no se le ocurrió mentir, mientras su mente se llenaba de preguntas y posibilidades. ¿Quiénes podían ser estos hombres? ¿Cómo habían sabido dónde estaba Puerto de Helm? ¿Quién era su comandante? Y, tal vez lo más importante: ¿eran aliados o enemigos?
»No sé quiénes son. No los he llamado, pero tal vez los hayan enviado en mi ayuda los mismos que financiaron mi expedición.
El comandante se volvió y echó a andar hacia el fondo del valle, donde se construía Tukan. Chical se apresuró a acompañarlo.
—En cualquier caso —le explicó Cordell, sin dejar de pensar—, tengo que reunirme con ellos lo antes posible.
«Tengo que asegurarme de que contaré con su ayuda —pensó—, que no se quedarán con lo poco que he ganado y todavía conservo.» Planes y sospechas se confundían como un torbellino en su mente. «Con un nuevo ejército, con tropas de refresco, podría ser que mi misión no acabe en fracaso.»
Chical permaneció junto a Cordell, sin abandonar sus recelos, mientras al comandante llamaba a sus legionarios y al cacique de los kultakas, Tokol. Los convocados comenzaron a reunirse en el gran prado que, en el futuro, se convertiría en la plaza mayor de Tukan.
Antes de que se reuniese toda la asamblea, Chical llevó a un lado a Cordell, con una expresión muy seria en su semblante.
—Tú y yo hemos luchado juntos, y también hemos luchado el uno contra el otro. —La voz del Caballero Águila era firme, y la mirada de sus negros ojos no se desviaba de los ojos de Cordell—. Quiero que sepas una cosa, mi nuevo aliado: si aquél es un nuevo ejército, traído aquí para hacer la guerra en mi tierra, lucharemos contra él palmo a palmo. Y, en esta ocasión, nuestra lucha no se verá contenida por los caprichos de Naltecona.
—No miento, y te digo que no sé quiénes son aquellos hombres o por qué han venido. Pero te puedo prometer una cosa: si logro llegar hasta ellos y conseguir que me sigan, también serán tus aliados.
Chical no apartó su mirada, y el capitán general se inquietó ante la profundidad del estudio a que se veía sometido.
—Rezaré para que hayas dicho la verdad —respondió por fin el cacique.
—Tenemos que trazar un plan, y ahora necesito tu ayuda. —El tono de Cordell no reflejó su nerviosismo—. Tú y tus águilas habéis volado sobre la mayor parte de este territorio. ¿Podrías dibujar un mapa más o menos aproximado de la costa más cercana?
Con la punta de su daga, Chical trazó un bosquejo en el suelo.
—Esta es la tierra de Payit —explicó—, y aquí debajo se encuentran las selvas del Lejano Payit, que se meten como un pulgar en el mar. Y el sector de agua que limita, entre el desierto y la selva, se llama el Mar de Azul.
—¡Bien! —exclamó Cordell, al ver que la costa se curvaba hacia adentro, bordeando el gran desierto en la mayor parte de su extensión—. Llevaré conmigo a todos los hombres que dispongan de caballos, y cabalgaremos hacia Puerto de Helm —le dijo al capitán de los Águilas—. Si tú y tus caballeros queréis volar con nosotros, no tardaríamos en reunimos con aquellos hombres. Entonces podremos enterarnos de sus planes, y ver cómo podríamos hacer para que encajen en los nuestros.
—No puedo retirar del valle a todos mis Águilas —contestó Chical, después de pensar en la propuesta por unos segundos—. El peligro todavía es demasiado grande. Pero algunos de nosotros te acompañaremos, y ya veremos si es como tú dices.
—Muy bien. No os pido más. —Cordell le volvió la espalda, y se sorprendió al ver que el asesor de Amn, Kardann, había estado a un paso de ellos. El regordete rostro del contable mostraba una expresión de entusiasmo y esperanza.
—¡Ha llegado el rescate! —susurró el asesor, entusiasmado—. ¡Han venido a buscarnos! ¡Estamos salvados!
—Han venido por algún motivo —admitió Cordell—. Pero no estoy muy seguro de sus intenciones.
—¿Por qué iban a venir si no? Supongo que iréis a su encuentro, para que nos acojan bajo su protección, ¿no es así?
El capitán general miró al hombrecillo, sin disimular su disgusto. Kardann había estado con él desde el momento en que habían emprendido la expedición, como representante de los príncipes mercaderes que habían financiado la aventura. Nunca le había caído simpático, y su comportamiento durante la conquista, la derrota sufrida en Nexal y la retirada no lo había hecho cambiar de opinión.
—Desde luego que iremos allí, aunque lo haremos con todas las precauciones; un pequeño grupo se encargará de averiguar sus intenciones. Si han venido con el propósito de ayudarnos, excelente, pero primero tenemos que saber si su cometido no es otro.
—Pero... —La protesta de Kardann murió en sus labios. Asintió deprisa, ocultando una sonrisa de astucia, antes de volver a mirar al capitán general—. Sin duda, es una actitud muy sensata. Quisiera solicitar un favor. ¿Me permitiréis que os acompañe en vuestro regreso a Puerto de Helm?
Cordell frunció el entrecejo. Tenía muy pocas ganas de soportar la presencia constante del hombre, pero comprendió que, en su condición de representante de los príncipes de Amn, Kardann podía resultar de utilidad en cualquier negociación con los jefes de la fuerza expedicionaria. Y todas sus objeciones tenían que dejarse de lado ante el hecho más evidente e importante para él: los recién llegados debían aceptar su condición de comandante. No podía subordinar su tropa, por escasa y maltrecha que fuese, a las nuevas. En este sentido, Kardann podía resultar un factor clave. Los planes comenzaron a cuajar en su mente. Inquieto, se paseó abstraído mientras se preparaba para adoptar sus primeras acciones.
Cuando todos los legionarios y los jefes kultakas hicieron acto de presencia, Cordell se volvió para dirigirles la palabra. Les hizo un rápido resumen de las noticias traídas por Carac. Los soldados estallaron en vivas y aplausos al escuchar que un ejército de compatriotas había desembarcado en el Mundo Verdadero. Si alguno de ellos compartía las preocupaciones y dudas del general acerca de los propósitos de la nueva expedición, se las guardó para sí mismo. Después, guiándose por el mapa de Maztica que le había dibujado Chical, Cordell comenzó a dar las órdenes pertinentes.
—Los lanceros se prepararán para una cabalgada muy larga; cruzaremos el continente de regreso a Puerto de Helm. Nuestro objetivo será llegar al fondeadero, donde nos esperan las naves. —El comandante estudió los rostros de sus hombres, mientras hablaba con un tono de absoluta confianza. Ellos le devolvieron la mirada, entusiasmados por el plan que les prometía la posibilidad de poder regresar a la Costa de la Espada.