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Authors: Douglas Niles

Tags: #Aventuras, #Juvenil, #Fantasía

Qotal y Zaltec (25 page)

Muy pronto, el terrible coste de esta táctica se hizo evidente, y la sangre humana empapó la tierra del bosque. Las hormigas reaccionaban con una precisión mecánica, y atacaban a todo aquel que se les ponía delante, para después proseguir su marcha por donde no había obstáculos. Pero, a pesar de las bajas, los guerreros itzas redoblaban sus ataques.

Por fin, la táctica de Gultec dio sus frutos, y la confusión se extendió por toda la columna enemiga. Las hormigas corrían de un lado a otro tropezando entre sí, y, cuando encontraban el cuerpo destrozado de alguna, recogían los trozos y los llevaban hacia la retaguardia. Otras avanzaron a izquierda y derecha, y en cuestión de minutos las hormigas deambulaban por el bosque sin orden ni concierto.

Los guerreros se lanzaban contra los monstruos e intentaban hacer blanco en los ojos, o cortar los cuerpos en las junturas de los segmentos a golpes de hacha. La espantosa batalla se extendió a la sombra de la cubierta vegetal, y por todas partes se veían caer los cuerpos de hombres y de hormigas.

—¿Qué pretenden los humanos? —preguntó Darién, que se encontraba junto con las demás drarañas cerca del final de la columna. El ataque la había pillado por sorpresa, pero no la preocupaba; sólo sentía curiosidad. Confiaba plenamente en la superioridad de su ejército para acabar con los guerreros.

La orden telepática de la draraña, que no quería dejar pasar la oportunidad que le ofrecía este combate, llegó a sus criaturas.

¡Matad, mis soldados, matad!.

El ejército de hormigas se adelantó, al tiempo que se desplegaba en un amplio abanico para responder a los ataques de los humanos que las acosaban desde todas las direcciones. Los insectos pasaron sobre los cadáveres de sus compañeras y fueron en busca de carne humana.

—¡Hittok! ¡Adelante! ¡Atácalos con los misiles de fuego! ¡Llévate a los arqueros! ¡En marcha! —Darién gritó la orden a su lugarteniente, y la grotesca criatura se lanzó a cruzar la columna, y, gracias a la velocidad que le proporcionaban sus ocho patas, adelantó rápidamente a las hormigas. Las otras drarañas lo siguieron y comenzaron a disparar sus negras flechas contra los guerreros.

Por su parte, Darién musitó la fórmula de un encantamiento para hacerse invisible y, a continuación, se trasladó hasta uno de los flancos del ejército humano con el hechizo de teletransporte.

Una vez allí, y siempre protegida por su manto de invisibilidad, se acurrucó entre los matorrales y observó la batalla por unos instantes. Después, levantó una mano y apuntó a los itzas.

¡Kreendiash!
La palabra mágica descargó el poder de la magia en forma de energía explosiva.

Un rayo amarillo brotó de su mano para abatirse sobre las filas de los guerreros humanos. Los hombres soltaron terribles alaridos de pánico y dolor cuando el rayo les laceró las carnes mientras que otros se desplomaban muertos, abrasados por el calor infernal de la magia, sin tener tiempo siquiera de gritar. El rayo produjo una amplia franja de destrucción, y arrasó la vegetación y a cuantos seres humanos y hormigas encontró en el camino.

Darién repitió el hechizo, y otro rayo siguió al primero. También las flechas disparadas por las drarañas provocaban una gran mortandad entre los itzas. La maga albina se estremeció de gozo. Contempló los efectos producidos por sus rayos, y sintió una alegría que no experimentaba desde sus tiempos de drow.

¡Avanzad! ¡Matadlos a todos!

Las hormigas respondieron a la orden, y avanzaron como una ola mortal, rompiendo el ataque de los itzas. Los hombres gritaron aterrorizados y de dolor mientras las poderosas mandíbulas de los insectos se cernían sobre ellos para hacerlos pedazos.

Darién vio a un guerrero vestido con la piel de un jaguar, e instintivamente adivinó que aquél era el autor de la muerte de Dackto. Levantó una mano, y un rayo de energía mágica, esta vez con la forma de una saeta de luz, voló de su dedo. Alcanzó al guerrero en el hombro izquierdo, y la fuerza del impacto lo hizo girar como una peonza antes de tumbarlo al suelo.

La draraña le apuntó otra vez. Se escuchó un chasquido, y una segunda flecha mágica brotó de su dedo. Pero, en esta ocasión, antes de que el dardo alcanzara su objetivo, un grupo de guerreros cubrió con sus cuerpos al caído. La flecha alcanzó la espalda de uno de los nativos y lo mató en el acto. Darién chilló de rabia al ver que su presunta víctima desaparecía en el bosque, protegida por el escudo humano de sus compañeros.

Más furiosa que antes, descargó nuevos rayos, aunque sin los resultados de antes; los humanos ya habían escapado hacia las profundidades de la selva. Las hormigas, rota su formación, se limitaban ahora a perseguir blancos individuales y, cuando conseguían acorralar a un hombre, lo hacían pedazos entre todas.

Muchos guerreros consiguieron escapar, pero la cantidad de cadáveres abandonados en el campo de batalla eran numerosos. Darién contó satisfecha varios centenares de cuerpos caídos entre los restos de las hormigas. Los insectos se dedicaron a devorar los despojos, y esto permitió que los pocos humanos rezagados consiguieran ponerse a salvo.

Hittok y las demás drarañas se acercaron a Darién, con el andar parecido al de un cangrejo que a ella le resultaba francamente repulsivo. Contó cuántos eran y comprobó que no habían sufrido bajas.

—¡Se escapan! —gritó Hittok, señalando hacia el bosque—. ¡Debemos perseguirlos!

Darién hizo un gesto para pedirle calma, y una sonrisa helada le iluminó el rostro.

—¡Déjalos que se vayan! —respondió—. ¡Mañana continuaremos con la matanza!

De las crónicas de Coton:

Confuso por los actos de los dioses.

Lotil continúa con su trabajo de
pluma
. Su tapiz toma forma lentamente ante nosotros, aunque todavía no puedo decir si lo que crea es una flor, un pájaro o una bella mariposa. Quizás introduzca a los tres en el diseño, una obra de arte tan viva como sus temas.

Es una auténtica maravilla ver la habilidad de este hombre, observarlo en la creación de algo que es la evidencia de la gloria sublime de los dioses..., o de Qotal, que nos dio la
pluma
.

Al mismo tiempo, percibo la fuerte presencia del mal mientras Zaltec emerge de su sueño. Se ha recobrado de la batalla contra su hermano, y una vez más vuelve a pensar, a planear y a moverse.

Y, mientras urde sus planes, sabe que Qotal sólo tiene una oportunidad más, y entonces deduce cuál será el lugar donde intentará regresar al Mundo Verdadero.

Presiento que el mal se mueve hacia Payit, donde se preparará para el enfrentamiento final con el Dragón Emplumado.

13
Ritos de captura

—No me gusta. No es propio de Halloran permanecer ausente durante tanto tiempo —protestó Daggrande, enfadado, aunque sin conseguir disimular su preocupación. Inquieto, se paseó arriba y abajo sin apartarse mucho de la hoguera, seguido por la mirada compasiva de Luskag y Jhatli. Lotil lo escuchaba impasible, mientras sus cortos y gruesos dedos trabajaban con destreza los plumones para ensartarlos en el tejido de algodón colocado sobre sus rodillas.

El campamento de los enanos del desierto ocupaba un amplio claro del bosque, y varias docenas de pequeñas hogueras iluminaban la zona. Disfrutaban de una opípara cena, porque durante la tarde habían cazado varios venados. Halloran y Erixitl todavía no habían regresado.

—Siempre ha sido un buen muchacho, serio y responsable. Un camarada leal, la clase de hombre que quieres tener a tus espaldas a la hora de pelear.

Jhatli observó a Daggrande, sorprendido. Era obvio que el calificativo de «muchacho» para un guerrero veterano como Halloran le parecía un tanto erróneo. Pero, hasta ahora, no había tenido ocasión de saber cuán grande era la amistad entre los dos legionarios. Había algo de paternal en la manera que tenía el enano de referirse a su compañero humano.

—Desde luego, nunca le he dicho nada de esto —añadió Daggrande, furioso—. ¡Ese tonto no habría entendido ni jota! —El rudo veterano miró al grupo sentado junto a la hoguera, como si esperara que alguien se metiera con él.

»¿Por qué me miras? —gruñó, encarándose con Coton, que lo miraba con curiosidad. El sacerdote no respondió, y Daggrande se sentó con un suspiro resignado—. ¡No sé qué me pasa! Sin duda, deben de estar muy cómodos en algún lugar. ¡No hay motivos para creer lo contrario! —El enano no quería pensar en ninguna otra alternativa.

—Tal vez deseen estar unas horas a solas —aventuró Jhatli, aunque, al mirar la oscuridad de la selva, pensó que había dicho una tontería. Durante la noche, la selva no resultaba un lugar muy romántico.

—¿Crees que deberíamos ir a buscarlos? —preguntó el jefe de los enanos del desierto.

—Sí, pero no ahora —contestó Daggrande—. No conseguiríamos otra cosa que perdernos todos en la selva. Tendremos que esperar hasta mañana.

—Es posible que regresen antes —opinó Lotil, si bien el tono de su voz indicaba que compartía la preocupación de Daggrande.

—De acuerdo, esperaremos el alba —dijo Luskag—. Si no han regresado, iremos a buscarlos.

Hoxitl se removió en su apestosa madriguera que, en otros tiempos, había sido el gran templo de Zaltec en Nexal. Ahora no había más que ruinas a su alrededor. En el lugar donde un hermoso arco había servido de entrada, no quedaba más que un túnel lleno de inmundicias entre las montañas de escombros.

Fuera de la madriguera, los monstruos de la Mano Viperina rondaban inquietos por las ruinas de la gran ciudad. Grupos de orcos peleaban unos contra otros, y sólo se dispersaban, aterrorizados, cuando aparecían los enormes ogros. Después de la larga marcha a través del desierto, las criaturas habían regresado a la ciudad con un cierto placer. Pero ahora, tras muchas semanas de inactividad forzada en aquel horrible lugar, se aburrían. Hoxitl sabía que las bestias necesitaban volver a la guerra.

Él mismo había sucumbido a un letargo parecido al de algunos animales en el invierno. Durante un tiempo había estado aislado, con la mente en blanco, a la espera de las órdenes y la vitalidad de su dios. La enorme estatua de Zaltec llevaba meses inmóvil a unos pocos metros de su guarida. Por fin, sin saber por qué. Hoxitl salió de su letargo y comenzó a mover sus envarados miembros.

Poco a poco, una orden tomó forma en la mente del clérigo: la imagen de un destino y una impaciencia cada vez mayor por poner en marcha a su ejército de bestias. Presintió que, al final de esta nueva marcha, habría más muertes y abundancia de corazones para alimentar a su dios. Significaría la victoria final sobre la humanidad de Maztica.

Hoxitl salió de su cueva y profirió un aullido muy agudo. El eco resonó por todo el valle y cruzó los infectos pantanos en que se habían convertido los lagos. Entre las ruinas y en las charcas inmundas, los orcos olvidaron sus rencillas. El grito arrancó de su sueño a orcos, ogros y trolls. Todos empuñaron las armas y respondieron a la llamada.

Solos o en parejas, echaron a caminar por las calles destrozadas que, poco a poco, se vieron inundadas por millares de bestias que iban en busca de su amo. Se reunieron entre los restos de la plaza mayor, apiñados en los pocos trozos de terreno despejado o en los templos derruidos, con la mirada puesta en el coloso de piedra que era la encarnación de su poder y su gloria.

—¡Criaturas! ¡Hijos míos! —vociferó Hoxitl en su grotesco lenguaje, y todos los monstruos lo escucharon atentamente.

»¡Zaltec nos llama, y debemos obedecer! ¡Una vez más marcharemos, y toda la humanidad de Maztica conocerá el terror de nuestra presencia!

Las criaturas de la Mano Viperina respondieron con un rugido de entusiasmo. Se habían acabado los días de inactividad, y ahora, por fin, los llamaban otra vez a la guerra.

—Jefe Tabub, hemos traído a dos de la Gente Grande como prisioneros —explicó el pigmeo, que se llamaba Kashta, después de dejar el arco y las flechas, con las puntas limpias del venenoso curare, junto a la puerta de la choza del cacique. Kashta mostró a su jefe la espada de Halloran, que era casi tan larga como él.

—Es tal como lo soñé, como me dijo el Señor de los Jaguares en mi sueño —respondió Tabub, con una voz sin inflexiones. El jefe estaba sentado en el suelo con las piernas entrelazadas, y en compañía de dos de sus esposas—. Un hombre y una mujer... ¿Ella lleva un niño?

—Sí —susurró Kashta, asombrado.

—Esta misma noche irán al pozo —ordenó el rechoncho cacique. Al igual que Kashta, tenía el rostro pintado de negro y rojo, con la diferencia de que los colores estaban dispuestos en rayas verticales y no horizontales como en todos los demás guerreros.

—Pero este hombre no es igual a todos los demás que he visto; es distinto de cualquier otro hombre en el mundo —señaló el pigmeo—. Su rostro está cubierto de pelo, como el de un mono barbudo, y usa una camisa de plata. Llevaba este cuchillo enorme, también de plata.

—Déjame ver —dijo Tabub. Extrajo la espada de la vaina, y sus esposas se apartaron cuando el resplandor de la hoja mágica alumbró el interior de la pequeña choza. Tabub pasó un dedo por el filo—. ¡Ah! —exclamó, sin ninguna muestra de dolor, mientras manaba la sangre del corte en su piel—. Desde luego, es un arma muy poderosa.

—El extranjero habla en una jerga parecida a la de los monos, aunque la mujer entiende lo que dice. Ella también utiliza la lengua normal de la Gente Grande.

—¡Ya conoces las órdenes! —manifestó Tabub, severo—. ¡No se debe hablar con la Gente Grande! ¡Hay que llevarlos al pozo, para que mueran!

—¿Por qué siempre debemos matar a la Gente Grande? ¡Los llevamos al pozo, y el Dios Gato los devora! ¿Cuántos años tendremos que hacer lo mismo?

—¡Conoces las palabras del dios, tal como me las dijo mi padre, y su padre antes que él, y a lo largo de toda la historia de nuestro pueblo! —replicó Tabub con el mismo tono severo.

El cacique cerró los ojos y recitó las palabras de la profecía que desde hacía siglos guiaba a su pueblo.

—«La Gente Grande es nuestro enemigo, y nos matarán si no los matamos primero. Su muerte servirá para apaciguar a los dioses, que, complacidos, permitirán que la Gente Pequeña viva siempre.»

—Pero la profecía también dice que llegará el momento en que no será necesario continuar con las muertes —objetó Kashta, y recitó la parte del texto que justificaba su razonamiento—. «Llegará un hombre, un gigante incluso entre la Gente Grande, que convertirá la noche en día y nos guiará a la paz de una nueva era.»

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