—¿Este hombre es un gigante? —preguntó Tabub.
—Es alto, incluso para la Gente Grande. Aunque, en realidad, no podría afirmar que es un gigante —reconoció Kashta.
—Entonces, servirá de alimento al Dios Gato —declaró Tabub. Tras dar a conocer su decisión final, se volvió con arrogancia para contemplar a su flamante esposa. Kashta comprendió que la entrevista había terminado.
La pequeña guarnición de Puerto de Helm, unos treinta hombres, corrió a la playa dando vivas, al ver aparecer la flota de carracas de Don Váez. Su deleite se convirtió rápidamente en mortificación, cuando, después del desembarco de sus tropas, el comandante de la expedición ordenó que les pusieran grilletes y los encerraron en el mismo fuerte que habían vigilado durante muchos meses.
De hecho, Puerto de Helm no era mucho más que un fortín cuadrangular, construido en lo alto de una pequeña colina, que dominaba las aguas de la laguna de Ulatos, donde Cordell y ahora Don Váez habían fondeado sus barcos.
Un muro rodeaba un recinto rectangular interior, con un portón lo bastante grande para permitir el paso de hombres, animales e incluso carretas. El resto de la fortificación estaba formado por un terraplén de unos diez metros de altura, con una amplia pasarela para acomodar a los centinelas. Los defensores instalados en lo alto de la muralla de tierra contaban con la ventaja de que los atacantes tenían que escalar una pendiente muy pronunciada antes de poder alcanzarlos.
En el interior, a lo largo de la base del terraplén, habían edificado chozas de cañas y madera con techos de paja. También habían construido varios graneros y una estructura de madera, que se parecía bastante a una casa, con el propósito de que Cordell la utilizara como cuartel general. Otras construcciones de madera, más pequeñas pero sólidas, servían de almacenes. En una de éstas encerraron a los soldados de la guarnición.
—¿Qué significa todo esto? —protestó el sargento mayor Tramph, el rudo veterano al que Cordell había dejado el mando, cuando Váez lo interrogó en la miserable celda—. ¿Qué clase de enemigo sois, señor?
—Mide tus palabras —le advirtió el capitán, sin preocuparse por el estallido del prisionero—. Eres sospechoso de traición, de faltar a las órdenes de Amn, pero puedes estar seguro de que tú y tus compañeros tendréis la oportunidad de defenderos. Es muy probable que hayáis sido engañados por el auténtico villano de toda esta historia.
—¿Cordell? —Tramph miró a Don Váez, boquiabierto; comprendía el significado de las palabras, pero no podía creerlas—. Sin duda, es una broma. ¿Qué ha hecho para provocar las iras de los príncipes mercaderes? ¿Por qué, si los tesoros conseguidos en la conquista de Ulatos son más que suficientes para pagar diez veces el coste de la expedición?
—Tesoros que no han sido entregados a sus legítimos propietarios. Por cierto, tenemos pruebas de que los ha ocultado. ¿Puedo preguntar dónde se encuentra nuestro leal capitán general? ¿Por qué no aparece para defenderse de las acusaciones?
—¿Entregar los tesoros? ¿Enviarlos a Amn? Pero, señor, ¡si no hemos tenido contacto con la Costa de la Espada desde nuestro desembarco, hace ya un año! —tartamudeó Tramph, que casi no podía hablar por la indignación que sentía.
—Ahí precisamente puede estar el motivo de la traición. —El capitán Váez contuvo un bostezo—. Vamos, sargento, dime: ¿dónde está tu general? En última instancia, es a él a quien le corresponde dar las respuestas.
—Se lo diré para que lo entienda de una buena vez. Se marchó a la capital de estas tierras; una ciudad que, según dicen, tiene unos tesoros inimaginables. El último mensaje que recibimos informaba de su entrada en la ciudad, y de que había entablado negociaciones con el gobernante nativo. Desde entonces, hace cuatro o cinco meses, no hemos vuelto a saber nada más de él.
—Ni tampoco recibirá noticias tuyas —afirmó Don Váez, con una sonrisa malintencionada—. Cuando regrese, le tendremos preparada una pequeña recepción..., llámala juicio, si lo prefieres, y tendrá que responder a los cargos en su contra. Quizá, si su misión es un éxito, vuelva con oro suficiente para convencernos de sus nobles intenciones.
«Después nos acompañará..., encadenado, desde luego, en nuestro viaje de regreso a Amn —añadió el capitán. «Y entonces mi triunfo será completo», agregó para sí.
Los rubios rizos de Don Váez se agitaron en el aire cuando se volvió para abandonar la celda. Un guardia fornido cerró la puerta con estrépito a sus espaldas, y una compañía de hombres de confianza ocupó sus posiciones de guardia alrededor del pequeño edificio.
Rodolfo, el veterano piloto de la nave insignia, salió al encuentro de Don Váez en cuanto lo vio salir de la improvisada prisión.
—Con vuestra venia, señor —dijo—, ¿no cree que hemos sido demasiado severos con esta gente?
En los ojos de Don Váez brilló la cólera, y contempló al hombre como si quisiera matarlo con la mirada.
—¡No se te paga para que pienses, sino para que obedezcas las órdenes! Yo, en tu lugar, no lo olvidaría —gritó.
Rodolfo soportó la mirada de los ojos azules durante unos segundos, y Don Váez fue incapaz de leer nada en la mirada del piloto. No abandonó su postura, y, por fin, el subordinado asintió con un gesto.
—Como ordenéis, capitán —repuso Rodolfo con suavidad, y se volvió para desaparecer en las sombras del crepúsculo.
Don Váez lo observó marchar, complacido con el resultado del enfrentamiento. No podía tolerar la menor insubordinación a su posición como jefe supremo de la expedición. Ahora debía pensar en el paso siguiente.
De todos modos, ¡qué excelente inicio para la misión! Don Váez se felicitó a sí mismo, mientras cruzaba el patio en dirección a la casa de madera —la única estructura fija del recinto—, que había escogido como cuartel general. En el interior, el padre Devane trabajaba en sus augurios, en un intento por determinar, con la ayuda de Helm, el curso de las próximas acciones. Esto era útil, pensó el comandante, aunque no esencial. Ahora disponía de tiempo, y podía permitirse el lujo de esperar.
No advirtió la presencia del águila que volaba en círculos por encima de Puerto de Helm.
—Tenemos gente como ésta en los Reinos —explicó Halloran—. Los llamamos halflings.
—¿También van desnudos y hacen prisioneros a tu gente? —preguntó Erixitl.
—No, son más una molestia que una amenaza —respondió Hal con una risa carente de alegría—. La mayoría de ellos viven entre los humanos, en las mismas ciudades, pueblos y aldeas. Algunos son valientes, y otros cobardes. Son iguales al resto de los hombres, pero más pequeños.
El y su esposa estaban sentados en el suelo, atados con lianas en el interior de una pequeña jaula hecha de sólidos barrotes de madera. A su alrededor, podían ver a la Gente Pequeña que se preparaba para la cena. La aldea era un conjunto de chozas de caña con techos de paja, y las puertas como agujeros en la pared. Cocinaban en el interior de las viviendas; ensartaban las carnes en un espetón de madera y lo sostenían en horquetas sobre las brasas.
Se hizo de noche, y la oscuridad se llenó con el zumbido de los insectos, los chillidos de los monos y los trinos agudos de las aves nocturnas. De vez en cuando, se escuchaba el rugido de un jaguar y, por unos segundos, todo quedaba en silencio.
Varios niños se acercaron con precaución a la jaula y los observaron con los ojos muy abiertos. Erixitl les sonrió, y los pequeños corrieron a refugiarse junto a sus padres.
Si Erix tenía miedo, pensó Halloran, lo disimulaba muy bien. El intentaba ocultar su propio miedo, aunque no temía por su vida. Sin embargo, ¿qué podían esperar? ¿Cuáles eran las probabilidades de poder escapar con éxito, dadas las dificultades que tenía Erix para moverse, cargada con el niño en su vientre?
—¿Qué crees que harán con nosotros? —preguntó ella.
—No lo sé —contestó Halloran—. Al menos, no veo ninguna pirámide o altar. ¡Quién sabe qué planes tienen! ¿Habías escuchado antes hablar de esta gente?
—De la misma manera que de los «hombres peludos», los enanos del desierto —admitió Erix—. La Gente Pequeña forma parte de leyendas muy antiguas, y algunas dicen que viven en las profundidades de las selvas del Lejano Payit. Pero, al igual que con los enanos del desierto, nadie se ha tomado nunca en serio estas historias. No sé de nadie que los haya visto antes.
—Vaya suerte la nuestra —exclamó Hal, sin ningún entusiasmo.
Por unos momentos permanecieron en silencio. Después, Erixitl sacudió la cabeza y le sonrió a su marido.
—De todos modos, creo que las cosas acabarán bien —dijo—. No sé por qué, pero así es.
—Yo también —afirmó Halloran, con un tono que desmentía sus palabras. Tenía que hacer algo, pensó, pero ¿qué?
—La Gente Grande vendrá conmigo. —La orden los pilló desprevenidos. Miraron a su interlocutor; se trataba del mismo guerrero que los había hecho prisioneros en la cascada.
—¿Adónde nos lleváis? —preguntó Erixitl cuando el pigmeo abrió la puerta de la jaula. Otros cuantos guerreros se apostaron bien apartados de los prisioneros, listos para disparar sus flechas envenenadas al menor asomo de resistencia.
El nativo ni hizo caso de la pregunta y, con un gesto imperioso, les indicó que lo siguieran. Caminaron entre las pequeñas chozas de caña de la aldea hasta un claro en el otro extremo. Una docena de guerreros, provistos con antorchas, formaban un círculo en el centro del lugar.
El miedo oprimió el pecho de Halloran; una vez más temía por el futuro de Erix y por el hijo que esperaba. Intuyó que ellos constituían el foco de interés en la actividad de la noche, e intentó adivinar cuál sería el rito que les tenían preparado los guerreros.
—Venid aquí —les ordenó el guerrero.
Cuando los demás se apartaron para dejarles paso, Halloran vio un agujero de unos seis metros de diámetro en el centro del círculo. No pudo ver el fondo hasta que él y Erix llegaron al borde. Entonces advirtió que tenía casi cuatro metros de profundidad.
En el lado opuesto, en el fondo del pozo, había una puerta de barrotes de madera. Distinguió una forma oscura que se movía detrás de los barrotes, y su miedo se transformó en horror.
—Bajad al pozo —dijo el guerrero. El tono de su voz dejó traslucir una cierta renuencia, pero no vaciló en levantar el arco y apuntarles con un gesto amenazador.
No había escalera ni ningún otro medio para llegar al fondo, y Halloran comprendió que el salto de cuatro metros podía resultar fatal para Erixitl o el niño.
—¡Esperad! —gritó—. ¡Ella no puede bajar! ¡Bajaré yo solo!
El guerrero lo miró, y a Hal le pareció ver una expresión compasiva debajo de las espantosas rayas pintadas en su rostro. En aquel momento, otro de los guerreros de la Gente Pequeña se acercó a ellos, con un aire de mando que le hizo sospechar a Halloran que podía ser el cacique de los pigmeos. El personaje llevaba las mismas pinturas de guerra que los demás, pero pintadas en rayas verticales, y además tenía
plumas
atadas a las orejas y las muñecas.
El cacique gordinflón levantó una mano y señaló hacia el pozo. En el acto, un grupo de arqueros prepararon sus armas, y Halloran observó las flechas untadas de veneno que le apuntaban al corazón.
De pronto, el jefe empujó a Erixitl. Con un grito de sorpresa, la joven trastabilló en el borde del pozo, mientras se volvía para mirar a Halloran. Al legionario se le heló el corazón al ver el terror dibujado en su rostro.
Pero su cuerpo reaccionó al instante.
—¡Mi mano! —gritó Halloran. Erix se retorció en el aire mientras él se arrojaba de bruces y atrapaba la mano de su esposa entre las suyas. Estuvo a punto de verse arrastrado cuando frenó la caída de Erix, quien soltó un grito de dolor; pero consiguió mantener el equilibrio y sostuvo a la muchacha a unos dos metros del suelo.
—Estoy bien —jadeó ella—. Déjame bajar.
Halloran soltó un gemido cuando uno de los guerreros le propinó un puntapié en las costillas para empujarlo sobre el borde. Sintió que Erix se le escapaba de las manos y caía hasta el fondo. Entonces, él también se dejó caer y, con una pirueta en el aire, consiguió aterrizar de pie a su lado.
Erixitl lo abrazó, intentando contener el llanto.
—¿Estás herida? —preguntó Halloran, y ella sacudió la cabeza, con lágrimas en las mejillas.
En ese momento, procedente de la oscuridad al otro lado del pozo, les llegó un profundo rugido.
Los guerreros itzas supervivientes avanzaban por la densa vegetación del fondo del valle, en un intento por alcanzar las alturas. Gultec, en la retaguardia de su ejército, vio que las hormigas no los perseguían después de la sangrienta escaramuza.
Al menos esto les daba un respiro. No había tenido tiempo de contar las bajas, pero como mínimo más de un centenar de sus hombres habían caído en la breve y violenta refriega. Sin embargo, habían conseguido su objetivo, y los hombres—insecto se habían detenido para reagrupar sus fuerzas. Si los itzas lograban llegar al paso gracias al sacrificio de algunos, los guerreros no habrían muerto en vano.
Recordó, estremecido, al monstruo blanco que había descargado la magia contra ellos. Una vez más, pensó en la batalla contra los legionarios en Ulatos, y cómo la magia de la hechicera albina había conseguido destrozar a su ejército.
¿Podía haber una vinculación entre las dos poderosas hechiceras? Le resultaba difícil de aceptar, pero el hecho de que ambas fueran albinas no podía ser pura casualidad. La primera era una elfa con aspecto humano; en cambio, la segunda sólo era una bestia horrible y sobrenatural. No obstante, había algo en el rostro de esta última, una belleza femenina, que la emparentaba con la elfa.
Dejó de lado sus reflexiones, y concentró su atención en los rigores de la marcha. Los guerreros se movían por el pantanoso fondo del valle, una planicie que constituía otro de los muchos obstáculos que habían encontrado en su camino hacia el paso.
Desde su posición podía contemplar el cielo tachonado de estrellas y el contorno del estrecho paso en las alturas. Parecía estar todavía muy lejos, aunque no tanto como la última vez que había mirado hacia allí. Sabía que, en estos momentos, la columna de los itzas —ancianos, mujeres y niños— atravesaba las montañas por aquella brecha.
—Has elaborado un buen plan —dijo Zochimaloc, que surgió de entre las sombras para marchar junto a Gultec—. La ruta por las alturas parece ser la más segura.