J. B. sonrió y, dejando claro que la conversación se había acabado, se puso el casco. Aun así, Kate estaba convencida de que en cuanto el origen de la botella exculpase a Dana, conseguiría que la dejasen en paz. Tampoco le pareció que fuese a denunciarla a ella y, dado que ya había utilizado la lista, parecía dispuesto a usar sus pesquisas, de modo que sólo tenía que mantener una buena relación con él hasta que todo acabase. Eso no parecía tan difícil, aunque su última sonrisa la había hecho desear desaparecer.
Se forzó a no olvidar que el sargento era una pieza más del caso Bernat, igual que el técnico andorrano lo era en el caso Mendes; peones a los que debía tener de su parte y utilizarlos si quería salir airosa de ambos casos. Nada más.
Y, del mismo modo que con el asunto de Mendes, algo le decía que no se confiase y que, mientras intentaba averiguar quién había mandado el brandy a Jaime Bernat, lo mejor sería prepararse para una probable citación por si al final no quedaba más remedio que llegar ante el juez. La pena era que eso supondría el inicio del procedimiento y el consiguiente escándalo para Dana.
Le había observado ponerse el casco y decidió que allí ya no hacía nada.
—Bueno, ya nos veremos —se despidió.
Cuando iba hacia la casa notó su mirada en la espalda.
—Te pareces a él más de lo que crees —le oyó gritar en el momento de poner la moto en marcha.
Cuando el sargento se alejaba, Kate alcanzó la casa. Sabía perfectamente a quién se refería, pero no era verdad. Ella no quería controlar la vida de todos ni cada uno de sus movimientos. Ni siquiera cuestionaba las decisiones de los demás, como hacía el abuelo, y, sobre todo, jamás se metía en las vidas ajenas. El ventanal de la biblioteca le recordó la anotación en la agenda de Dana y la tarjeta. Negó con un movimiento de cabeza. Ella no la cuestionaba, sólo estaba dolida por su falta de sinceridad y la deslealtad con Bassols. Y puede que también por que no aceptase sus consejos. Pero no intentaba controlarlo todo, sólo evitar que ella sufriera, hacerle la vida más fácil y ocuparse de lo más duro en su lugar.
Entonces, ¿por qué estaba tan dolida, o enfadada, o lo que fuese que la hacía sentir tan mal? Al fin y al cabo, ella misma había sido la primera en decirle a Dana que debería hablar con un penalista. Se había portado como una idiota al ignorar el hecho de que Dana era libre de elegir en quién confiar. Tal vez era bueno que buscase otros apoyos. Ella misma se lo había dicho, ¡acéptalo! Sólo que no esperaba que el nuevo apoyo fuese Miguel…
Aunque si lo pensaba bien no sabía de qué se extrañaba, porque su hermano siempre estaba reclamando atención, y parece ser que ya no le bastaba con la familia. Ahora también quería la de Dana, que siempre había sido la única que no le hacía más caso a él que a ella. Hasta ahora, claro.
Y eso la molestaba casi tanto como que Dana no le hubiese hablado de sus problemas económicos o que Miguel la hubiese acusado de ser la causa de la mala predisposición del sargento contra ella. Puede que más aún, porque al fin y al cabo eso era algo subjetivo, la opinión de su hermano. Pero quitarle a Dana era otra cosa. Quizá se hubiese comportado como una idiota al subestimar a la policía del valle o la importancia del caso Bernat. Quizá no había actuado con el sargento de una forma absolutamente correcta. Pero todo eso estaba más que justificado si tenían en cuenta el momento profesional que estaba viviendo, con su ascenso y el caso Mendes. Lo que pasaba era que allí todos iban a la suya sin tener en cuenta que ella tenía su propia vida.
El termómetro de la entrada marcaba tres grados. Kate se dirigió a la sala con la chaqueta puesta y encendió el fuego. Por lo menos le dejaría la casa caliente. A saber en qué finca perdida estaba cuidando de alguna vaca… Mientras observaba prender la llama de una pequeña chispa que poco a poco se transformó en una gran hoguera, se le ocurrió que tal vez Dana ya no quisiese su ayuda. Y, en tal caso, puede que no debiera imponérsela. Esa idea la hizo sentir extrañamente liberada durante un instante. Hasta que recordó sus dedos encapuchados, el temblor de las manos y la amenaza que había lanzado Santi, en el cobertizo de los Bernat, de quedarse con toda Santa Eugènia.
Comisaría de Puigcerdà
En el hall de la comisaría, el ambiente tranquilo de las tardes de domingo se había transformado en un hervidero de actividad. Varias parejas de agentes entraban mientras otras salían en un cambio de turno inusualmente movido para un fin de semana sin apenas nieve. Habían pedido la grúa de Berga para poder operar en la zona del siniestro, porque la única de esa envergadura que tenían en el valle estaba haciendo un servicio en La Seu. Según los primeros datos, se trataba de una colisión frontal entre dos turismos. El resultado eran dos fallecidos —un hombre mayor y una mujer más joven— y un herido grave, al que habían trasladado al hospital de Puigcerdà.
Finca Prats
A media tarde, Kate ya había dejado la maleta en el coche y se había tomado dos infusiones de menta con limón. Comenzó a anochecer y, a pesar de los mensajes que había enviado, seguía sin noticias de ninguno de los dos. Sólo justificaba su silencio que estuviesen en alguna granja sin cobertura, ayudando a parir a una vaca o a una yegua. O que se hubiesen quedado sin batería, cosa nada extraña en Dana. Mientras tanto, Kate se debatía entre esperarla o marcharse a Barcelona.
Atizó el fuego, le echó otro tronco y se acercó a la ventana. Fuera sólo quedaba encendida la luz interior del A3, como un faro en medio de la oscuridad. Seguro que Dana vería algún tipo de señal en eso, aunque la verdad es que Kate había olvidado apagarla y lo único que esperaba era que el descuido no hubiese agotado la batería. Fue a por el mando a distancia del vehículo, que había dejado en el bolsillo de la chaqueta, abrió la puerta principal y cerró el coche desde allí.
Gimle
la había seguido, e incluso había asomado el hocico a la puerta, pero cuando Kate hizo ademán de cerrarla el golden volvió adentro sin protestar.
El termómetro exterior pasaba de los once bajo cero y, aunque aún no eran las siete, las nubes que ocultaban la luna hacían que pareciese noche cerrada. Las nostálgicas tardes de domingo continuaban siéndolo a ciento cincuenta kilómetros de Barcelona.
El técnico tampoco había respirado. Kate se preguntó si lo del tipo que le ayudaba sería verdad o sólo un modo de aprovecharse de ella y sacar algo más de dinero. De todos modos, lo único que le importaba era que cumpliese con su cometido; Paco estaría conforme en aumentar el presupuesto con tal de resolver el asunto. En el reloj de la sala empezaron a sonar las siete y Kate miró por enésima vez la pantalla de la BlackBerry. Acercó una de las butacas al ventanal bajo la atenta mirada de
Gimle
y apagó la luz de la sala. Miró la chimenea y echó otro tronco. Luego se sentó arropada con una manta. La casa estaba en penumbra, sólo quedaba encendida la pequeña luz de la mesilla de la entrada. Y, fuera, el coche parecía una sombra solitaria bajo un cielo plomizo de azules y grises como los de su infancia.
Había dejado tres mensajes a Miguel, había llamado varias veces al móvil de Dana, y empezaba a pensar si no se habrían olvidado de ella. Había discutido con Dana, y Miguel siempre iba a la suya, así que a lo mejor estaban ya en casa del abuelo y no se habían acordado de que ella seguía esperando. Esa idea la enfadó. Y, como de costumbre, empezó a dar vueltas a una situación que de forma progresiva y enfermiza fue convirtiendo a Dana y a Miguel en los culpables de todos sus males. Porque a ellos qué les importaba que los demás tuviesen que volver a Barcelona conduciendo de noche, o que estuviesen preocupados ante la ausencia de noticias. Cuando apareciesen por la puerta los pondría buenos. De hecho, lo que se merecían era encontrar la casa vacía. Sí, eso haría, dejar una nota e ir tirando. Al fin y al cabo existían los teléfonos, y no era ella la que debía llamar para disculparse. Dana tenía que dar la cara, y no sólo por no haber ido a la comida ni haber llamado para excusarse. No, también por tener una cita con el capo de los Bassols y no haberla avisado.
Porque esas citas no se conseguían de hoy para mañana. Y ella, mientras tanto, preocupada como una imbécil por lo que le había dicho Miguel, que la culpa de que el sargento no dejase en paz a Dana era suya. Idiota. Pero ¿qué se creían que iba a hacer el bufete Bassols con el sargento? ¿Intentar convencerle? No, probablemente ignorarle y prepararse para acudir ante el juez. Pero ella había querido evitar eso, porque sabía de sobra el mal que algo así podía hacerle al apellido Prats y lo fácil que era que todo se complicase una vez llegados a ese punto.
Y por primera vez se preguntó si Dana tendría algo que ver en la muerte de Jaime Bernat. La había llamado, era cierto, pero también lo era que tenía hora con uno de los penalistas más importantes de la ciudad y la cita era para el martes. Debía de haberla pedido hacía semanas. Incluso antes de la muerte de Bernat. ¿Para qué necesitaba Dana un penalista antes…? A no ser que supiese que iba a necesitarlo. O puede que no contase con ella, pero al ver que la cosa se complicaba decidiese llamarla mientras esperaba la reunión con el verdadero especialista. No creía posible algo así, pero al fin y al cabo tampoco que Miguel pudiese llegar a ser su confidente.
Necesitaba una explicación, pero no estaba dispuesta a volver a Barcelona de madrugada, así que llamó a casa del abuelo.
Al quinto tono, Nina respondió irritada. Le aseguró que no sabía nada, que no había visto a nadie, que el abuelo estaba despidiendo a los últimos invitados y que muchas gracias por dejarle a ella sola el honor de recoger después de la fiesta. Kate preguntó por Tato, y Nina respondió enfadada que «ésos» llevaban horas discutiendo fuera y que, la verdad, prefería recoger sola que aguantar sus tonterías. Kate prometió compensarla y ella, más tranquila, que la llamaría si aparecían.
Marcó sin confianza el número de Dana, en un último intento, pensando en que luego se iría. Se levantó y empezó a doblar la manta sobre la butaca. Ya la esperarás solo, advirtió mirando a
Gimle
, yo me voy a casa. Puso el móvil en manos libres y lo dejó sobre la mesa para echar un par de troncos más en la chimenea por si Dana llegaba tarde. Buscó los ojos de la viuda, pero no pudo discernir lo que veía en ellos. El tono del teléfono al otro lado de la línea vacía fue creciendo hasta producir un extraño eco en la sala. Dana había encontrado un nuevo protector y por fin ella podía despreocuparse. Cuando recuperó la BlackBerry dispuesta a marcharse, descolgaron… y respondió la voz de un hombre que no era Miguel.
Carretera de La Seu, km 68
Con las mandíbulas apretadas entró en el vehículo y cerró de un portazo. La cabina de la
pick-up
se le quedaba pequeña y bajó los cristales de las ventanas hasta abajo. Las puntas de sus dedos estaban ya completamente blancas a fuerza de apretar el interruptor y, con el pie izquierdo, clavó el embrague en el chasis con toda la fuerza de la que fue capaz. Incluso se apuntaló contra el respaldo del asiento para hincarlo más. La mano derecha apretaba con fuerza la palanca del cambio y, mientras ponía la primera, Santi imaginó que la trituraba. Con la mano izquierda estrangulaba el volante mientras salía del aparcamiento sin mirar atrás. Al encontrar un semáforo en rojo, paró y volvió a maltratar el embrague. La mano derecha se le fue al mentón y empezó a rascarse, sin pensar en las heridas que tenía bajo la barba por la psoriasis. Cuando saltó el verde salió disparado; la correa del motor, incluso, patinó ligeramente por la fuerza y la velocidad con la que había acelerado sin soltar el embrague.
Y es que no tenía ni idea, el maldito abogado no tenía ni idea. Si hubiese sabido lo que iba a decirle se hubiese ahorrado el viaje a La Seu. Malditos inútiles. Y él también había sido un imbécil por llamarle. Pero si ya le había dado un baño a su padre cuando lo de la viuda. ¿En qué coño estaba pensando cuando le llamó? Había sido un idiota al hacerlo. Le había preguntado si la tía tenía a alguien. ¿Qué coño iba a tener si llevaba cuarenta años muerta? Él, él era el único Bernat y no entendía por qué les costaba tanto hacer el cambio de nombre de una puñetera vez. Además, ¿quién iba a ocuparse de arrendar la propiedad si no lo hacía él? Y, más aún, ¿quién iba a meterse en lo que hiciese un Bernat con sus tierras?
Pues no. Según la ley, el poder había vencido con la muerte de su padre y ahora eran los propietarios los que tenían el derecho de hacerse con la otra parte, y eso era difícil de entender. Hasta que el abogado le explicó que era la veterinaria la que tenía derechos sobre sus tierras hasta que éstas tuviesen un nuevo propietario.
Y cuando le preguntó que cómo iba ella a comprar las tierras si ni siquiera podía pagar las suyas, él le respondió que eso no era cosa suya, que él había pedido hora para hacer una consulta y que sólo podía advertirle que debía buscar el testamento de la propietaria de los terrenos y demostrar que no tenía herederos directos vivos o la señora Prats podría ejercer su derecho. El testamento señalará al heredero de esas tierras y le dará, sólo a él, el poder para hacerse con las otras. En este momento, la propiedad está descabezada. Ésas fueron sus últimas palabras.
Todo eran problemas. ¿Cómo iba a saber él dónde estaba el maldito testamento? Mientras despotricaba del abogado y de su mala suerte se preguntó dónde estaría la llave del baúl en el que el viejo guardaba los contratos de arrendamiento. Tendría que mirar en su dormitorio a ver si la encontraba y esa sola idea hizo que sus uñas volvieran a volar hasta el mentón.
Y a dos curvas del cruce del puente volvió a notarla. La maldita bola había vuelto para acabar de amargarle el día. Tragó con rabia, carraspeó varias veces a sabiendas de que nada iba a quitarle ya esa sensación, y al llegar al cruce espió a la derecha para ver lo que quedaba del accidente. El corazón le empezó a latir más rápido y cuando fue consciente soltó una blasfemia en voz alta.
En el puente no había ni rastro de las ambulancias. Sólo quedaban dos coches de la policía y unos operarios que retiraban la grúa. Con lo que le había explicado el abogado, el accidente quizá había sido una suerte, porque ¿quién iba a saber cómo podía reaccionar ella viendo que las tornas habían cambiado tanto a su favor? Por suerte, la finca iba de mal en peor, de eso ya se habían ocupado, y no tenía visos de mejorar, y menos aún desde que los proveedores conocían su situación económica y sabían que no había dinero para cobrar.