Read Ojos de hielo Online

Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (63 page)

—Santa Eugènia no es lugar para una mujer sola. Debió venderle las tierras a Bernat hace años. Las cosas siempre regresan a su lugar.

En aquel momento de la conversación, la puerta de la comisaría se abrió y entró el sargento Silva hablando por el móvil con cara de pocos amigos.

97

Comisaría de Puigcerdà

A las ocho menos veinte se metió en su despacho con el café, el informe del ex comisario Salas-Santalucía bajo el brazo derecho y Tania cabreada al otro extremo de la línea. Hacía un frío de dos pares y ni siquiera la taza de café ardiendo que se había tomado en El Edén conseguía calentarle el cuerpo. Aunque no se podía decir lo mismo de la bronca que le estaba echando la leona… El expreso doble que llevaba en la mano era el segundo del día y al primer sorbo, con la distracción del teléfono y la entrada en comisaría, ya le había chamuscado la lengua. Y ahora la tenía como el esparto. J. B. cerró la puerta por dentro, dejó el informe y el café asesino sobre la mesa, y colgó la chaqueta en el perchero.

Se disculpó varias veces y escuchó sus justificadas quejas por haberla dejado esperando la noche anterior. Cada vez estaba más convencido de que no sería con ella con quien rompería sus tres reglas sagradas. Había que reconocer que era la segunda vez que se olvidaba de ella, y que la primera se lo había tomado muy bien, tal vez demasiado, pero tener esa espada de Damocles acechándole siempre no era para él. Habían salido dos veces, sí, y lo había pasado bien, cierto. Quedaría con Tania otro par más y, después, ella y sus reivindicaciones serían historia. Así que cuando ya colgaban, ella le propuso quedar y, cuando él se resistió diciendo que tenía mucho trabajo, ella prometió que esa cena en su casa no la iba a olvidar. Y él… no pudo negarse.

J. B. quería dedicar el día a poner orden y repasó sus objetivos: revisar los resultados del laboratorio, volver a llamar a la bodega para presionar, y examinar el croquis de las marcas de ruedas de la escena que había hecho el caporal para compararlo con las fotos de la científica. Todo era importante, pero la botella era lo principal. Y aunque el ex comisario se había comprometido a averiguar su origen, J. B. no tenía claro hasta qué punto podría ayudarle. Ahora que las ventas por Internet estaban tan en boga, no tenía ni idea de por dónde empezar hasta que supiese por qué canal se había comercializado o de qué tienda procedía.

Además, faltaba revisar el informe sobre el CRC, estudiar la posible implicación de alguno de sus miembros en la muerte de Bernat y, de paso, encontrar algún detalle en sus páginas que los relacionase con la muerte del padre de Miguel. Retiró la tapa del vaso y removió el contenido. Cuando dejó de humear, abrió el dossier del ex comisario, al tiempo que el primer sorbo le recalentaba la lengua rasposa.

Diez minutos más tarde sonó el teléfono.

—Arnau acaba de dejarme unos papeles para ti y se ha ido a La Seu por algo relacionado con el accidente. Yo tengo que salir, así que los dejo en tu casilla.

Y Montserrat colgó sin esperar respuesta.

J. B. miró la hora. No podía tratarse del bastón, porque en el laboratorio normalmente necesitaban más tiempo. En cualquier caso, nadie debía tener acceso a esos informes hasta que él investigase otros frentes, como el quad de Santi o el CRC. Necesitaba hablar con Montserrat y advertirle que nadie debía verlos.

Un par de horas más tarde, cuando ya había leído casi la mitad del informe que le había pasado el ex comisario, J. B. hizo una pausa. Extendió los brazos para desentumecer la musculatura y giró la butaca para echar un vistazo por la ventana. La cumbre del Puigmal seguía blanca. J. B. se preguntó cuánto tiempo necesitaría el sol para derretir toda esa nieve y recordó lo que había comentado Miguel en la fiesta sobre la temporada de esquí, el único período en el que afloraba vida en muchas de las urbanizaciones fantasma que sembraban el valle. Sus ojos repararon en el sobre de Desclòs que había recogido de su taquilla.

El sobre contenía el documento sobre el consejo que J. B. le había pedido. Según él, oficialmente el CRC lo formaban un grupo de propietarios que se ocupaba de regular las operaciones de compra y venta de terrenos en el valle. En sus estatutos constaba que los miembros eran elegidos por los ayuntamientos, pero no era difícil advertir que los nombres no habían variado desde hacía décadas y que los apellidos seguían siendo los mismos casi desde su fundación. Quedaba claro que su principal función era asegurarse de que la propiedad de las tierras del valle estaba en manos de los autóctonos y alejarlas de los especuladores. Lo que no quedaba tan claro era qué los legitimaba para decidir si las compras o ventas eran convenientes, y en cualquier caso, para quién lo eran. También parecían estar relacionados con las recalificaciones de tierras, una atribución que legalmente correspondía al departamento de gestión del suelo de cada ayuntamiento y que debía ceñirse al plan de urbanismo dictado por la Generalitat.

J. B. cerró el portafolios y se acercó a la ventana.

El aparcamiento estaba completo, aunque no en la zona de las motos. Ver la suya le recordó el trayecto con la hermana de Miguel. Sonrió al pensar que al final ella había metido las manos en sus bolsillos. Bien. Se le ocurrió que era como si hubiese dos personas en ella: la abogada inflexible y la niña de la foto, que de vez en cuando aparecía con su luz salvaje y la cercanía de un colega. Había que reconocer que sabía ir de paquete, pues cuando empezó a apretar en las curvas para comprobar si sólo sabía mandar, se había pegado a él como una profesional. Eso sí, al pisar el suelo había vuelto a la carga defendiendo a la veterinaria…

Se preguntó si estaría al corriente de lo que le había contado el ex comisario sobre su padre, de la supuesta relación de Bernat con su muerte. No era probable, y dio por hecho que tampoco sería capaz de encontrar al remitente de la botella, tal como había prometido. Bueno, por lo menos no podría quejarse de que él le hubiese puesto impedimentos, aunque decirle que la dejaba hacer mientras no se metiese en su terreno había sido arriesgado. Había que reconocer que la lista de enfermos que tomaban digoxina que le había proporcionado le ahorraría la visita a la farmacia. Llamó a la farmacéutica para anular la reunión y, mientras esperaba, abrió el cajón para ver la lista de la letrada. Seguro que ya estaba en Barcelona, con la toga puesta y machacando a algún infeliz. J. B. colgó tras dejar un escueto mensaje. Debía de ser un espectáculo verla en acción y, desde luego, era mejor tenerla a favor que en contra, igual que sucedía con el ex comisario. El teléfono sonó y evaporó esos pensamientos.

98

Habitación 202, hospital de Puigcerdà

Alguien llamó a la puerta y, antes de volverse, Kate introdujo la llave en el sobre. Era Miguel, que la sujetaba para que entrase el abuelo. Kate le oía hablar con alguien en el pasillo.

—¿Qué tal has pasado la noche? —se interesó Miguel.

—Bien. He subido a verla esta mañana y me han dejado entrar.

Le pareció que la expresión de sorpresa de su hermano no era más que envidia. Se sintió mejor.

—Bueno, ¿y cómo está? —preguntó Miguel apoyándose en la mesa.

Kate recordó la confidencialidad con la que Lía le había hablado del traslado de Dana.

—Pues creo que algo mejor. El doctor me ha dicho que vendría a informarnos.

Miguel asintió.

Tras él, el cabello blanco del abuelo se movió, y el doctor Marós entró en la habitación. Kate se dio cuenta al instante de que el doctor la evitaba. Cuando comenzó a hablar, Jorge Marós dejó constancia de que su intención era centrarse en informar a los hombres de la familia. Kate se adelantó para colocarse a su lado. No iba a dejar que la apartasen de aquello, que se fuese mentalizando el doctor de que la amiga de Dana era ella, y no su abuelo o Miguel.

Pero, a pesar de eso, Marós continuó dirigiéndose casi en exclusiva al abuelo.

—Durante el día la subiremos… No creo que despierte hasta bien entrada la noche, o incluso mañana. Es todo muy reciente y no podemos saber qué secuelas van a quedarle. Por el momento puedo decirles que tiene los ojos muy dañados y que hasta que recupere la conciencia no sabremos más. No es probable una lesión medular de importancia, aunque es pronto para decirlo. Por lo demás, calculen un mínimo de dos semanas. Luego necesitará cirugía ocular en un buen centro especializado —concluyó.

—¿Cirugía ocular? —preguntó Miguel.

—Le hemos cosido los párpados, pero la córnea está dañada. Lo más común en estos casos es reconstruir el párpado cuando haya remitido la inflamación, pero luego aseguraría que habrá que trasplantar las córneas. Están muy deterioradas y le pueden quedar lesiones oculares permanentes. Pero tendrá que valorarlo el oftalmólogo.

—¿Qué quiere decir? —se oyó preguntar Kate.

Jorge Marós la miró de soslayo y luego volvió a dirigirse al abuelo y a Miguel.

—No podemos saber si recuperará la visión. En cualquier caso, será una visión limitada y carente de nitidez.

Kate observó que Miguel contenía la respiración y el abuelo miraba hacia el suelo moviendo rítmicamente el bastón con una mano mientras mantenía la otra en el bolsillo.

Permanecieron todos en silencio, en uno de esos momentos extraños en los que las palabras no sirven, y Kate fue consciente de que alguien tendría que decirle a Dana que por el momento estaba ciega.

El abuelo fue el primero en reaccionar, dio las gracias al doctor y le mandó saludos para su padre, lo cual dio por finalizada la reunión. Mientras empezaban a anegársele los ojos, Kate notó sobre ella la mirada de reojo del médico. Se volvió y fue hasta la ventana. En el momento en el que las lágrimas le mojaron la cara, una
pick-up
oscura con las llantas completamente embarradas cruzaba la plaza en dirección al parking. Kate la miró sin ver.

El abuelo salió al pasillo. Y Miguel se le acercó por detrás para darle un pellizco en el hombro.

—Me voy a trabajar. Volveré sobre las ocho a ver si ya la han subido. Supongo que te quedas. Estarás bien, ¿no?

Kate asintió con la vista fija en la plaza y las mejillas tirantes. Hasta que el clic de la puerta al cerrarse la envolvió en silencio y brotaron un par de nuevas lágrimas. Las apartó con los dedos y buscó con decisión un clínex en el bolso. No soportaba compadecerse de sí misma porque eso no la conducía a ninguna parte, sólo la hacía más débil. Ese pensamiento la animó de inmediato. Llevar las riendas, atacar en vez de huir, ése era su lema, su naturaleza, y no iba a dejar que nada cambiara eso.

En toda su vida no había perdido un caso, y éste no iba a ser el primero. Buscaría al mejor especialista en ese tipo de lesiones, donde fuera que estuviese, y, como siempre pronosticaba la viuda, saldrían juntas de ésta. Con ese propósito en la mente se secó las mejillas y recuperó la BlackBerry del bolsillo para abrir el correo. En cuanto a la muerte de Jaime Bernat, tampoco iba a dejar que culpasen a Dana. Ahora ya no podría asistir a la cita con Berto Bassols, así que el caso era suyo.

Notó el creciente ánimo de los momentos posteriores a una decisión importante. Escribió un mensaje, de un tirón y con mayúsculas, y lo envió. Ya estaba bien de tonterías. Acababa de darle a su adjunto dos horas para averiguar el origen de la maldita botella de brandy. Ni un minuto más.

99

Comisaría de Puigcerdà

J. B. descolgó el teléfono.

—Sí…

—Magda quiere saber qué tenéis sobre el bastón. Me ha dicho que quiere ver el informe en cuanto se reciba.

—Montserrat, ¿tienes mucha gente por ahí?

—Pues no, ¿por?

J. B. colgó el teléfono y salió del despacho. Se acercó al mostrador de la secretaria, dejó el informe encima y apoyó los brazos en él con las manos cruzadas. La miró buscando complicidad.

Ella sonrió mientras apilaba unas carpetas.

—Guarda eso para la rubia, sargento.

Él sonrió.

—Quiero pedirte un favorcillo.

—A ver… —respondió la secretaria con una ceja en alto.

—Necesito que me pases todo lo que te llegue del laboratorio sin dar parte.

Ella le miró sin comprender, y él añadió:

—Sobre todo, a la comisaria y a Desclòs.

—Ningún problema, pero yo no habré sido.

—Tienes mi palabra —respondió J. B. señalándose el pecho con los dedos índice y corazón.

Ella sonrió.

—Bien. De todas formas, el caporal ya está bastante entretenido con el accidente.

J. B. se sorprendió de que hubiesen asignado el caporal a otro caso sin avisarle a él. Pero casi de inmediato el mosqueo se convirtió en alivio.

—Pues déjalo que se entretenga.

—Pero a ti sí que te veo muy tranquilo con la que está cayendo…

J. B. iba a preguntarle a qué se refería cuando sonó el teléfono y ella respondió. Esperó a que colgase, pero la conversación se alargaba, así que señaló el informe mirando a Montserrat para que se lo diese a Magda y volvió al despacho.

El extenso informe del ex comisario sobre el CRC permanecía abierto sobre la mesa. J. B. respiró hondo y se sentó. El del caporal era como un folleto sin interés. No había nada en él que apuntase, ni siquiera levemente, a lo que todo el mundo sabía sobre las actividades reales del consejo. Abrió el correo y mandó un mensaje a los de la científica para que le enviasen a él el informe del bastón. Entonces vio que tenía un aviso de Correos que le informaba nuevamente de que ya podía recoger el material para la OSSA. J. B. chasqueó la lengua. Ahora carecía de liquidez; tendrían que esperar. Comenzó a redactar una respuesta en la que aseguraba que estaba de viaje y que regresaba a primeros de mes, pero, al releer el texto, en vez de pulsar
enviar
le dio a
borrar
.

Maldito dinero…

100

Habitación 202, hospital de Puigcerdà

Kate recolocó el escaso mobiliario para instalar su despacho en la habitación 202. Cuando llamaron a la puerta era casi mediodía y llevaba horas conectada consultando las mejores clínicas oftalmológicas para el tratamiento de lesiones por traumatismo. Era consciente de que estaría dando palos de ciego hasta que el diagnóstico fuese más preciso. Pero también de que, hasta que tuviese información sobre la botella de brandy, sería incapaz de concentrarse en cualquier otra cosa. Desde su asiento frente al Mac vio que la puerta se abría y entraban los pies de la cama en la que traían a Dana.

Other books

Flawed Love: House of Obsidian by Bella Jewel, Lauren McKellar
Velvet by Jane Feather
Masterpiece by Juliette Jones
Working With Heat by Anne Calhoun
Packed and Ready to Go by Jacki Kelly
Man-Kzin Wars XIV by Larry Niven
Deadly Mates (Deadly Trilogy) by Ashley Stoyanoff
Scandalous Innocent by Juliet Landon


readsbookonline.com Copyright 2016 - 2024