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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (65 page)

102

Comisaría de Puigcerdà

Cuando la pantalla de su móvil se iluminó, J. B. le estaba dando el tercer mordisco al bocadillo de beicon con queso fundido que acababan de traerle de El Edén, y no le apetecía soltarlo. Como se trataba de un número oculto, y no tenía ganas de hablar con operadores de telefonía o gente que daba malas noticias, estuvo tentado de no descolgar. Sin embargo, al final conectó el manos libres y siguió masticando.

—Sí…

—Ya sé quién envió tu botella de brandy.

J. B. intentó tragar lo que tenía en la boca para responder, pero la comida se coló por el conducto equivocado. Se atragantó. Empezó a toser y soltó el bocadillo sobre la mesa mientras cogía la botella de agua como si le fuese la vida. Se acaloró por el esfuerzo de la tos y bebió para despejar la garganta hasta que consiguió tragar varias veces y pudo carraspear.

—¿Sigues ahí…?

J. B. asintió notando aún los restos de comida en la garganta. Carraspeó de nuevo.

—¡Sí! —respondió irritado.

—Como te decía, ya sé de dónde salió la botella. Tengo el DNI de la persona que ordenó el envío.

—…

—¿Sigues ahí?

—Que sí, ¡joder!

—Bueno, pues hay algo curioso. El mismo tipo efectuó dos envíos: a Jaime Bernat y a un tal Manuel Herrero.

—…

—¿Hola?

—Oye, has interrumpido mi desayuno, así que acaba con lo que tengas y no me vayas preguntando.

—Eres un borde.

J. B. carraspeó.

—Ya, bueno, ¿y qué?

—Empiezo a dudar de que cumplas con tu parte del trato cuando te dé los datos.

—Yo siempre cumplo. Hazme el favor y ve al grano —pidió carraspeando de nuevo, con los ojos en el beicon y el queso fundido que se enfriaban por momentos.

—De acuerdo, pero sólo si me dejas ir contigo.

—¿Conmigo? ¿Adónde?

J. B. volvió a beber agua del botellín.

—A visitar a los Herrero para interrogarlos sobre el envío del 22 de diciembre pasado. Yo también quiero estar ahí para asegurarme de que entiendes que Dana no tuvo nada que ver.

—Mira, deja de imaginar que estás en una peli norteamericana y dame ese número de DNI. Antes de mover un dedo tengo que comprobarlo todo.

—Entonces iré yo sola. No voy a esperar a que tu sistema de verificación pase por todos los controles del cuerpo y nos den las uvas.

—Si rompes el trato, estarás interfiriendo en una investigación criminal y tendré que dar parte. Tú verás.

—Vale —respondió conciliadora—, mira, no quiero discutir. Dame tu dirección y te paso la información. Pero en cuanto hayas hablado con los Herrero iré por mi cuenta, no quiero que lo líes todo.

El silencio al otro lado de la línea acabó en un suspiro.

—¿Cómo te has enterado?

—Un golpe de suerte.

—Canta.

—Quien regaló ese brandy a Bernat es un sibarita. La
boutique
de espirituosos de donde salió es una de las más prestigiosas de Andorra y, por suerte, tienen un sistema de trabajo muy meticuloso. Tuve que decir que era la hija de Bernat para que me contasen lo que quería saber. En fin, cuando hayas ido avísame.

—Vale, pero tú no hagas nada.

—Te doy hasta mañana, no necesitas más.

Desde luego, la letrada se creía alguien importante.

—Por cierto, ¿sabes si el coche de Santi estuvo implicado en el accidente?

—¿Qué accidente?

Kate respondió con un largo silencio.

—Yo no estoy en tráfico. ¿Qué pasa? —insistió irritado.

—No me lo puedo creer.

—¡Eh!, yo no tengo por qué…

Clic.

—Pero ¿qué coño…?

J. B. salió del despacho con un portazo. Montserrat no estaba en su mostrador y se dirigió a la sala de las mesas de los caporales. Se plantó al lado de Desclòs. El caporal le había visto entrar y J. B. notó cómo se removía en la silla viéndole avanzar hacia él.

—¿Ésta es la documentación del accidente? —preguntó señalando un dossier abierto sobre la mesa.

El caporal se echó ligeramente hacia atrás, pero en su rostro apareció un gesto sarcástico.

—Sí, sólo falta el informe del atestado, pero parece que la veterinaria va a tener más problemas que la muerte de Bernat.

J. B. le miró sin comprender y Desclòs continuó:

—Es la única superviviente. He oído decir que a lo mejor esas hierbas que trajina la han hecho inmortal —comentó alzando la voz para que el resto le coreasen con risas. Y alguno lo hizo, brevemente, hasta que J. B. levantó la vista en señal de advertencia.

El sargento leyó por encima la primera página mientras los surcos entre las cejas se le hundían cada vez más. Luego cerró la carpeta, la tiró sobre la mesa y clavó los ojos en el caporal. El cuerpo le pedía una vez más molerlo a hostias y la tensión que apreciaba en su rostro aún le daba más motivos. Pero no podía hacerlo, y de repente se acercó a un palmo de su cara. Desclòs se echó hacia atrás, y casi volcó su silla al chocar contra la papelera. J. B. dio media vuelta y salió por donde había entrado.

Pero dos segundos más tarde volvió a abrir la puerta de la sala para ordenarle al caporal que pidiese una nueva orden de registro de la finca Bernat. Esta vez quería encontrar el quad de Santi. Su expresión de pasmo le reconfortó el ánimo. El maldito cabrón ya no sonreía tanto.

De nuevo en su despacho, vio que había recibido un SMS con un DNI, un montón de números y letras más, y el nombre de una empresa. Esta vez el teléfono desde el que lo enviaban no estaba camuflado, y J. B. lo grabó en su libreta de direcciones. Dudó un instante con qué nombre guardarlo y escribió
Salas, abogada
. Sin embargo, lo pensó mejor y cambió la última palabra por una K. Lo volvió a grabar e introdujo el número del DNI en la base de datos. Eso tardaría un poco. El bocadillo seguía sobre su mesa, pero el queso ya estaba frío. Lo cogió y se lo acercó a la nariz, ni siquiera el aroma intenso del beicon seguía allí. Lo envolvió en el papel de aluminio y lo encestó en la papelera. Luego abrió de nuevo el informe sobre el CRC del ex comisario y empezó a leer por donde lo había dejado.

Pero no podía concentrarse. Estudió de nuevo en la pantalla del móvil los números del mensaje y los copió en el borde de una de las hojas garabateadas que tenía sobre la mesa. Y en seguida comprendió: tras el DNI estaba la fecha de la compra, unas cifras que parecían corresponder al lote y la botella, el número de expedición del envío y el precio. Buscó en Google el nombre de la empresa y apareció en la pantalla la web de un comercio selecto de espirituosos en la avenida Meritxell de Andorra. J. B. estudió la página y anotó los datos. Un comercio de ese nivel seguro que tenía cámaras por todo el local, y puede que alguna de las cintas mostrase al propietario del DNI que había efectuado la compra y ordenado el envío.

Aquello sí era un buen trabajo, y le permitía deducir que una misma persona había hecho dos envíos, ya que relacionaba a los Bernat con ese tal Herrero, de Mosoll. Buscó la dirección de los Herrero y, antes de salir, marcó el número de Miguel.

—…

—Bien. Oye, acabo de enterarme del accidente de la veterinaria. ¿Cómo está?

—…

Mientras escuchaba las malas noticias, J. B. puso el manos libres y empezó a desenvolver un Solano.

—No pinta bien, la verdad… En fin, no me llamabas sólo por eso, ¿verdad?

—Tu hermana me ha enviado una información y nos hemos echado unas risas.

—Ya, unas risas, ¿eh? Entonces no era ella, tío.

J. B. asintió en silencio.

—Quería saber si el coche de Santi estaba implicado en el accidente. ¿Sabes a qué venía todo eso?

—Bueno, ya la conoces, es terca como una mula y está convencida de que Santi se cargó a su padre. Hoy le ha amenazado en el hospital con demostrarlo. Supongo que te habrá llamado por eso. Dicen que es buena en lo suyo…

—Y desborda simpatía.

—Los Salas lo llevamos de serie.

—Por cierto, ¿dónde estás?

—Saliendo del hospital. Han trasladado a Dana de planta y mi hermana se ha instalado con ella.

—¿Se va a quedar? —Inmediatamente se arrepintió de haber hecho la pregunta en voz alta.

—Claro, hombre, Dana es como una hermana. No tiene a nadie más.

—Ya, oye, tío, espero que tu veterinaria se mejore. ¿Para cuánto tiene?

—No lo sé. Además, tampoco nos han dicho cómo va a quedar. Lleva toda la cabeza vendada…

—Lo siento, macho. Si necesitas algo, unos dardos, unas cervezas, lo que sea, llámame.

—Te llamo.

—Ya sabes.

Cuando J. B. colgó llamaban a la puerta y Montserrat entró para dejarle encima de la mesa un gran sobre con el logo de la policía científica.

—Espero que no te estés metiendo en un lío…

J. B. chasqueó la lengua.

—¿Aún no te has dado cuenta de que soy un tipo prudente?

—Ya. —Y, señalando el sobre, enfatizó—: Yo no sé nada.

J. B. asintió y entonces se le ocurrió algo.

—Montserrat, ¿qué sabes sobre los Herrero?

Ella pareció pensativa.

—¿Los de Mosoll?

—Sí, la finca está allí.

—Son dos hermanos. Manuel e Isabel. Ella iba con mi suegra a hacer labores al centro de las damas de hogar, la agrupación de mujeres de Bellver. Creo que se le daba muy bien el punto de cruz. Son andaluces, de una familia influyente de Sevilla. Creo que están los dos solteros. A él no le conozco, pero mi suegra cuenta maravillas de ella. ¿Por qué te interesan?

—Tengo curiosidad por algo que he leído. ¿Sabes si conocían a los Bernat?

—En Mosoll sólo hay seis casas. ¿A ti qué te parece?

J. B. asintió con una mueca. Ella prosiguió.

—Cuando se afincaron aquí, hace bastantes años, creo que tuvieron algún enfrentamiento con Bernat por las tierras del pantano. Pero no estoy segura. Si quieres saber más, tendrás que hablar con mi suegra. Recuerda mejor las cosas que pasaron en los años cincuenta que lo que ha desayunado esta mañana. Bueno, si no quieres nada más…

—¿Has dicho Manuel Herrero?

—Sí. Y ella, Isabel.

J. B. asintió agradecido y Montserrat cerró la puerta por fuera mientras él cogía el sobre. Si lo abría, pensó que le predispondría, y la letrada ya había dejado entrever que las huellas de la veterinaria podían estar ahí a causa del supuesto forcejeo con Bernat. Además, en cuanto llegase a manos de Magda no tardaría ni dos minutos en cursar la petición al juez con tal de acusar a alguien, aunque ese alguien estuviese hospitalizado. J. B. abrió el primer cajón del escritorio, metió el sobre dentro y, para comprobar sus sospechas, leyó la lista de personas que mantenían disputas legales con Jaime Bernat. Luego lo cerró. En la pantalla del móvil seguía el mensaje de la letrada. No se podía negar que había hecho un buen trabajo, y J. B. se preguntó cuánto habrían tardado ellos en averiguar esa información por los cauces convencionales. Pensó en el caporal, su supuesto ayudante, y en la diferencia cuando la investigación contaba con dos mentes pensantes. ¿Cómo habría conseguido la letrada que la bodega le proporcionase el nombre del cliente? Desde luego había que reconocerle que se lo curraba bien.

Buscó la S de Salas en la libreta de direcciones y llamó. Tenía la mano húmeda.

103

Habitación 202, hospital de Puigcerdà

Pero ¿cómo podía vivir tan empanado? Desde luego, no era normal, aquello no-era-normal. A esas alturas, nueve de cada diez habitantes del valle estaban al tanto del accidente y de quiénes se habían visto implicados. Incluso el diagnóstico de Dana sería ya la comidilla en todas las tiendas. Y él ni siquiera se había enterado. Eso lo decía todo del tipo que tenía a Dana en sus manos. Daba igual quién hubiese mandado el brandy. Ella no había sido, y eso haría que él tuviese que dejarla en paz, como habían pactado.

Pero también podía ser que el sargento la hubiese engañado, que nunca hubiese tenido intención de cumplir con su parte del trato. Al fin y al cabo, cuántas veces ella misma había hecho promesas sin intención de cumplirlas… Además, dejar en paz a Dana quizá no dependiese sólo de él, porque la comisaria parecía de esas que siempre decían la última palabra. Aun así, la pista de la botella les ayudaría a dar con el verdadero asesino de Jaime y, si lo hacían de prisa, Dana quedaría fuera del caso. Lo importante era evitar que la imputasen, porque eso relacionaría su apellido con un asunto penal de por vida. Cuando Kate oyó el ruido, la BlackBerry llevaba un rato vibrando sobre la mesa. La había silenciado para no molestar a Dana y estaba sobre la mesita, lejos de la cama.

Al ver quién era salió al pasillo.

—Sí…

—¿Dónde narices estás? ¡Es mediodía! —La BlackBerry tenía el manos libres conectado y Kate intentó deshabilitarlo mientras oía a Luis—. No te puedes imaginar lo que acaba de pasar. Llego del juzgado y me encuentro con una nota del mismísimo Mendes para que prepare el expediente del caso del hermanísimo porque Marina va a pasar a recogerlo. ¡Marina! Estoy anonadado, apenas puedo respirar. Mira, ahora mismo no me siento los dedos de las manos. Espero que estés ahí por alguna razón de vida o muerte, porque yo no…

—Luis, ¡para!

Luis se calló de golpe.

—Un momento, estoy intentando quitar el manos libres. No pasa nada. Sólo quiero que hagas una cosa: cierra la puerta del despacho y limpia el dossier de cualquier rastro del asunto de Andorra. No puede quedar nada de él. Luego llévale los documentos a Marina. No pasa nada.

Kate miró alrededor. Estaba sola en el pasillo del hospital, pero trató de quitar el manos libres varias veces sin éxito. Al final se impacientó y bajó el volumen.

—Entonces ¿nos quitan el caso? ¿Lo dejamos nosotros? Dime qué pasa porque casi me da un infarto cuando he leído la orden y no creo que me merezca este…

—Luis, ¡basta! Sólo tienes que saber que Marcos llevará el caso hasta que yo vuelva.

—Claro, sólo… Buena manera de ponerme en mi lugar, jefa.

Kate respiró hondo y adoptó un tono más conciliador.

—Estoy en el hospital con Dana. Ayer tuvo un accidente y está completamente sedada. Me quedaré como mínimo esta semana y te iré llamando con lo que haya.

Le imaginó mordiéndose los labios, como siempre que metía la pata.

—Soy un impresentable, ¿no?

—No, sólo estás preocupado por algo que ya no depende de ti. Debí haberte llamado después de acordarlo con Paco, pero, como comprenderás, tuve mucho lío.

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