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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (31 page)

—No te preocupes —le susurró con una sonrisa tranquilizadora cuando estuvieron a solas—, dentro de un rato se habrán ido. Si no saben ni lo que buscan… Mañana me acercaré al juzgado y hablaré con el juez de instrucción para ver si acabo con tanta tontería.

Dana la miró incómoda, como una niña pillada en falta.

—No te enfades. Como no me respondías llamé a Miguel, pero tampoco pude hablar con él. Al final estuve a punto de marcar el número de tu abuelo, ya no sabía qué hacer.

—Pues no haremos nada. Esperaremos a que se vayan igual que han venido —dijo tratando de tranquilizarla—. Son tan inútiles que se aferran a cualquier habladuría. Además, los registros son muy frecuentes —mintió—. En Barcelona no eres nadie si no te han revuelto la casa un par de veces.

Dana sonrió y a Kate se le descongestionó el corazón.

—Estás loca, pero me alegro de que estés aquí.

Kate la hizo pasar a la cocina y se sentaron a la mesa.

Dana se arregló el moño intentando parecer despreocupada y abrió el segundo cajón, el de los trapos. Kate, con el oído atento a las voces del hall, la observó ponerse el delantal preferido de su abuela y le sonrió, consciente de sus esfuerzos por respirar con normalidad.

—Voy a poner agua a hervir. ¿Seguro que no quieres llamar a tu abuelo?

Kate negó con la cabeza y chasqueó la lengua.

—No le necesitamos. Vamos a darle a esto la importancia que tiene, es decir, ninguna. Por cierto, he olvidado comentarle un detalle al sargento, ahora vuelvo.

En cuanto se dio la vuelta, Kate borró la máscara afable de su cara y arqueó los labios.

Encontró a Silva en el salón principal. Estaba sentado ante el escritorio de la viuda estudiando un documento con atención. Tres de los cajones permanecían abiertos, y Kate intuyó que fingía ignorar su presencia. Cogió aire y, con la voz más ofensiva y suave de la que fue capaz, le escupió:

—Si rompéis algo o falta cualquier cosa, os voy a poner una demanda de la que se van a acordar hasta tus nietos. —Y enarcando las cejas añadió—: Date por avisado.

Tres golpecitos en la puerta interrumpieron la respuesta del sargento. Era Desclòs. Mientras salía de la habitación, Kate oyó cómo J. B. le ordenaba con aspereza al caporal que cogiese a los dos hombres que habían venido con ellos y se ocupasen de registrar las cuadras y sacar fotografías de las ruedas de todos los vehículos de la finca.

47

Finca Prats

Cuando Dana empezó a oír voces en la entrada, los agentes llevaban más de una hora en la finca. Kate estaba fuera. Había salido para llamar al fiscal, o algo parecido, y ella seguía en la cocina con todos los aparatos en marcha. Estaba cocinando para una semana, la única forma que se le había ocurrido para permanecer en la casa y conservar la calma, estar ocupada para no obsesionarse con que varios pares de manos extrañas toqueteaban sus cosas mientras varios pares de ojos desconocidos tenían acceso a su intimidad. El golpe de la puerta de la cocina al cerrarse la sobresaltó, y se dio la vuelta dispuesta a increpar a Kate por no ser más cuidadosa.

Pero quien estaba en el umbral con las botas sucias y una mirada de perro apaleado bajo el sombrero vaquero era Chico Masó. El instante de silencio se prolongó y Dana dibujó una sonrisa silenciosa con el pecho contenido. Ahogó un sollozo mientras encogía un hombro, como si en realidad no le importase nada de lo que estaba sucediendo. Él le devolvió una mueca y avanzó un paso hacia ella. Su lenguaje corporal era evidente y Dana leyó su oferta. Pero no era un abrazo lo que necesitaba, ni más frentes abiertos de los que ya tenía. Los avisos por carta del banco hacía demasiado que se amontonaban en el primer cajón; y el miedo, que la atenazaba con cada nueva llamada, se le hacía muy difícil de soportar. Además, la casa se había llenado de policías que estaban hurgándolo todo, violando su intimidad y la de sus antepasados, y únicamente por las habladurías de la gente. Temía que encontrasen las cartas y que alguno se fuese de la lengua. Entonces todos empezarían a hablar de los problemas de la finca, y si eso llegaba a oídos de los granadinos ya podía despedirse de la oferta, porque seguro que la rebajarían. Tenía mucho en lo que pensar. Intentando que su voz sonara firme, le pidió a Chico que no se preocupase, que Kate la ayudaría con el caso Bernat… Y se guardó para sí el problema para el que no era capaz de encontrar solución. Le sonrió y se dio la vuelta en el taburete para seguir batiendo la mezcla del bol. Cuando oyó la puerta a su espalda, cerró los ojos y las lágrimas brotaron sin control.

Deseaba dormir o desaparecer. Por favor, estoy tan cansada, susurró pensando en su abuela. Cogió aire e intentó calmarse. Las voces del salón llegaban a través de la puerta de la cocina. Al abrir los ojos se dio cuenta de que estaba llorando sobre la crema de calabaza y se secó las mejillas con la manga.

Ahora ya no podía hacer nada para evitar que lo encontrasen todo y descubriesen su secreto. Sólo esperaba que no diesen con la caja donde guardaba las escrituras y el contrato de la finca. Suspiró pensando en lo largo que se le estaba haciendo el día y en el sabor rancio y pastoso que no podía expulsar de su boca desde que había visto a los cuatro policías esperándola. Y aunque apenas habían pasado unas horas, la mudanza en casa de Tato le parecía ahora algo de otro siglo.

Miguel la había acompañado a casa en silencio, aún molesto por su negativa a la oferta de la semana anterior. Pero ella sabía que no podía aceptar algo así sin hablar con Kate, porque no se lo perdonaría. Y que si le contaba la situación, tendría que oír sus críticas y aceptar su ayuda. Cosa que tampoco quería. Estaba decidida a no ser una carga para nadie, y menos aún para ella. Además, Miguel era muy impulsivo y seguro que había hecho la oferta sin pensarlo dos veces. Dana era consciente de eso. Sospechaba que en realidad él no contaba con el dinero que le había ofrecido y tampoco iba a permitir que hiciese algo de lo que pudiese arrepentirse. Porque eso las convertiría a ella y a la finca en un lastre injusto para él. Había accedido a pensarlo para no herir su orgullo con un rechazo inmediato, pero sólo había una respuesta posible a su oferta. Desde entonces únicamente habían hablado cuando la llamó a raíz de la fiesta del ex comisario, cuando ella le devolvió la llamada para anular el encuentro y apenas durante la mudanza. Pero era fácil ver que él se mostraba distante, e incluso había notado varias veces que la evitaba. También en la mesa, cuando le había confirmado la decisión de la venta de los sementales al ex comisario, Miguel había permanecido mudo. Pero luego había querido acompañarla a la finca. Entonces Dana pensó que sería un buen momento para hablar y durante el trayecto intentó reunir valor para confesarle que había pensado en esa solución, pero que no podía aceptar. Sin embargo, al final no se había decidido a hacerlo. De modo que ahora temía que cada nuevo encuentro los pusiese a ambos en una situación demasiado tensa. Aunque, conociéndolo, esperaba que pronto apareciese en su vida otro proyecto que le sedujese lo suficiente como para olvidarse de ella.

Dana se apoyó en el taburete alto y dejó el bol y el batidor sobre la mesa con un cansancio tremendo en los hombros. Y los dejó caer.

Añoraba los brazos firmes de la abuela alrededor de su cintura, sus ojos claros y tranquilizadores. Cerró los suyos y aspiró buscando el aroma suave de lavanda que la hacía sentir tan segura. Pero la calabaza y las especias invadían la atmósfera de la cocina y anulaban el olor. De repente, tuvo frío. Eso era una señal: tal vez la abuela había decidido intervenir y rescatarla para que pudiese descansar de una maldita vez. Pero al abrir los ojos lo primero que vio fue la pequeña ventana de la despensa abierta y decenas de gruesas gotas de lluvia entrando en la casa con el vendaval. Se levantó para cerrarla. Su vida barrida por un tsunami. ¿Acaso no era eso lo que estaba ocurriendo?

Y un inesperado escalofrío le recordó lo mucho que estaba a punto de perder.

48

Finca Prats

Tras varias llamadas a Luis y una extraña negociación con el fiscal, Kate entró en la cocina con las manos heladas y la batería de la BlackBerry agotada. Mientras la policía husmeara por la finca, el porche cubierto de la casona era el único lugar en el que se podía hablar en privado. Pero ahora tenía los pies y las manos helados y una sensación de humedad fría en la espalda que le hizo desear un buen baño. En la cocina no había ni rastro de Dana y el horno humeaba por entre las rendijas de seguridad. Abrió la puerta con un trapo y salió un humo blanquecino que la hizo retroceder. Dejó la puerta abierta y apagó el horno. A su alrededor, el resto de los aparejos parecían funcionar con normalidad. Dana debía de estar en el lavabo. Oyó un ruido y miró el reloj. La policía llevaba casi dos horas en la casa. Además de estúpidos, eran lentos e incompetentes. Respiró hondo y se dejó caer en uno de los taburetes altos. Había tardado más de lo previsto en pactar con el fiscal el aplazamiento y darle a Luis una serie de directrices para que preparara el nuevo documento. Estaba agotada por la tensión y sólo esperaba que el juez aceptase su acuerdo con Bassols. Arqueó la espalda y juntó los omóplatos cuanto pudo, deseando que esta vez fuese todo bien.

Reparó en los cacharros de cocina esparcidos con restos de masa y en la crema del bol. Había dejado sola a Dana demasiado tiempo. Empezó a recoger los trastos y a meterlos en el lavaplatos. De repente, lo cerró y soltó en el fregadero lo que tenía en la mano. Se respiraba un silencio extraño. Si los policías habían acabado, iría a comprobar que todo estuviera en orden. Cogió un trapo y, mientras se secaba las manos, oyó a Dana; su tono de voz la hizo apresurarse.

Al entrar en el estudio la vio sentada de espaldas, erguida en una posición forzada e incómoda. Dana hablaba con el sargento mientras él escribía en algo parecido a un formulario, como si la ignorase por completo.

—… Hace años que mi abuela tomaba esos medicamentos. Yo ni siquiera he tocado sus cosas.

—Oiga, sé que está pasando por un mal momento —afirmó el sargento descansando una mano en el cajón donde Dana guardaba los extractos bancarios—, pero la verdad es que…

—¿Qué ocurre? —le interrumpió Kate acercándose con insolencia a la mesa.

El sargento hizo una pausa y continuó dirigiéndose a Dana:

—Como le decía, Jaime Bernat falleció de un paro cardíaco provocado por un envenenamiento de digoxina. —Y, cogiendo el frasco que tenía sobre la mesa precintado en una bolsa de plástico, añadió—: Esto es lo que mató a Bernat.

Dana miró a Kate en busca de ayuda, pero la abogada no podía apartar los ojos del sargento y del frasco marrón con el dosificador beige que acababa de dejar de nuevo sobre la mesa.

—Es una broma —afirmó Kate. Y se agachó buscando la atención de Silva—. No puedes estar hablando en serio.

J. B. levantó la vista y Kate le sostuvo una mirada encendida. Al instante, él volvió a escribir en el impreso. Y ella cambió de tono.

—Encontrar un medicamento en una casa no tiene ninguna importancia. Lo sabes tan bien como yo. Probablemente ni siquiera tendrá sus huellas, así que todo esto no es más que una pantomima.

Él siguió escribiendo.

Le daban ganas de partirle algo en la cabeza. Y volvió a la carga en seguida, esta vez con desesperada irritación.

—Vamos a ver, ésos son los medicamentos de la señora Prats. No me puedo creer que estés pensando en serio que Dana tuvo algo que ver con la muerte de ese cretino. Cómo se supone que iba a hacerlo, ¿eh? Ah, sí, ya la veo yendo de noche a su casa, donde también vive el «pequeñín» de Santi, para taparle la nariz a Jaime y meterle por la boca un chorro de la sustancia esa —ironizó.

J. B. la miró en silencio y Kate comprendió que el enemigo había percibido algo que ella jamás se permitía en los juzgados. Debía serenarse, había sido un error ponerse así. Se irguió y entonces vio en sus ojos que no iba a conseguir nada.

—No voy a entrar al trapo —respondió él sin apenas mirarla. Se puso de pie y dobló los impresos—: Por el momento hemos terminado. Nos vamos.

J. B. metió los formularios en un portafolios amarillo con el logo de la policía y apretó el botón del bolígrafo para cerrarlo. El clic sonó fuerte y claro. Luego se lo metió en el bolsillo del pantalón y miró a la veterinaria.

—Ya hablaremos.

La conocida melodía de
El padrino
interrumpió el silencio. J. B. buscó incómodo en el bolsillo de su chaqueta y descolgó el móvil. Kate pensó en la ironía de esas notas mientras le sonreía fugazmente a Dana para tranquilizarla. La veterinaria ni siquiera parpadeó. Estaba tan tensa que no era capaz de mover un músculo. Notaba el sabor a bilis del miedo bajo la lengua y la boca caliente. No entendía la actitud de Kate. Si acababan de encontrar en su casa lo que había matado a Bernat, era evidente que la culparían a ella.

La conversación empezó con un «Silva» pronunciado con dureza, siguió con varios asentimientos de cabeza y finalizó con un «OK». Ninguna de las dos supo qué era lo que miraba el sargento cuando, al colgar, dirigió su atención hacia un rincón al fondo de la sala. Kate siguió su mirada. Allí sólo había una butaca de piel, la lámpara de pie y la mesita redonda con las botellas de licor del abuelo de Dana.

Cuando se marcharon, Dana permaneció en silencio, aturdida por lo que acababa de ocurrir. Mientras tanto, Kate se había acercado al ventanal y observaba en silencio cómo los dos coches de policía y el del secretario del juzgado salían en fila de la finca. Su lento avance por el camino empedrado le recordó a una comitiva fúnebre.

La absurda facilidad con la que los acontecimientos podían torcerse la dejaba sin aliento. Era la misma sensación que había tenido tantas veces de pequeña, cuando sus hermanos se sacaban un as de la manga y le ganaban la partida, casi siempre con trampas, y el abuelo les daba la razón. La digoxina en el botiquín de la viuda era el hecho inesperado que convertía la muerte de Jaime Bernat en un verdadero problema para Dana. Deseó borrar los últimos días casi con la misma intensidad con la que había querido tantas veces borrar de la memoria popular ciertos hechos. Pero sabía por experiencia que esos deseos no se cumplían. Ahora sólo podía hacer una cosa: tratar de sacar a Dana de aquel entuerto que se complicaba con cada movimiento del maldito sargento.

Y lo primero que necesitaba para conseguirlo era meter más actores en la escena para que el foco se apartase de Dana. Algo que, teniendo en cuenta la trayectoria de Jaime, no le costaría demasiado. Había dicho digoxina. Bien, ya sabía cómo podía conseguir una lista de las personas prescritas de ese medicamento en el valle. Luego habría que rezar para que alguno de ellos hubiese mantenido trifulcas con Bernat. Kate se sintió satisfecha hasta que oyó el susurro de Dana.

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