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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (33 page)

Cuando oyó de nuevo su voz, supo que no le dejaría comer en paz.

—Mira, ella es como… una hermana, y te digo que no mataría ni una mosca. No vas a dejar que manipulen el caso, ¿verdad?

J. B. se encogió de hombros, pero de inmediato pensó en la verdadera hermana de Miguel y en que de ésa sí que no se fiaba ni un pelo. Recordó su encontronazo en la finca, al empezar el registro, y que Desclòs la había oído amenazarle. Suerte que el caporal era un imbécil y que no le importaba nada lo que pensase. Pero si lo hubiese ninguneado delante de los otros agentes, o del secretario, la hubiese tenido que poner en su sitio. Aunque esta vez no iba de punto en blanco como las otras veces que la había visto y llevaba el pelo recogido —lo que la hacía parecer menos peligrosa—, la letrada imponía lo suyo. Y eso que, por un momento, cuando había sabido lo de la digoxina, la había visto atraparse… Aun así, no iba a ser fácil llevar el caso con ella enfrente. J. B. echó otro trago de la botella antes de responder a Miguel.

—Mira, tío, lo único que sé es que la investigación está en marcha, que no tenemos nada concluyente y que lo mejor será que dejes de preocuparte antes de tiempo.

Mientras hablaba, había notado un pellizco en la espalda y se volvió, sorprendido.

Tania le miraba. Aún tenía la mano en la cintura de sus vaqueros y en cuanto le sonrió se le echó encima para estamparle dos besos, como la última vez. Y, como entonces, le sorprendieron la turgencia de sus pechos y el ímpetu del contacto. Acababa de alegrarle el día, la noche y el cuerpo. Además…, era ella. Estaba cantado. J. B. amplió su sonrisa y le presentó a Miguel. Cuando Tania saludó a su amigo lo hizo con la misma energía. Miguel enarcó las cejas y J. B. soltó una carcajada. Ella era justo lo que andaba buscando.

Tania llevaba unos vaqueros negros ajustados y una camisa del mismo color que con cada movimiento dejaba a la vista el
piercing
del ombligo y un canalillo soberbio en el que daban ganas de meter la nariz y morder. Ninguno dio un paso por moverse de allí, así que se quedaron los tres charlando en la barra.

Era la primera vez que Tania entraba en el Insbrük porque había oído que era un bar de moteros y carcas. Miguel la miró muy serio intentando contener la sonrisa y le confesó que él llevaba quince años yendo un par de veces por semana y que jamás había visto a ningún carca por allí. Mientras hablaban, ella había vuelto a poner la mano en la cintura de J. B. y le pellizcaba la piel con suavidad a través de la camiseta. Silva bebió otro trago de la Moritz. Esa mano cálida le hacía sentir bien. De hecho, prácticamente se había olvidado del bocadillo. Repasó a la chica de arriba abajo intentando no detenerse en la zona de los pechos. Pero le costó, y empezó a tener prisa por salir de allí. No era de extrañar que las mesas en las que había sólo tíos no le quitasen el ojo de encima. Los vaqueros se le ajustaban como un guante y cada poco se cambiaba la melena mechada de posición con un movimiento que hechizaba. Entonces notó que se echaba un poco hacia adelante y cogía el botellín. Tania le preguntó si era suyo justo antes de beber de la botella, pero ni siquiera esperó la respuesta. Los dos la observaron mientras bebía, luego se miraron y J. B. le guiñó un ojo a Miguel. No tenía la sensualidad de Gloria, pero el par de tetas lo compensaba todo, así que decidió que las señales eran lo bastante claras como para no andarse con rodeos.

Sacó uno de veinte y se lo mostró al camarero. Mientras esperaba el cambio pensó que le ofrecería acompañarla a casa, y en eso estaba cuando detrás de Miguel apareció Gloria y dejó su casco en la barra. Al instante, el sargento vio cómo sus ojos se clavaban en el gesto cómplice y posesivo de la mano de Tania, y luego la forense le echó un repaso a la perfumera que le dejó descolocado. Las presentó y Gloria avanzó unos pasos para darle dos besos. J. B. contemplaba el saludo imaginándose si podría con las dos cuando Tania volvió a pellizcarle y, dirigiéndose muy seria a Miguel, le preguntó si el sargento era de fiar. J. B. le lanzó una mirada de advertencia y Miguel se apoyó la mano teatralmente sobre el pecho antes de asentir.

50

Carretera de Mosoll

La moto sonaba de muerte. J. B. sabía que por la recta de Puigcerdà no había patrullas a esa hora y soltó la muñeca. Se sentía bien. El jugueteo había sido escaso, a Tania también le iba el tiro rápido y mortal y, la verdad, algo así se agradecía tras varias semanas en blanco. Después le costó mirarla, no supo qué decirle y se hizo el dormido mientras se sentía observado en silencio. Luego la oyó usar el agua en el lavabo con la puerta abierta. Imaginó otro rápido en la ducha, pero no sintió que aquello fuese a prosperar. Un día demasiado largo… Al tirar de la sábana para cubrirse le llegó una bocanada de aire fresco; el olor de un suavizante mezclado con el aroma de Rochas y el del sexo. Abrió las piernas y disfrutó de la soledad de la cama vacía y del abrigo de la sábana. Durante algunos segundos tuvo la mente en blanco e incluso le pareció que abandonaba la conciencia en algún momento.

Se alegraba de que ambos hubiesen tenido la misma prisa y de que el sexo hubiese funcionado como un motor bien ajustado. Saldría otras tres o cuatro veces más con ella. Luego, puerta. Pero no quería pensar en eso. En un valle tan pequeño puede que tuviese que reajustar la regla número uno. Las tripas le recordaron el bocadillo del Insbrük y lamentó haberlo dejado. De repente se acordó del momento en que había visto juntas a Tania y a Gloria, y se preguntó qué pasaría con esa regla en caso de trío. Recordó la conversación con Tania a la salida del Insbrük, cuando ella le había preguntado de qué conocía a la bollera y él no había entendido a quién se refería. A la que acabas de presentarme, había respondido dejándolo perplejo mientras se colocaba el casco con soltura y montaba tras él en la moto. Al sentirla pegada a la espalda se había olvidado por completo de la forense. Y ahora no quería pensar en ello.

En fin, dentro de un par de horas amanecería. Sólo le quedaban otras tantas para volver al trabajo. Repasó lo que estaba pendiente: el informe del registro de la finca Prats para la comisaria y hacer algunas averiguaciones. Recordó la pizarra y soltó un ¡joder! Se le había olvidado por completo pedirle a Miguel el número del ex comisario.

Minutos después, bajo el casco, una sonrisa ladeada se dibujaba en sus labios al doblar en la curva del desvío a Mosoll. Los atributos de Tania eran casi un milagro en aquel valle tan sobrio. Era evidente que había dado con una perla y pensaba disfrutarlo. Se sentía afortunado, y la envidia en los ojos de Miguel cuando se habían despedido en el Insbrük ayudaba. Redujo para entrar en el camino de tierra y recordó la forma en que Gloria había mirado a la joven. Una vez más desechó la idea mientras evocaba el instante en el que la había visto beber de la botella por primera vez. La sensualidad de los movimientos de la pequeña forense no sugería nada de eso. Luego se forzó a olvidarlo.

Al llegar a casa abrió la puerta del edificio con el mando a distancia y paró la moto. Algo se movió entre los arbustos en la oscuridad. J. B. se detuvo y escuchó atento. Cuando le había mostrado a Miguel el granero que alquilaba para vivir le había oído comentar que Mosoll era zona de zorros. Puede que fuese uno buscando algo de comer. O tal vez eran imaginaciones suyas. Bajó de la moto, la llevó adentro y aseguró bien la puerta.

El edificio que había alquilado por un año era un antiguo granero de veinte metros de altura. Una construcción cúbica de unos trescientos metros cuadrados con grandes ventanales sólo en la parte alta, donde habían construido el altillo en el que estaba la vivienda. La nave era un espacio diáfano. En la parte baja, J. B. había montado el taller con las herramientas y las motos que había traído del local que tenía alquilado en los bajos del edificio de su madre. A la derecha del almacén habían fijado a la pared una estructura metálica formada por dos vigas largas de hierro que unían la planta baja con el altillo y a las que les habían engarzado unas placas que hacían las veces de escalones. Arriba tampoco había ningún tipo de barrera protectora, era todo simple, diáfano y sin artificios, todo metal y madera. El altillo tampoco contenía separaciones. La sala, la cocina y la habitación estaban a la vista y a través del ventanal se podía contemplar toda la parte sureste del valle, la más sombría. Lo único que habían levantado era una mampara de cristales cuadrados de veinte por veinte tras la que se encontraba un pequeño aseo con lo imprescindible y una ventana pequeña para ventilar. Lo bueno era que acababan de construirlo y el altillo estaba por estrenar. Lo malo, que J. B. pasaba poco tiempo allí y el edificio siempre rozaba los cero grados. Solamente conseguía calentarlo los fines de semana. Miró el termostato. Aparentemente estaba todo en orden, pero hacía un frío polar. Lo puso al máximo y subió los escalones de tres en tres para entrar en calor. Necesitaba una ducha caliente y echarse un par de horas.

Cuando se tumbó en la cama conectó el móvil al cargador y retrasó la alarma. Había recibido el segundo aviso de Correos para ir a recoger las piezas de la OSSA. Eso, y la sensación de calma que seguía a un buen polvo, le habían dejado en la gloria. Deseó que el día le deparase una buena noticia, algo real con lo que avanzar en el caso. Por el momento, como le había dicho a Miguel, todo era demasiado circunstancial. El pobre tenía un problema. Cerró los ojos y respiró hondo.

Pero empezaba a amanecer y entraba la primera luz por la pared acristalada del altillo. El albor del día dibujaba el perfil nevado de la Tossa, erigida como un gigante en el cielo del valle. J. B. dobló el brazo y apoyó la cabeza en la palma de la mano para contemplar el amanecer. Se cubrió con el edredón hasta el cuello y dejó caer los párpados. Pero el viaje desde Puigcerdà y la ducha le habían desvelado. Intentó no pensar en el caso, pero no pudo. También estaba pendiente investigar en Internet sobre la digoxina, pero le pesaba demasiado el cuerpo para conectar el portátil. Respiró hondo con los ojos cerrados. Las imágenes del Insbrük empezaron a mezclarse con las del piso de Tania. También precisaba encontrar el momento para bajar a ver a su madre. Pero primero necesitaba dormir. Miró el móvil. Le quedaban un par de horas hasta que la alarma le pusiese en pie, y decidió que no completaría la tabla de ejercicios de cada mañana. Cuando ya empezaba a perder la conciencia recordó el frasco de digoxina de la finca Prats, y la hermana de Miguel, con su coleta y la mirada desafiante, se coló en sus pensamientos y le hizo fruncir el ceño. Ya en duermevela, se sintió inseguro, expuesto. Buscaba a alguien que estuviese de su parte, alguien que creyese en su valía, pero estaban solos. Con una vulnerabilidad casi dolorosa, entró en un sueño inquieto y superficial en el que se le iba encogiendo el estómago mientras ella le gritaba algo, cada vez más irritada, algo que él era incapaz de oír. Entonces vio cómo Desclòs se acercaba y ella le sonreía. Intuyó que eran aliados y que ocultaban las pruebas que él necesitaba para resolver el caso. Así no podría encontrar al culpable. Tenía la boca seca y un nudo en la garganta. ¿Qué haría cuando todos le tomasen por un incompetente incapaz de dar con el asesino? La comisaria cursaría su traslado inmediato. Entonces, una voz de mujer le susurró que Bernat no estaba muerto, que le habían tendido una trampa y que en la escena sólo habían encontrado una carcasa de su cuerpo. Oyó la voz de su madre advirtiéndole que no se fiase de ella, que quería quitárselo y dejarla sola en aquella casa desconocida. Cuando sonó la alarma, J. B. se despertó tiritando sobre el colchón. La casa seguía como un témpano, y él, mentalmente exhausto y con el corazón encogido. ¡Joder!

51

Finca Prats

El día después de la mudanza la alarma de la BlackBerry sonó a las siete, y Kate soltó un gemido al intentar extender el brazo para retrasarla diez minutos. Se movió un poco y maldijo los cristales de la rectoría de Tato. Por culpa de la mudanza tenía la espalda destrozada. Como de costumbre, los encuentros con los suyos siempre le provocaban algún tipo de secuela. Mantuvo los ojos cerrados intentando disfrutar de los diez minutos de pereza, pero en su mente ya había empezado a dar vueltas a lo que debía resolver durante el día. Recuperó el móvil y echó un vistazo a los correos.

Luis le respondía con un OK al escrito que le había enviado después de acordar la fecha para el aplazamiento con Bassols. En él, le instaba a redactar una nueva petición, y esta vez quería revisarla personalmente antes de que el documento llegase al juzgado. En cuanto le diese su conformidad, él debería ocuparse de remitirle la copia al fiscal. En su réplica, Luis le mencionaba que el despacho ya estaba listo y que se sabía que el jefe llegaba el viernes, pero por la tarde. Kate, tumbada en la cama, asintió. Era jueves, lo que le daba un día y medio más para resolver el lío de Dana. Puede que incluso fuese suficiente para poder bajar a Barcelona el viernes al mediodía y regresar el sábado por la noche para la fiesta del domingo. Eso la hizo caer en la cuenta de que la chica de La Múrgula no la había llamado. No quería errores, necesitaba comprobar que no había dudas sobre la lista y escribió un recordatorio en la BlackBerry para llamar a las diez y confirmar que todo estaba correcto. El día empezaba bien. Seguro que Dana vería en eso una señal.

Le costó un mundo de gemidos incorporarse y llegar hasta el baño.

Le dolía la parte alta de la espalda y los brazos, como si hubiese estado levantando piedras durante horas. Se mantuvo apartada del chorro hasta que el agua salió a su gusto. Entonces dio un paso adelante, se metió bajo la ducha y dejó resbalar el agua, que estaba muy caliente, por los hombros y por toda la espalda. Bajo ese confort, su cabeza se puso de nuevo en marcha.

Paco le había dicho que la esperaba en el despacho el viernes, así que le quedaba un día y medio por delante para averiguar quiénes tenían acceso a la digoxina y acercarse al juzgado. Muy justo, pero no imposible.

Cuando cerró el agua oyó sonar la alarma de los diez-minutos-más. Por suerte, a esa hora Dana ya estaba abajo, así que si llevaba tiempo sonando por lo menos no habría molestado a nadie. Empezó con el ritual diario de la crema hidratante, pero a pesar del masaje de agua caliente sus músculos estaban tan doloridos que fue incapaz de seguir. Al secarse se dio cuenta de que, por primera vez en semanas, no tenía picores. Observó la piel de sus brazos. Los hombros seguían doloridos pero el eccema parecía menos marcado y de un color más claro. Para Dana, eso sería una señal de que su lugar estaba en el valle. De acuerdo, no se pondría la crema, pero se repasaría el pelo con el secador aunque tuviese que sujetarlo con los dientes.

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