En la comisaría ya no hacía tanto calor, pero la atmósfera seguía cargada. J. B. abrió la ventana para respirar el aire fresco, se llenó los pulmones y exhaló. Al nordeste, la cima del Puigmal aparecía cubierta de nieve mientras el resto del valle seguía siendo una paleta de verdes mortecinos salpicada al azar por algún cerezo silvestre de hojas intensamente coloradas. La madrugada había dejado un valioso regalo para el primer fin de semana de la temporada de esquí. Y en el aparcamiento, bajo la cálida mirada del sol, alternaban pequeños charcos brillantes, solidificados como el cristal, con puzles quebrados de hielo en las zonas donde los vehículos habían circulado. J. B. cerró la ventana. Por las mañanas no le costaba arrancar, pero ese día todo estaba teñido de fracaso. Además, cuando pensaba en la moto se sentía solo y se veía incapaz de afrontar el caso y, también, el asunto de su madre. Echaba de menos a alguien con quien compartir ideas, alguien de suficiente confianza como para soltar las barbaridades que se le ocurriesen hasta dar con algo bueno. Sabía que a quien echaba en falta era a Jamal, y todas las cosas que ya no volverían a compartir.
Cuando notó que empezaba a ablandarse marcó el número de la farmacéutica, que se ofreció a recibirle en su despacho a mediodía. J. B. intentó adelantar el encuentro, pues temía que Magda apareciese en cualquier momento, empezase el interrogatorio y él no tuviese nada nuevo que contarle. Pero la farmacéutica necesitaba un par de horas antes de quedar libre para atenderle. Colgó bastante hundido, y valoraba la posibilidad de levantarse e ir a por el tercer café cuando Desclòs abrió con ímpetu la puerta del despacho, de nuevo sin llamar. Esa vez J. B. ni siquiera se inmutó. El cansancio le volvía lento.
Pero la calma le duró bien poco. En cuanto el caporal empezó a hablar, J. B. comprendió que acababa de hacerle el puente con la comisaria. De repente, el sabor agrio y familiar del momento en el que llegaba al cabreo máximo se le concentró bajo la lengua como un volcán. Antes de saltar pensó en las consecuencias, en las delgadas paredes de aluminio de la comisaría, en el despacho de su jefa —que estaba al otro lado de la recepción— y, sobre todo, en el problema que se ahorraría si le gritaba en lugar de hacer lo que el cuerpo le estaba pidiendo; correrle a hostias. Así que apretó los puños bajo la mesa y clavó sus ojos incendiados en los del caporal.
Desclòs, ajeno al veneno de su mirada, seguía comentando la noticia y las órdenes de la comisaria completamente inconsciente de su indisciplina y de la cólera que acababa de desatar en su jefe directo en la investigación.
Según sus palabras, a primera hora se había recibido en comisaría un correo con el informe del laboratorio, que daba como coincidentes las huellas del quad de la veterinaria con las del dibujo hallado en el cuerpo de Jaime Bernat. Desclòs le había transmitido la noticia a la comisaria nada más recibirla y Magda había ordenado que interrogasen a Dana Prats en la comisaría. J. B. sacó conclusiones rápidas. No había una razón de peso suficiente para detenerla e interrogarla en las dependencias hasta que el laboratorio analizase las ruedas del quad y encontrasen restos. Sin eso, llevarla a comisaría era completamente innecesario. Por tanto, sólo las prisas de Magda justificaban una acción tan precipitada.
J. B. estudió un instante al caporal. Desclòs seguía en la puerta del despacho con las llaves del coche patrulla en la mano y un papel doblado en la otra. Su excitación e impaciencia eran tan evidentes como los esfuerzos de contención por no echar a correr. J. B. continuaba sentado con los puños cerrados, ahora sobre la mesa. Los miró e imaginó el instante del impacto contra la mandíbula del caporal, imaginó el crujido y la caída en cámara lenta hasta golpear el suelo del despacho. Luego, respiró hondo.
Sabía que ir a la finca y llevarse a la veterinaria a comisaría en el coche patrulla destrozaría por completo su reputación en el valle, aunque luego no fuese declarada culpable. Por otra parte, era él quien estaba al mando, de modo que si surgían problemas se las cargaría el menda y Desclòs, en su función de adjunto, quedaría al margen de cualquier acción legal, igual que «la doña».
En cuanto a la veterinaria, él ya no podía hacer nada, salvo asegurarse de que todo se llevase a cabo con la más absoluta discreción. De todos modos, las dudas sobre la culpabilidad de Dana seguían ahí, como una neblina baja y persistente, en su subconsciente. Hasta que fuese capaz de encontrar algo concreto y definitivo que la implicase, J. B. intuía que el interrogatorio en comisaría era un mal paso.
Pero ya no había forma de pararlo. Lo sabía, y también que no quería ir a por ella con Desclòs. Por lo menos podría ahorrarle sus más que probables comentarios desafortunados… Así que ordenó al caporal que se ocupase de cursar la petición al juzgado para requisar su quad. Desclòs sonrió satisfecho y desdobló el impreso que llevaba en la mano, antes de dejarlo sobre la mesa. La comisaria había hablado con el juez y la conformidad del juzgado acababa de llegar por e-mail.
Juzgados, Puigcerdà
Kate se dirigió al juzgado de Puigcerdà con la intención de llegar al bufete sobre las cuatro. Después de confeccionar los listados que tenía en la mente, entregaría los resultados de sus pesquisas al sargento y luego se iría. Ya llevaba la bolsa en el coche, así que ni siquiera tendría que pasar por la finca. Al despedirse, le había dicho a Dana que no bajaría a Barcelona hasta haber hablado con el sargento. Pero la conocía bien y sabía que esta vez no la había tranquilizado lo más mínimo. Además, ahora Dana desconfiaba de ella; y, aunque a Kate no le parecía justo, debía reconocer que tal vez tuviese algo de razón cuando la acusaba de tener la mente en otro sitio.
Pero llevaba ya toda la semana lejos del bufete y empezaba a experimentar esa sensación de falta de control que tanto le costaba sobrellevar. Además, el tono que había empleado Paco al mencionar que esperaba verla allí el viernes no invitaba a desobedecer. Y, por qué negarlo, también le apetecía pasar un tiempo en su nuevo despacho. Quería estar un rato en la octava, dejarse ver y ponerlo todo en orden antes de empezar el lunes a todo gas.
Aparcó el coche en batería en la zona azul, delante de los juzgados, y puso todas las monedas que el parquímetro le permitió.
Llevaba el traje y la camisa estampada del día del entierro, lo más apropiado que había subido para presentarse en un juzgado y también para la lección que pensaba darle al sargento. Eso la hizo pensar en cómo contactaría con él para entregarle la documentación. Desde luego, no era conveniente que la viesen en comisaría y tampoco tenía su móvil. Sacó la BlackBerry y le escribió un
whatsapp
a Miguel para pedirle el teléfono del sargento Silva. Al redactarlo se preguntó qué significarían la J. y la B. Decidió cambiar el texto y plantear la pregunta de otro modo para que la respuesta tuviese que incluir el nombre completo del sargento.
Kate no conocía a nadie en el juzgado de Puigcerdà. Pero, en cualquiera que hubiese visitado, el ujier siempre lo sabía todo. Así que le dedicó su mejor sonrisa al hombre de uniforme. Fue él quien le comentó que el titular estaba de baja y que el sustituto llevaba pocos días en el valle. El nuevo es de los que se han tragado el manual de las ordenanzas y por eso anda tan tieso y le cuesta tanto saludar, había añadido. Además, con esa rigidez, el ujier le auguraba poco tiempo en el valle. Kate le sonrió. Recordaba vagamente al tipo enjuto del traje bajo la chaqueta que se había personado en la finca con la policía, para el registro. Y también el Fiat blanco saliendo en comitiva tras los coches patrulla. Esperaba que vestida así no la reconociese y se irguió, preparada para abordar a un ratón de biblioteca.
Y, efectivamente, el ujier tenía razón. Cuando habló con el secretario para pedirle que le dejase consultar la lista de peticiones que habían cursado la policía y el fiscal, él se mostró inflexible. Todo cuanto hizo o dijo Kate fue inútil al principio. Era un recién licenciado en la Facultad de Derecho de Lérida con aspecto de chico del coro y gafas de concha redondas. Kate pensó que sólo le faltaban los manguitos blancos para retroceder un siglo. Fue tan estricto como le permitía la ley y Kate tuvo que improvisar otros recursos para que su plan no pereciese antes de empezar. Al final, casi a las dos, salía del juzgado con el objetivo cumplido. Tras cotejar la lista de usuarios de digoxina con la de los que mantenían —o habían mantenido— trifulcas legales serias con Jaime Bernat, sólo había once nombres coincidentes. Suficiente para empezar, pensó. Buscó en el bolso las llaves del coche y vio que la pequeña luz roja de la BlackBerry parpadeaba. Quince llamadas perdidas de Dana y un SMS. Lo leyó y, una vez más, la imagen del sargento sulfuró su ánimo. Buscó las llaves del coche dentro del bolso y tiró de ellas. Antes de sacarlas ya había pulsado a tientas varias veces el botón para abrir las puertas. Ése no tenía ni idea de con quién se la estaba jugando.
Finca Bernat
Santi salió del cobertizo y se secó las manos en los pantalones. Acababa de orinar y se había mojado un poco. Los polis eran gente extraña, pensó. ¿A qué cuento venía hacerle dos veces la misma pregunta? Además, ¿cómo cojones iba a saber él quién les había mandado el brandy? Sabía que en el cobertizo del quad había una caja, y tal vez era la que buscaban, pero no tenía ganas ni necesidad de meterse entre los trastos viejos a buscar algo por lo que no iban a darle nada. Se dirigió a la casa y entró para coger el móvil del bolsillo de la chaqueta. Estaba colgada en el perchero carcomido de la entrada y le costó extraer el aparato sin que todo se tambalease. Entonces buscó el número y apretó el botón verde.
Cuando oyó el mensaje del contestador soltó un improperio. Colgó y pulsó rellamada. Su padre nunca precisaba llamar dos veces, así que o se enteraban de quién era el nuevo jefe, o cambiaría de gestoría.
Se le ocurrió que debía dejarles claro que tuviesen cuidado de no irse de la lengua con el asunto de la tía. La propiedad de la parte de los Bernat de Santa Eugènia no le incumbía a nadie, sobre todo cuando estaba tan cerca de conseguir la finca de la veterinaria. Eso le hizo recordar el testamento. Le habían dicho unos días, pero ya hacía cinco del entierro y nadie le había llamado. Esperaba por su bien que no intentasen jugársela, o se iban a enterar. Porque él no era como su padre, que todo lo arreglaba entre bambalinas. Él no. Él iba de frente; los llevaría a un descampado y sacaría la escopeta para ponerlos en su sitio. La voz cansina del gestor repitió el mensaje y Santi colgó de nuevo. Le costó no lanzar el móvil contra la pared, como había hecho tantas veces cuando el viejo le agotaba la paciencia. De hecho, tal vez había llegado el momento de comprarse uno de esos táctiles tan modernos. Por lo menos ahora nadie le tocaría las pelotas diciéndole en qué se suponía que podía gastarse el dinero. Además, en la partida del martes debía demostrar que ahora era el amo y últimamente todos iban con esos iPhones. Estudió la pantalla con atención y sus ojos fueron directos a la grieta que partía en dos los ceros detrás del trece. De todas maneras necesitaba cambiar el móvil. Era la una de la tarde, así que era inútil volver a intentarlo porque seguro que estaban comiendo. Pensar en la comida le recordó su visita al supermercado del día anterior. Los cambios habían empezado ya.
Fue al sótano y abrió el congelador grande. Apiladas en columnas, las cajas de pizzas y de burritos mexicanos que había comprado empezaban a adherirse unas a otras por la humedad del cartón. Separó un par de cajas, dejó caer la puerta y se aseguró de que quedase bien cerrada. De la nevera pequeña cogió un paquete de cerveza negra y contempló satisfecho la nueva composición de la despensa.
Todos los botes de lentejas de su padre y las verduras estaban bajo la lona de la estantería del fondo. No quería volver a verlos. De la comida del viejo sólo había guardado los tarros de conserva que les mandaba de Lérida el arrendatario de las tierras de La Seu y la mermelada de tomate. Una de las ristras de ajos que colgaban del techo le peinó la cara cuando fue a coger un tarro. La noche anterior había cenado pan con mermelada y casi acabó con el que había abierto el día anterior. Tendría que llamar para que le mandasen otro cargamento. Alzó la cabeza y constató que de ajos todavía andaba bien surtido. Eso era lo único que había mantenido de la dieta del viejo: las tostadas con ajo y aceite del desayuno. Eso, y el café.
Cuando veinte minutos más tarde de repente sonó el móvil, con el susto se le resbaló la rebanada de la mano y la mermelada chorreó hasta el mantel. Arrastró el meñique recuperando la mayor parte de lo derramado y lo lamió con ganas antes de responder. María le iba a echar otra vez la bulla cuando fuese a limpiar el sábado, pero a él le parecía un derroche cambiar un mantel que cada día se manchaba en algún sitio. Además, ahora que estaba solo, ¿para qué iba a recogerlo entre comidas? Santi se aclaró la garganta y descolgó.
Cuatro minutos después dejó el móvil sobre la mesa y relajó la espalda en la silla. Lo había dejado de piedra al pedir la valoración de todas las propiedades. El bueno del gestor ni siquiera había reaccionado. Tampoco se había atrevido a hacerle ningún comentario sobre los Bernat y su ancestral atadura con las tierras. A media conversación se le ocurrió soltarle que tal vez las vendería o, por lo menos, una parte, las de Lérida, para cambiar de aires. Le dejó sin palabras y lo imaginó meándose en los pantalones de puro miedo por perder lo que facturaba administrando los asuntos de los Bernat. Pero ahora él era el dueño, y le gustaba que supiesen que las normas podían cambiar.
Sin embargo, el asunto de la tía era lo único que no le había gustado. El muy cabrón no quería hacer la trampa y cambiar las tierras de nombre. Bueno, pues ya encontraría él a alguien sin tantos escrúpulos. Estaba visto que este gestor ya había ganado demasiado. Se le ocurrió que llamaría al abogado de La Seu que había contratado la viuda cuando ésta le dio a su padre en las narices con las tierras de Santa Eugènia. Además, a él no le conocía, y por tanto no había razón para pensar que no querría ayudarle. Todos esos abogados sólo querían dinero, y el suyo era tan bueno como cualquier otro. Seguro que encontraba a alguien que no fuese tan sobrado… Y luego, por ser tan escrupulosos, les quitaría la gestión de todo lo que llevase el apellido Bernat. Así sabrían a quién debían respetar.