—El día del registro vi que posee una selecta colección de licores…
Dana asintió con desconfianza. Reconocía el tono entre conciliador e inquisitivo del sargento. No quería meter la pata, ni siquiera sabía si la había metido ya con la historia de los arrendatarios de Bernat.
Él insistió ignorando una nueva llamada de su móvil. Dana miró el aparato con intención, pero él siguió:
—¿Quién es el aficionado al buen brandy en su casa?
Dana intuía que era uno de esos momentos en los que uno se jugaba algo más que el buen gusto con el brandy. No tenía ni idea de por qué, de pronto, el sargento le preguntaba por los espirituosos del abuelo. Había oído muchas cosas sobre Jaime Bernat, pero jamás que le relacionasen con la bebida. En todo caso, no se le ocurría qué tenía que ver ella con eso.
—Los licores del estudio llevan ahí más de treinta años, desde que murió mi abuelo. La finca y los animales no me dejan demasiado tiempo para la vida social y tengo pocas ocasiones de tocar esas botellas, salvo para sacarles el polvo. Cosa que tampoco hago a menudo.
El estruendo de la puerta al abrirse bruscamente la interrumpió y lo primero que Dana vio fue el desconcierto en los ojos del sargento justo antes de volverse.
Comisaría de Puigcerdà
Entró con el coche en el aparcamiento de la policía y lo situó en una de las plazas más cercanas a la entrada, las reservadas para los cargos del cuerpo. Estaba tan furiosa que si alguien le hubiera llamado la atención hubiera saltado sobre él como una leona en ayunas. Apagó el vehículo y abrió la puerta sin mirar. Le importaba un cuerno que algún policía pudiese pasar por allí en aquel momento. Uno menos. Al bajar del coche, el tacón de la bota derecha aterrizó en un hoyo del asfalto lleno de agua estancada. ¡Dios! Tiró del bolso, se lo colgó en el hombro izquierdo y metió la mano dentro para asegurarse de que la lista que le había llevado toda la mañana preparar continuaba allí.
Recordó a la comisaria el día del entierro con su melena roja. Ésa no sabía dónde se estaba metiendo, y su mezquino sicario, menos aún. Entró en comisaría abriendo la puerta de un golpe y se plantó en el centro del hall ignorando con descaro a los presentes mientras estudiaba con mirada glacial los rótulos de los despachos.
Montserrat llevaba años sin ver a la nieta del ex comisario, pero la reconoció de inmediato. Se parecía a él, en el nacimiento del cabello, en la frente y en el porte, pero era más impetuosa. La secretaria marcó el número del sargento, pero no obtuvo respuesta. Entretanto, Kate había localizado el despacho de la comisaria, se dirigió al mostrador y clavó los ojos en los de Montserrat, consciente del esfuerzo que le exigía controlar la respiración y templar la voz. Estás demasiado nerviosa, Kate, cálmate, se ordenó. Cálmate.
Pero hacía casi dos horas de la última llamada de Dana y ése era tiempo suficiente para que alguien adiestrado y con mala fe la hubiese obligado a admitir cualquier barbaridad. Exigiría de inmediato las cintas del interrogatorio y no dejaría nada al azar. Cuando iba a preguntarle a Montserrat por la comisaria sonó su BlackBerry y la buscó en el bolso.
La llamada era de Luis. Acababa de remitirle el documento de petición del aplazamiento y esperaba su conformidad para enviarlo. Kate dio un paso atrás para alejarse del mostrador de Montserrat y lo abrió. Lo leyó por encima unos segundos y respondió con un escueto OK. El tiempo corría en contra de Dana y, si a estas alturas Luis no era capaz de redactar la petición, mal iban. Además, seguro que Dana estaba asustada, y el miedo nunca era buen compañero en una comisaría, y menos aún en manos del sargento. Apoyó un puño sobre el mostrador y preguntó de forma intimidatoria por Dana Prats y su detención ilegal. Montserrat se echó hacia atrás antes de contestarle que el sargento Silva la estaba interrogando. Kate le sugirió que la condujese hasta el despacho si no quería agravar aún más la ilegalidad que estaban cometiendo. Montserrat le pidió que esperase un momento y volvió a marcar el número de J. B. En ese instante Kate vio a Magda saliendo de su despacho y cambió de objetivo.
La comisaria vestía una camisa blanca larga y un cinturón de piel de serpiente, de unos ocho centímetros de anchura; iba cargada con un montón de carpetas llenas de documentos. Kate la vio entrar en el despacho contiguo y, un segundo después, salir sin las carpetas. Siguió sus movimientos hasta que sus miradas coincidieron. La sonrisa condescendiente de la comisaria reveló que la estaba esperando, y ese descubrimiento la desconcertó.
Fue el gesto de Magda abriendo la puerta de su despacho, como si diese por hecho que ella entraría, lo que la hizo reaccionar y recuperar el estado de indignación. Kate no movió ni un músculo. Iba lista si creía que le cedería el control de la situación… Meterse en un despacho era lo último que le convenía. La comisaria era gato viejo por la edad, pero ella había aprendido del mejor. Paco tenía la sartén por el mango en todo momento, y eso era precisamente lo que ella iba a hacer, seguir en territorio neutral. Su actitud desafiante arrancó una sonrisa irónica de la comisaria. Magda cerró la puerta del despacho y, mientras se dirigía hacia la de cristal que separaba las dependencias del hall de recepción, Kate la observó alisarse la camisa en un gesto aparentemente distraído.
Cuando se plantó ante ella, Kate comprendió que eran el agresivo color de pelo y su actitud lo que la hacían parecer poderosa, y se sorprendió al darse cuenta de que la sobrepasaba varios centímetros. Pero la sonrisa ladeada de Magda le recordó que el tiempo corría en su contra.
—Sus hombres han llevado a cabo una detención ilegal. Y, como comprenderá, esto no va a quedar así. En cuanto salgamos del edificio voy a ir directamente al juzgado para hablar con el juez. Pediremos el hábeas corpus y acabaremos con estos jueguecitos que se trae entre manos. Ahora, no lo complique más y mande traer a mi defendida —sugirió con contundencia.
Magda amplió la sonrisa.
—No se altere, letrada. Ya me habían hablado de su actitud hostil hacia el cuerpo. ¿Sabe su abuelo de esa inquina? —demandó con una pausa para valorar el impacto de sus palabras. Luego negó con soberbia—: No hay nadie detenido —afirmó— y no creo que le interese realmente pedir un hábeas. ¿Ha sopesado la posibilidad de que no todos los datos estén en su poder? Le advierto que una petición así sería cuando menos temeraria, dadas las circunstancias. Sobre todo después del último informe del laboratorio, que hemos recibido esta misma mañana.
Tras el cristal de recepción, Montserrat no cesaba de marcar el número del sargento. Era lo único que podía hacer, porque en las nuevas salas todavía no había teléfonos y se intuía que aquella lucha de gatas no acabaría bien. Su instinto le advertía que corriese a avisarle, pero el sentido común le prohibía moverse de su puesto, y menos aún con la comisaria a tres metros.
—No le negaré que haya conseguido sorprenderme con su falta de respeto por las formas y la ley —replicó Kate—. Pero se necesita algo más para alterarme, créame. Aun así, voy a decirle algo: mi bufete se ocupará de borrar esa sonrisa arrogante cuando todo esto acabe.
—¿Me está amenazando? —preguntó Magda, incrédula.
—Como abogada jamás me permitiría hacer tal cosa. Tómelo como una promesa —sentenció—. Y, ahora, quiero ver a la señorita Prats.
La comisaria se volvió hacia el mostrador.
—Montserrat, localice al sargento Silva y dígale que la traiga. —Magda se dirigió de nuevo a Kate—: No voy a hacer uso de las setenta y dos horas que podría retener a la señorita Prats porque su actitud ha sido hasta ahora ciertamente colaboradora. Lamento no poder decir lo mismo de su abogada. —Y acercándose añadió—: Le voy a dar un consejo aunque sé que no cree necesitarlo: procure no dar un paso del que tenga que arrepentirse. —Kate comprendió que se refería al hábeas—. Aquí no somos tan puristas como en la capital, pero sabemos hacer bien nuestro trabajo. Y, créame, esto es muy pequeño, todos nos conocemos, incluida la judicatura.
Magda se despidió y Kate permaneció de pie en mitad del hall de comisaría con una incómoda sensación de haber firmado tablas. Tras el mostrador no había ni rastro de la secretaria. Mientras esperaba, Kate leyó los correos de la BlackBerry y rescató del bolso el papel con la lista que había preparado para el sargento. Hasta ese instante apenas había pensado en él, ni en sus pesquisas, ni en la razón por la que había decidido interrogar de nuevo a Dana y, esta vez, en comisaría. La bruja había mencionado que tenían una nueva pista, algo que desconocía.
Y eso la situaba no sólo en desventaja, sino a merced del sargento. La comisaria estaba en lo cierto: el hábeas no era la solución, y menos aún a la luz de esas supuestas últimas pruebas. A estas alturas parecía claro que el sargento era su única opción para saber más. Si quería conseguir información de primera mano tendría que deponer su actitud y potenciar el papel de hermana de Miguel y nieta del ex comisario. Recuperó el último mensaje de Miguel; su hermano le había enviado el nombre, pero había olvidado mandar el número de teléfono. Qué desastre, pensó mientras releía el nombre. Cuando los vio llegar, ya estaba calmada y se encontraba en condiciones de interpretar el papel de hermana agradable y conciliadora.
El primer vistazo fue para Dana y, por el gesto que le hizo, Kate supo en seguida que estaba bien. Ya habría tiempo en casa para revisar el interrogatorio y ver si los nervios o las preguntas del sargento la habían traicionado. Entonces le vio entrar a él en el despacho de la comisaria y, sin cerrar la puerta, volver a salir con un papel en la mano. Kate sonrió a Dana, que la esperaba tras la puerta de cristal, y ella le devolvió la mirada. La secretaria había regresado a su puesto detrás del mostrador. Kate intentó sonreírle, pero no fue capaz más que de apuntar una mueca. Hacerse la simpática no era lo suyo, pero si quería sacar más información debería esforzarse. J. B. abrió la puerta y le cedió el paso a Dana.
—Pensaba que ya estabas en Barcelona. Te he llamado mil veces —la acusó la veterinaria.
—Lo sé, y lo siento mucho, Dan. Estaba en el juzgado con el móvil en silencio y no lo he visto hasta que he salido. ¿Estás bien? —preguntó evitando al sargento.
Dana asintió y se volvió hacia él para saber si podía irse.
Entonces Kate le miró.
El sargento llevaba el pelo desordenado, como si acabase de levantarse de una noche de juerga, y una camiseta de manga corta con un logo de Coronita envejecido que dejaba al descubierto el tatuaje del cuello. Además de sus iniciales, Kate vio una serie de números que acababan ocultos bajo el escote de la camiseta y la máxima
vencer o morir
. Sin la cazadora, era evidente que usaba las pesas con frecuencia. Kate intentó distinguir el contenido del papel con el que le había visto salir del despacho, pero lo único que consiguió fue fijarse en las venas que recorrían el dorso de sus manos.
—Si necesitamos algo más, nos pondremos en contacto con usted —anunció el sargento mirando directamente a Dana.
Se despidió con un movimiento de cabeza y regresó a la puerta de cristal.
Kate sabía que no podía desperdiciar la oportunidad de darle la lista y empezar a ejecutar su plan.
—Juan… —le llamó.
El sargento se detuvo en seco y se volvió desconcertado.
—Tengo algo para ti. ¿Podemos hablar en privado?
Dana también parecía claramente sorprendida. Él entornó los ojos con desconfianza.
—¿Qué quieres?
Kate metió la mano en el bolso y sacó el folio doblado.
—Darte esto —respondió tendiéndole el papel.
El cambio estaba siendo demasiado brusco. El sargento no se fiaba de ella y tampoco parecía dispuesto a meterlas en un despacho. Debía ir poco a poco hasta ganarse su confianza.
J. B. cogió el papel y lo leyó. Volvió a doblarlo. Estaba valorando su contenido. Kate podía intuirlo, y también que no le gustaba lo que tenía delante, aunque fuese la hermana de su amigo. Esa certeza le produjo un instante de decepción.
Pero no estaba allí para gustar a nadie, sino para averiguar qué tenían contra Dana para haberla trasladado a comisaría y conseguir que él usase la lista y se olvidase de ella.
—La primera es la lista de los prescritos de digoxina en el valle. La segunda es la de los propietarios que mantenían conflictos legales con Bernat. Como ves, los nombres subrayados son los que coinciden en ambas listas —concluyó.
J. B. miró a Dana y luego a ella un instante. Kate percibió que la rehuía. Probablemente se sentía más cómodo con Dana, ella siempre hacía sentir así a todo el mundo. De acuerdo, ya vería el modo de aprovecharse de eso también.
Pero su respuesta la dejó pasmada.
—No creo que sea necesario, pero gracias —respondió J. B. sin interés.
Kate necesitó un esfuerzo de contención tremendo para no gritarle en ese mismo instante que llevaba dos días trabajando en la maldita lista. El muy idiota no se daba cuenta del trabajo que le estaba ahorrando, ni de lo relevante que era esa información para resolver el caso. A pesar de la actitud del sargento, ni se le ocurrió darse por vencida.
—¿Qué quieres decir? ¿Es que no vas a investigar a esa gente?
J. B. negó con la cabeza y eso terminó por sacarla de quicio.
—Por el momento no. Hemos comprobado que las huellas de su quad coinciden con las del cadáver, así que no queda mucho donde dudar.
Ahí estaba, era eso. Kate sabía que debía mantener el tono con el que le había abordado. Se daba perfecta cuenta de que él la estaba poniendo a prueba con esa actitud indolente. Sonrió irónica, sólo lo justo; en momentos así siempre le funcionaba desacreditar los argumentos del contrario.
—Por el amor de Dios, todo el mundo tiene un quad y deberás encontrar restos de Jaime en esas ruedas para que ese argumento no se caiga incluso antes de entrar en el cesto de las pruebas.
Silva puso cara de témpano y Kate comprendió que necesitaba volver a suavizar el tono.
—Miguel nos dijo que confiásemos en ti —susurró mirando a Montserrat de soslayo—, que eras un buen profesional y que no dejarías cabo sin atar…
El sargento pareció desconcertado, pero no se movió.
Kate decidió pinchar.
—O puede que mi hermano no te conozca tanto como cree.
J. B. dibujó una sonrisa ladeada que dejó al descubierto su diente roto.