La imagen de su padre en la cena de hacía un par de noches le hizo sonreír. El instinto de los Desclòs no fallaba. Se acordó de su madre, siempre ocupada en que el engranaje familiar fuese como la seda, y del modo en el que le tiraba suavemente del pelo, para que se agachase, desde que ya no alcanzaba a darle un beso. Ella sí era discreta. La discreción y la elegancia de los Monràs formaban parte de ella, igual que el color perla de su peinado hueco o los magníficos platos que preparaba. La tentación de compartirlo con ella era fuerte, pero la grúa no tenía manos libres, y sin eso…
Aun así, Arnau activó el intermitente, dispuesto, por una vez, a usar su móvil particular para llamar. Antes de desviarse miró por el retrovisor. El quad de la veterinaria, que llevaba tras de sí, no le dejaba visibilidad y miró por el lateral. De no ser por el patrulla que circulaba tres coches más atrás, hubiese parado.
Carretera de Puigcerdà a La Seu
Salieron de la comisaría y subieron al A3 en silencio. Dana sentía la euforia de haber superado un examen imposible. Pero, cuando cerraron las puertas y Kate dejó su BlackBerry en el soporte del manos libres, Dana pudo ver en su rostro el semblante grave del perdedor. Al momento, la luz roja de su teléfono le recordó con impertinencia las llamadas perdidas del tipo del banco y la incómoda sensación de sentirse observada por el sargento cuando había sonado durante el interrogatorio. Llenó los pulmones y le pareció notar que ya respiraba mejor. Aunque tal como iban las cosas, y con su suerte, la tarde tampoco pintaba bien. Los granadinos llegarían sobre las siete y a esa hora debía conseguir que el del forraje estuviera bien lejos. La última vez, con el registro, se había olvidado por completo de él y los bolivianos no se habían atrevido a acercarse a una casa llena de policías para avisarla, así que el muy cretino se había negado a descargar. Hasta que Chico le amenazó con hablar de sus precios con los otros arrendatarios. Al final había descargado sólo una parte y de mala gana, y eso significaba que a las cinco se presentaría con las facturas y había que evitar a toda costa una discusión delante de los compradores.
A su lado, Kate le daba vueltas a lo que había ocurrido en la comisaría. Aunque la jefa era como la imaginaba, debía admitir que había esperado más compromiso por parte del sargento. Era evidente que las discusiones que habían mantenido en sus encuentros anteriores aún le escocían. Y, también, que no le gustaba la pelirroja. Su gesto cuando la acusó de vendida había sido de aprobación. Sin embargo, aunque al final se había comprometido a echarle un vistazo a su lista, Kate no confiaba en que fuese de los que cumplían sus promesas. En fin, lo que contaba era que se había quedado con el papel y que no había nada que sedujese más a un hombre que demostrar que tenía razón. Y si eso iba acompañado de una disculpa por parte del vencido, aún mejor. Lástima que aquello no fuese a pasar, porque la razón estaba de su parte y, además, pedir disculpas nunca entraba realmente en los planes de Kate.
Dana mordisqueaba los esparadrapos con el ceño fruncido y la mirada perdida. Su amiga la observaba de reojo. Si empezaba con eso no podría irse tranquila. Tendría que quedarse y se pasaría la tarde pendiente de la llamada de Paco para echarle los perros por no estar en el bufete.
Eso le recordó al maldito técnico andorrano y su visita fugaz de la tarde anterior al país vecino. Por lo menos había podido ver a su mujer y a las niñas. A veces, sólo se necesitaba observar. De hecho, en cuanto detectó el lujoso bolso de la ex y la vio subir en el descapotable con las niñas, Kate supo por dónde presionarle. Y había marcado su número. Un tipo intuitivo no se podía negar. Porque al oír su voz le preguntó de inmediato desde dónde le llamaba y, cuando ella le respondió que tenía una mujer de bandera con un gusto exquisito, el silencio de la rendición atronó en el otro lado de la línea. Después de eso, la conversación duró apenas tres minutos, en los que ella le concedió otras veinticuatro horas, las últimas, para cumplir su cometido. Cuando colgó, Kate lo hizo convencida de haber dado en el blanco, pero con el firme propósito de empezar esa misma tarde a buscar el modo de ganar el caso si lo que tenían entre manos en Andorra no salía bien. Con esos pensamientos, puso el intermitente para girar en Bellver e incorporarse a la carretera de Santa Eugènia.
Pero, en cuanto entró en la rotonda, la mano de Dana presionándole con fuerza el brazo le dio un susto de muerte. Soltó un ¡joder, Dan! y la miró indignada, pero ella parecía poseída por la visión de algún demonio y, a pesar de encontrarse en mitad de la rotonda, Kate intentó seguir la dirección de su mirada.
Una grúa de la policía se incorporaba en aquel momento a la carretera en dirección a Puigcerdà. Ninguna pudo ver al conductor, pero sí el quad rojo.
Ni siquiera le dio tiempo a pensar qué decir al ver la primera lágrima que resbalaba por la mejilla de Dana, porque una llamada entrante en su BlackBerry interrumpió el silencio. Kate levantó ligeramente el pie del pedal con la atención puesta en la pantalla. Los dos primeros números la pusieron sobre aviso y dudó un instante si usar el manos libres. Miró la hora. En Andorra los bancos habían cerrado ya, así que sólo podían ser buenas noticias. Pero no se fiaba de él, ni de sí misma en caso de que el tipo volviese a quejarse por cualquier estupidez. No quería hablar de aquel tipo de cosas delante de Dana, por lo que lo cogió para responder.
Unos segundos después, Kate soportaba con irritación los lloriqueos del técnico, cada vez más convencida de que necesitaba con urgencia un plan B.
El tipo le contaba a trompicones la visita que acababa de hacerles un abogado alto y distinguido de Barcelona. Por lo visto, tenía una orden que le permitía llevarse una copia de los registros de las transacciones durante las fechas en las que habían tenido lugar los movimientos que implicaban directamente a Mario. Kate visualizó a Bassols mientras crecía el deseo de romperle la cabeza al técnico por lento y estúpido.
Siguió calentándose cuando le oyó afirmar que tenía miedo, y que lo dejaba porque nadie le había advertido de que se tratase de borrar pruebas de un caso criminal o penal, o lo que fuese que había dicho el abogado de Barcelona. Que no podía hacerlo porque su conciencia no se lo permitía y porque podía ir a la cárcel. Kate tuvo que hacer serios esfuerzos de contención hasta que él apuntó que necesitaría unos meses para devolver el dinero. Eso fue la gota que colmó el vaso; se olvidó de que no estaba sola y le recordó con su voz más dura que la conciencia no le había impedido aceptar el adelanto y que nadie iba a creerse, ni siquiera un juez de su pequeño país, que le hubieran regalado esa cantidad de dinero. Él le repitió en tono inseguro que lo iba a devolver, y Kate apretó las mandíbulas para recordarle que el compromiso que había adquirido con ellos no terminaba hasta cumplir el encargo y que, además, había que actuar de inmediato porque el fiscal no debía acceder a las transacciones reales. O ella personalmente se ocuparía de que no olvidase a quién había fallado. Cuando él le soltó que estaba grabando la conversación, Kate perdió por completo la paciencia y le advirtió que lamentaría tener que mandar cierta información sobre su familia a las autoridades, pero que si al cabo de dos días él no había cumplido su parte del trato, lo haría sin dudar. Tras una breve pausa, en la que ambos permanecieron en silencio, ella le repitió que le quedaban menos de cuarenta y ocho horas, le mandó saludos para su esposa e hijas, y colgó.
Clavó la BlackBerry en el soporte y bajó el cristal de su ventanilla. ¿Cómo podía haberse enterado Bassols justo ahora de lo de Andorra? Sólo lo sabían Paco, Mario y Luis, y a ninguno le favorecía irse de la lengua. Además, que ella supiese, nadie de su entorno tenía relación con el fiscal, al contrario. Dana se movió a su lado y Kate evitó mirarla. No podía quedarse. Con lo de Andorra en el aire, menos aún. Así que no iba a dejarse engatusar por sus lloriqueos, pues ya iba siendo hora de que cada uno asumiese sus propias responsabilidades de una puñetera vez. Y el maldito fiscal, ¿cómo se habría enterado?
—Ya sé que no te gusta que baje a Barcelona, pero las cosas están bastante complicadas y necesito que me vean por allí —anunció tajante—. Por lo menos esta tarde, cuando llegue Paco. Estarás bien, y yo volveré mañana.
La miró de soslayo. Dana continuaba en silencio, con los hombros bajos y la mirada fija en algún punto del horizonte. Con los dedos de una mano tiraba de los hilos sueltos de los esparadrapos y de vez en cuando se metía uno en la boca y rechinaba los dientes intentando partirlo en mil pedazos.
Ya estábamos.
Llegaron a Pi. En la rotonda, Kate torció hacia Santa Eugènia y al pasar por delante de la era en la que habían encontrado a Jaime Bernat ambas evitaron mirar. Sin embargo, una de las dos seguía preguntándose quién sería el desconocido que las había estado vigilando desde un coche tres noches atrás y cuánto tardaría en ir a contárselo a la policía.
—Prometo volver mañana temprano. Llevo aquí una semana y no puedo esperar al lunes para presentarme. Pasaré por casa, iré al bufete, acallaré rumores y, mientras tanto, decidiré cómo vamos a resolver el asunto de Jaime Bernat —sentenció.
Dana continuaba mirando al frente, como aturdida, pero sus labios se habían arqueado ligeramente hacia abajo.
—Además, quiero consultar tu situación con un penalista de los nuestros para que me aconseje. No te preocupes, déjalo en mis manos.
Al llegar a la finca, Dana le pidió que la dejase en la casona. En la escalera de la entrada estaba sentado Chico, escribiendo algo en el móvil. Las saludó con la mano. Dana bajó y Kate vio cómo él le entregaba un sobre. Dejarla acompañada era un alivio. Saludó a Chico con la barbilla y, de repente, quiso volar hasta Barcelona. Pero necesitaba la hora larga de viaje para pensar en un plan B que ofrecerle a Paco cuando le viese en la octava.
Comisaría de Puigcerdà
J. B. pasó el resto de la tarde del viernes en su despacho. Habían llegado las fotos originales y el informe de la botella de brandy. Volvió a llamar a las bodegas y obtuvo la misma respuesta: la persona que podía ayudarle estaba fuera hasta principios de mes.
Desclòs, antes de volver a la finca Prats a por el quad de la veterinaria, le había dejado a Montserrat un sobre para él. Contenía las transcripciones de los testigos que aseguraban haber estado con Santi en Llívia la tarde de la muerte de su padre, las del vecino que había visto a la veterinaria forcejear con Jaime Bernat, y una larga lista de arrendatarios de los Bernat con los que la relación era idílica. Según el caporal, no había renovaciones pendientes a corto plazo y los arrendatarios eran uña y carne con sus arrendadores. J. B. volvió a introducir los documentos en el sobre y lo dejó bajo la carpeta del caso con una certera impresión de fraude, de que Desclòs jugaba en el bando contrario. Y eso sólo le dejaba una opción, la que mejor se le daba: el juego individual. De repente le sobrevino una sensación de soledad liberadora. Trabajar en solitario era lo mejor que podía pasarle.
Redactó el informe diario para Magda y adjuntó sólo una breve nota sobre el interrogatorio de la veterinaria en la que dictaminaba que había sido poco concluyente. Decidió que transcribirlo sería cosa de Desclòs, y así podría ponerse al corriente de cómo había ido mientras él había estado firmando como caporal más antiguo. Había que reconocer que Montserrat era, de largo, lo mejor de la comisaría.
Sobre las seis metió una copia del informe en el portafolios para Magda, y recibió la respuesta de Miguel con el número de teléfono que le había pedido. Lo grabó en la agenda y marcó.
Mientras esperaba la respuesta abrió el cajón en el que guardaba las copias de los informes y apareció la lista que le había entregado la hermana de Miguel. Sonrió y contuvo el impulso de olerlo. Había que reconocer que la letrada tenía su punto. Bien mirado, igual las disculpas merecían hasta la pena… En el momento en el que cogía la lista para repasarla, la voz ronca del ex comisario Salas-Santalucía le sorprendió y la soltó de golpe. Pero dejó el cajón abierto con el papel a la vista mientras le hacía la petición.
A las siete de la tarde, J. B. continuaba en su despacho revisando la documentación del caso y anotando en la pizarra la información que iba recopilando. Montserrat le llamó para anunciarle que tenía visita y él pensó inmediatamente en la hermana de Miguel. Le pidió a la secretaria que esperase dos minutos antes de hacerla pasar. Seguro que volvía para asegurarse de que había estudiado su lista. A ver qué ocurría cuando le contestase que aún no había podido… Ordenó un poco la mesa y lanzó los dos vasos vacíos de café en la papelera, pero uno dio en el borde y cayó fuera. J. B. se levantó de un salto y lo echó dentro. Luego movió la papelera para ocultar unas gotas que se habían derramado en el suelo, y volvió a sentarse. Cuando oyó los golpes en la puerta tenía la boca seca. Esta vez le diría que, para ella, nada de Juan, sólo sargento.
Pero la melena rubia de Tania asomó tímida un instante y luego abrió la puerta del todo. Entonces J. B. comprendió que ni el propio Dios podía salvarle de la disculpa que le debía por haberse largado mientras ella estaba en la ducha. Sabía que cualquier excusa sonaría cobarde, y también que no colaría lo de que era muy tarde, o que tenía que ir a currar al día siguiente. Era mejor ir con la verdad por delante. Pero ¿cómo iba a explicarle algo de lo que no tenía ni idea? Porque, si había que ser sincero, se había ido porque ya había descargado y, aunque ella le gustaba, a esa hora no tenía ganas de charla. Se levantó y fue solícito hacia ella para darle dos besos. Pero en ese momento Desclòs se coló en el despacho y se acercó a la mesa blandiendo algo largo como una espada dentro de una bolsa de plástico. Tania le miraba desde la puerta con el ceño fruncido y una media sonrisa que exigía saber quién era ese friki.
J. B. le hizo un gesto al caporal para que esperase y le dio dos besos a la joven. Fue la vez que más le sorprendió el contacto con ella, porque él esperaba frialdad o algún desplante y, sin embargo, no hubo nada de eso. Al contrario, el roce de sus pechos y el perfume fueron como llegar a la tierra prometida. J. B. notó cómo le deslizaba un papelito doblado en el bolsillo trasero del pantalón mientras le susurraba un úsalo que le cosquilleó la oreja. Luego se dio la vuelta y caminó hasta la puerta de la comisaría, consciente de lo que estaban mirando los dos agentes.