—Casi me engañas con los tuteos —sonrió irónico—. Mira, dejadme la lista y pondré a alguien a investigar.
En aquel momento, un grupo de caporales salían de la sala para ir al comedor. Kate recordó el comentario de Dana acerca de la primera visita a la finca de los policías.
—Si vas a dársela a Desclòs, no te molestes. Está comprado, como la pelirroja, aunque probablemente él no les haya costado ni un euro.
J. B. enarcó las cejas.
—¿A qué te refieres?
Kate meneó la cabeza y, con un atisbo de la petulancia que J. B. recordaba, añadió:
—Su padre, el juez Desclòs, es miembro del CRC, como los Bernat, los Masdeu, los Grimal… No espero que él sea profesional —admitió señalando de nuevo al caporal—, ni siquiera objetivo, pero de alguien como tú sí lo esperaba, la verdad. Me cuesta creer que no veas lo absurdamente circunstanciales que son las pruebas. En palabras tuyas, además. Y a estas alturas ya deberías saber que en el valle casi todas las fincas tienen un quad, o vehículos poco pesados que utilizan para remolcar cosas pequeñas o animales, y es probable que sus ruedas —dijo señalando a Dana— sean de serie y coincidan con la mayoría de las de los vehículos de las otras fincas.
J. B. la miró con escepticismo, pero Kate no se achantó.
—Además, personalmente no me fío de Santi y, aunque nadie de aquí se atrevería a poner en duda sus afirmaciones, si Dana dice que estaba en la era con su padre y que miente, yo la creo. No sé por qué tiene tanto interés en situarse lejos de Santa Eugènia si estaba allí, pero sólo eso ya haría sospechar a un niño. Y, te diré más, si no tengo razón te deberé una disculpa.
J. B. no dejaba de observar la lista. Kate intuyó que le tenía interesado y que sólo faltaba una vuelta de tuerca. Se adelantó un poco hasta tocar el papel y añadió:
—En esa lista es donde deberías empezar a buscar si ya has descartado a la familia, que suele ser la principal sospechosa, a excepción de los casos en los que la policía se deja emponzoñar por murmuraciones malintencionadas de los vecinos, manipulaciones del CRC y el ego desmedido de una pelirroja.
J. B. apretó los labios para contener la sonrisa. Lo de «la doña» había estado bien. La miró con una ceja en alto.
—¿Ya te has quedado a gusto?
Kate le mantuvo la mirada y él la apartó fingiendo echar un vistazo a la lista para no reírse.
—Encuentra al culpable y lo haré —declaró serena.
—Bueno, veré lo que puedo hacer —respondió él antes de volverse y abrir la puerta de cristal.
Al salir de la comisaría Dana miró al cielo y respiró hondamente. La libertad sabía a gloria, aunque la tarde fuese oscura y el frío de finales de noviembre calase los huesos.
Era Bernat, Mosoll
Santi colgó satisfecho el teléfono y lo dejó caer en el bolsillo del mono. Luego giró la llave y arrancó el tractor. Le quedaba por trabajar más de la mitad del terreno y apenas un par de horas de luz, pero había empezado lo que no podría hacer a la mañana siguiente, cuando estuviese en el notario. En menos de un día todo sería oficialmente suyo, y el domingo a la una había conseguido quedar con el abogado de La Seu para resolver el asunto de Santa Eugènia.
Se le escapó una sonrisa. Le había costado convencer al cabrón del abogado… Cuando le habló del cambio de nombre de unas tierras debió de parecerle poca cosa, porque le respondió que, si le corría prisa, cualquiera podía hacer el trámite en Puigcerdà mucho más rápido. Le advirtió que él tenía mucho trabajo y que no podría atenderle hasta entrado diciembre. Había tenido que insistir y, al no lograrlo por las buenas, le ofreció la zanahoria.
Pero eso tampoco le convenció, y ya iba a mandarle a la mierda cuando el tipo le preguntó de qué tierras se trataba. Fue nombrar Santa Eugènia y despejó la agenda para recibirle el mismo domingo. Ni siquiera le preguntó quién era, pero Santi había colgado convencido de que aquel tipo, que había destrozado al abogado de su padre varios años atrás cuando se enfrentó con la viuda por asuntos del riego, era su hombre.
Sus miradas acusatorias le dejaban un sabor extraño en la boca, como si se hubiera metido en ella una almendra amarga y la hubiese masticado hasta convertirla en una pasta imposible de tragar. Algo que, sin estar, seguía allí horas después. Y él ni siquiera comprendía la causa. En el fondo era simple; la tía estaba sola por su culpa, por haberse entrometido, y se lo hacía pagar. Pero eso lo comprendió mucho después. Todo comenzó cuando los viernes empezó a encontrarse mal, a pasar la mañana sudoroso y mareado en clase, y la tarde, vomitando en la enfermería. El día en que la llamaron del colegio para que fuese a buscarle, no le avisaron. Cuando la vio, lejos de sentirse mejor, sus tripas se removieron y necesitó volver corriendo al lavabo. Esa tarde ella esperó en casa la llegada de don Ángel. Los oyó discutir desde su habitación. Dog estaba tras su puerta, husmeando ruidosamente con su alargado hocico para que él le abriese. Sólo lo haría para usar la navaja y acabar con él, pensó mientras se imaginaba abriendo al chucho en canal con la navaja roja como su sangre. Los gritos le devolvieron a la realidad. Sentado en su escritorio, con el estómago encogido mientras la mano oscura e invisible le estrujaba los pulmones, esperó acontecimientos, hasta que sus sentidos se abandonaron en el capítulo diez del libro de Ciencias y entró en otra dimensión. Después de aquel día, durante meses vivió acosado por el temor de que él volviese y afligido por la fría actitud de la tía. El último día de cada semana, al salir de la escuela, empezó a encoger sus pasos, y al final acabó contando las baldosas que separaban el colegio del piso de Aribau. En línea recta las pisaba todas, una tras otra. Los viandantes le adelantaban por ambos lados, incluso alguna mujer le preguntó si se encontraba mal, pero no, estaba bien, había encontrado el modo ordenado y perfecto de retrasar su llegada al piso sin desobedecer a la tía, «directo del colegio a casa». A ella no le costó mucho reponerse y volver a salir. Pronto regresaron los tintineos de sus pulseras doradas y el olor denso de su perfume, que lo impregnaba todo. Era alta y delgada, caminaba erguida y siempre parecía recién salida de una tienda de modas o de una sesión de peluquería. Una mujer de bandera, había oído decir en la portería a un grupo de hombres, pero él no tenía ni idea de lo que querían decir. Y así volvió la normalidad al piso de Aribau, una normalidad menos frágil a medida que él se hacía mayor y ella recuperaba su libertad. Hasta el día de las cartas. Ese día, buscando su partida de nacimiento para la escuela, las encontró en la cómoda de la tía. En la parte más profunda del tercer cajón, sus dedos toparon con un gran pliegue de papel. Pensó que se trataba de un libro y sintió curiosidad por el tipo de lecturas que guardaría ella en su cuarto. Al tirar, apareció el montón de cartas atado con una cinta de satén blanca y suave. Su mano apenas dudó un instante antes de metérselas rápidamente en el pantalón.
Comisaría de Puigcerdà
J. B. cerró la puerta de su despacho por dentro y ajustó la persiana para tener intimidad. Luego, se sentó en la silla, pero no tardó en levantarse y acercarse a la ventana. La buscó con la mirada, pero ya se habían ido y siguió con la vista perdida en el aparcamiento. Puede que hubiese sido aquel primer Juan el que le dejó fuera de juego, porque sólo su madre le llamaba así y ella hacía semanas que no recordaba su nombre. Pero ahora no podía dejar de recordar los ojos de la letrada. En el hall había intentado que no coincidiesen con los suyos, mirando al papel o a la veterinaria, porque cuando había empezado a hablarle tan decidida, con esos ojos avellana tan abiertos, y tan cerca, le habían dado ganas de tirar de ella para estrujarla, hundir la nariz en su cuello y aspirar a fondo su perfume. Así que la había esquivado, no fuese a intuir sus pensamientos o a imaginarse algo.
Por primera vez intentó pensar en ella sin prejuicios. La letrada miraba de frente y, aunque olía suave, su perfume se te quedaba atrapado en la memoria. Había que reconocerle la retórica y que había calado bien a la comisaria, pero incluso cuando no sacaba la mala leche la letrada le hacía pensar en una cuerda floja. Además, ¿qué era eso de que ella esperaba más de él? ¿Y lo de mentar a Miguel? Desde luego, no le sobraban escrúpulos.
Al volverse, J. B. vio la lista sobre la mesa y le invadió la pereza.
El aparcamiento estaba medio vacío y la luz tenue de finales de noviembre se había convertido en una sombra grisácea que atenuaba el brillo metálico de los coches. J. B. miró hacia el cielo, atento al avance de las nubes, que empezaban a invadir la trayectoria de la luz solar y a oscurecer el valle. Las cosas cambian constantemente, pensó, y cogió la lista para repasarla. La leyó con atención, deteniéndose en cada uno de los nombres, y volvió a doblarla.
Una disculpa, ¿eh? ¿Y quién la quería?
Puede que se hubiese equivocado con ella y que fuese más parecida al resto de los Salas de lo que creyó al principio. Sonrió con sarcasmo.
Ni hablar.
Probablemente sólo estaba intentando salvar el culo de su amiga. Volvió a sentarse, giró la silla para ponerla de cara a la ventana y recordó el saludo en el funeral. Nadie cambiaba tanto en una semana. Además, los abogados eran una raza aparte, lo sabía bien. De alguien capaz de acusar a un inocente o defender a un culpable se podía esperar cualquier cosa, y no debía olvidar lo manipuladores que podían llegar a ser ni dejarse influir por lo que le dijese. Mantener la objetividad, eso era lo que debía hacer, y para conseguirlo lo mejor era recordar cómo le había tratado hasta entonces. Que no te líe, macho. Volvió a girar la silla e introdujo la lista en el primer cajón de su escritorio, sobre las copias de los informes que entregaba a la comisaria. Magda, por ejemplo, tenía alma de abogado. Para ella los fines siempre justificaban los medios. Debía cuidar de que sus órdenes no le metiesen en líos; porque, cuando hubiese problemas y echase un vistazo alrededor, estaría solo.
Respecto a la veterinaria, le faltaba una razón de peso para verla cargándose a Bernat. Lo que le había contado de un árbol no tenía sentido, aunque cualquiera era capaz de cargarse a alguien si se sentía lo bastante amenazado, por buen fondo que hubiese. Eso él lo sabía bien.
Y, en cuanto a las insinuaciones de la letrada sobre la posible culpabilidad de Santi, algo le chirriaba. A él tampoco le gustaba Santi, ni su actitud soberbia, ni la desidia con la que se tomaba todo lo relacionado con la muerte de su padre. De hecho ni siquiera había preguntado por el modo en el que había muerto, ni había pedido la copia del informe de la autopsia, a la que la familia directa tenía derecho. A pesar de su envergadura física no le veía arrestos para haber acabado con él. Sencillamente, no podía imaginarle emponzoñando una botella de doscientos euros para matar a su padre. Había visto cómo vivían, su casa, sus coches y su aspecto, y era evidente que ninguno de los dos hubiese tomado la opción de un brandy tan selecto cuando cualquier otro caldo serviría. No, definitivamente el procedimiento empleado no encajaba con su perfil.
J. B. volvió a cavilar sobre la veterinaria. La había pillado dos veces rechazando llamadas del móvil y sus manos evidenciaban algún tipo de fragilidad. Se le ocurrió que tal vez alguien la acosaba. Puede que con tanto ruido a su alrededor y tanta prueba circunstancial se le estuviese pasando algo importante, porque no estaba acostumbrado a trabajar en un ambiente tan chismoso y entrometido.
El entorno, ahí era donde se encontraban la mayor parte de los asesinos, en el entorno de la víctima. Tal vez estaban errando el tiro. Puede que el asesino de Bernat fuese alguien con quien hubiese tenido problemas de otra índole. Averiguar el funcionamiento del CRC y dar con el dossier que faltaba en los archivos de la comisaría era lo primero que debía hacer. Lo que había oído sobre el poder de sus miembros no estaba tan lejos de los perfiles clásicos. Jaime Bernat formaba parte de todo eso, y por ello no podía ignorar ese ámbito de su vida al buscar a su asesino. Además, intuía que en ese tipo de reuniones no se escatimaba en la calidad de la bebida. Sólo una persona podría darle información veraz sobre el CRC. Buscó el móvil y mandó un
whatsapp
a Miguel para pedirle el número.
Finca Prats
La suerte siempre acompaña a los mejores. Sobre eso cavilaba el caporal Desclòs al volante de la grúa de la policía, camino de Puigcerdà, convencido de que su pericia y sus dotes investigadoras estaban fuera de lo común. Por fin todos se darían cuenta de lo desaprovechado que le habían tenido. Sobre todo ella. Lo primero que iba a hacer era entrar en su despacho y dejárselo sobre la mesa. Con suavidad y elegancia, como el dandi que era.
Contempló satisfecho la bolsa de plástico que descansaba sobre el asiento del copiloto y se irguió con las manos a ambos lados del volante. El pecho se le hinchó varios centímetros al inspirar aire. No era una cuestión de suerte, aunque estaba claro que en la vida todo entraba en el juego, y si él había sabido estar en el momento justo en el lugar adecuado no era sólo por casualidad. Además, él no creía en la suerte porque era un hombre práctico y, en aquel momento, también un hombre camino del éxito. Y eso que cuando habían ido a detener a la veterinaria maldijo su suerte por haberse olvidado las cintas y tener que volver a comisaría. Pero ahora ya no le importaba ni eso ni haberse perdido el interrogatorio, porque había dado con la prueba definitiva.
Al llegar a la rotonda redujo la velocidad hasta detenerse, encendió las luces de cruce y miró a la izquierda. Luego arrancó para incorporarse a la N-260 en dirección a Puigcerdà, convencido de estar ante uno de los hallazgos más importantes de su carrera, una prueba que, sin duda, cerraba el caso Bernat de un plumazo.
Encima, lo había encontrado en la hípica de la finca, al lado de las cuadras. ¿Qué importancia tenía quién era el propietario del vehículo? Eso sólo complicaría la vida al chaval de los Masó y a sus padres, que eran buena gente.
Pensó en llamar a alguien para compartir ese momento mágico, pero no se le ocurrió a quién. Casi mejor, la discreción en un momento tan importante era lo que diferenciaba a un gran agente de un fantoche fanfarrón. Y, por otro lado, ¿de quién podía fiarse uno en estos tiempos? ¿Acaso no se habían ido de la lengua sus amigos de la partida en cuanto les comentó algo? Ni dos días había tardado en llegar a oídos de la comisaria. Un hombre íntegro y con responsabilidades como él realmente sólo podía confiar en la familia.