Miguel ya le había hablado de ella, de su brillante hermana, la gran abogada. Pero, a pesar de las advertencias, él había esperado mejor talante, la verdad. Sólo con saludarla ya se quedó con que la hermanita era una de esas letradas que siempre llevan la toga puesta y el móvil conectado. Luego la había observado mirar la BlackBerry y echar un fugaz vistazo a su abuelo antes de rechazar una llamada. Puede que fuese algún asunto del trabajo o un noviete, tan estirado como ella, del que su familia no supiese nada. En cualquier caso, esa mirada al ex comisario era interesante, igual que su reacción cuando éste la había sujetado del brazo. Después de la llamada, había notado cómo ella le daba un buen repaso, y él se había dejado mirar mientras escuchaba al ex comisario. Incluso había disfrutado al principio, hasta que empezó a pensar en qué se estaría imaginando ella y se puso nervioso. Puede que fuese la primera vez que la estirada veía un tatuaje de identificación. De todos modos, le convenía no olvidar que los abogados siempre traían problemas, así que cuanto más lejos mejor. Aunque tras el funeral, al ponerse los guantes sobre la moto, la mano que le había encajado conservaba el perfume suave que había notado en el aire mientras hablaban. Un cactus con aroma de rosas, eso es la nieta, macho, pero un cactus al fin y al cabo. Y seguro que es de las que, al tocarlas, se encogen como las antenas de un caracol.
Se incorporó a la carretera y aceleró. A esas horas ya no había patrullas y en la recta de Puigcerdà rozó los doscientos. Aún quería pasar por comisaría y buscar el informe del CRC en el almacén del sótano. Montserrat era, de largo, lo mejor del edificio y casi de todo el valle. Ella y los Salas. Menos la letrada. La imagen de la hermana de Miguel, cuando casi le había ordenado que dejase en paz a la veterinaria, le hizo fruncir el ceño. Se veía que estaba acostumbrada a mandar. Y eso le daba ganas de bajarle los humos. Pero prefería esquivarla, porque era la hermana de un colega y porque los Salas le habían tratado de lujo. Aunque la letrada exhalara mala leche por los poros. De repente, J. B. redujo la velocidad al recordar que en el funeral había quedado en pasar por la finca de los Masó para hablar con la mujer que había encontrado el cadáver de Bernat. ¡Joder! Ahora tendría que ir a la mañana siguiente y disculparse. Puso el intermitente y giró en la rotonda en dirección a la comisaría.
Finca Bernat
El policía parecía estar de su parte, y eso que en el entierro le había visto intercambiar confidencias con el ex comisario Salas-Santalucía. Santi sabía que había algo en ese hombre que hacía que su padre guardase las distancias, pero no tenía ni idea de lo que era. Algo del pasado, seguro. A él tampoco le seducía la idea de buscar problemas con el ex comisario, porque el instinto le susurraba que había peligro en ese enfrentamiento.
Tal vez por ese motivo, al ver llegar al sargento con sus tatuajes y esos andares de quinqui perdonavidas, esperó lo peor. El corazón se le subió a la garganta y pensó que venía a por él, que habían descubierto el atropello del viejo. Luego se le ocurrió que era imposible que con su envergadura mandasen a un solo tipo, y tan poca cosa, para detenerle. Además, alguien le habría avisado, seguro. Pero por suerte al final había resultado que sólo quería confirmar la coartada, y eso él lo tenía atado y bien atado.
Abrió la valla de la era donde guardaban las vacas, entró con el tractor y la dejó entornada. Daba gusto que nadie controlase sus pasos a cada instante. Cuando el viejo vivía no lo dejaba ni a sol ni a sombra, siempre se metía en todo y echaba por la boca toda la mala leche de la que era capaz. Sólo lo dejaba en paz para ir a las reuniones del CRC. Ésas sí que le ponían las pilas… Se preguntó si tendría que ocupar la silla de su padre en el consejo. Seguro que vendrían a pedírselo. Y, llegado el caso, aceptaría. Aunque a él no le importaban las cuestiones de tierras, a no ser que tuviesen que ver con Santa Eugènia, y ésas, el viejo ya las había resuelto.
Al pensar en asuntos legales se le ocurrió que necesitaba hablar con el gestor y el abogado en seguida, no fuesen a meter la pata mencionando la propiedad de la tía justo ahora que faltaba tan poco para que la veterinaria lo perdiese todo. Un par de semanas atrás, su padre le había comentado que el director del banco ya estaba al corriente de cómo actuar cuando se cumpliese el plazo. Santi relajó la expresión. Cuando estuviese resuelto, él podría, si quería, volver a ofrecerle el trato que ella había rechazado un año atrás. Pero entonces ajustaría las condiciones a su favor. Sólo imaginarla vencida le aceleraba la sangre. Aun así, sabiéndose dueño de su destino final, le molestaba que Chico se pasease por la finca de las Prats como Pedro por su casa. Él se ocuparía de que eso no durase mucho. De hecho, estaba convencido de que había sido el propio Chico quien le había revelado a la veterinaria que las tierras de los Bernat de Santa Eugènia no estaban a nombre de su padre. Debió de haberlo descubierto en su propio contrato de arrendamiento.
Por suerte, la visita que acababa de hacerle el sargento le había venido al pelo. Porque le había contado las maquinaciones de la veterinaria para poner en su contra a todos los arrendatarios y convencerlos de que renegociasen sus contratos directamente con los titulares de las tierras, un pequeño detalle que la incriminaría aún más. Tampoco se había olvidado de ponerle al corriente de las costumbres del valle, ni de comentarle que era habitual que los pequeños propietarios delegasen sus contratos en los grandes arrendatarios. Eso, junto con la coartada que le aseguraba no haber estado presente cuando ella discutió con el viejo, lo excluía de la lista de los sospechosos.
Bajó del tractor y cogió la horca para descargar el heno. Empezó a deshacer la bala y a distribuirla a buen ritmo en los comederos mientras pensaba en que ahora era el único Bernat y en que ya no tenía que dar explicaciones a nadie si las briznas de heno caían por fuera. Volvía a estar solo, como cuando ellas se fueron.
A su madre no había vuelto a verla desde entonces, pero sabía que llevaba un par de años muerta. A Inés la había visto en el funeral, de lejos y sólo un segundo. Después de la misa la buscó con la mirada, pero ya no dio con ella. Aunque estaba claro que en la ciudad se había trastornado. ¿Cómo si no iría alguien al entierro de su propio padre con un pañuelo en la cabeza? Y además había aparecido con un hombre. Santi negó con la cabeza. El novio o marido de su hermana no le importaba en absoluto, y lo mismo le sucedía con ella. Pero le cabreaba que no le hubiese dicho nada. En tal caso, habría podido resarcirse. Aunque, en realidad, al reconocerla tuvo miedo de que se acercase. No hubiera sabido qué decirle. Mejor así. Quizá en ese momento se hubiese hecho el loco, como si no supiese quién era. Pero era ella. Estaba seguro. Sus ojos y la forma de la nariz eran iguales que entonces, iguales que cuando le buscaba mariquitas para jugar o cuidaba de que no se metiera en problemas al entrar con sus pequeños pantalones de peto en el establo de los terneros.
Santi se dio cuenta de que sudaba como un condenado y se detuvo para quitarse la camisa. El viento gélido de noviembre le azotó la espalda, pero ni se inmutó. Tenía otras cosas en la cabeza, como acordarse sin falta de llamar al gestor para pedirle una valoración de las tierras y así poder decidir cuáles le convenía vender. Por fin emprendería el viaje al Caribe que siempre había deseado. Ahora estaba solo. ¿Qué le importaban Inés y sus saludos cuando por fin no tenía que dar explicaciones a nadie de sus actos ni de si entraba o salía? Además, mientras estuviese fuera, el viejo de Cal Panet le cuidaría el ganado por cuatro duros. En cuanto arreglasen el testamento se iría de vacaciones. O, mejor aún, primero le plantearía la oferta a la veterinaria y se la llevaría con él. La imaginó tomando el sol en biquini, sobre una tumbona, o desnuda en medio de una playa desierta. De repente, hacía más calor, se le aceleró la respiración y supo lo que estaba a punto de suceder. Unos segundos después notó la erección.
Ésa fue la segunda vez que le dijo aquello de que ellos dos eran iguales y que la gente como ellos no necesitaba a nadie porque eran autosuficientes. Él no supo lo que quería decir esa palabra. Lo único que podía pensar, de pie en aquella iglesia tan grande y fría, era que Maruja se había ido a aquel sitio donde también estaba su madre y que las dos le habían dejado allí solo con la tía. La miró de reojo, casi sin volver la cabeza para que ella no le reprendiera. Era alta y delgada, se parecía a las señoras que salían en la revista de la mesita del comedor, la que cambiaba cada vez que arrancaban una página del calendario. Además, a su alrededor siempre flotaba aquel olor extraño y pegajoso de flores, sobre todo cuando se movía. Bajó la vista y se quedó mirando los zapatos de la tía. Eran negros, pero la hebilla de encima brillaba mucho. Le recordaron a los de la señora de los guantes blancos, la de la foto, y se le ocurrió que ella y la tía se parecían un poco, aunque la sonrisa era diferente. A la de la foto le sonreían los ojos. Se preguntó si Maruja tendría frío metida en aquella caja y acercó la mano enguantada a la nariz para soltar una vaharada que le calentó hasta los párpados. Ahora iba a estar más solo que la una, pensó. Ya no podría quedarse a hacer los deberes en la portería, ni merendar allí, al lado de la estufa. Y en la cocina de la tía casi no había comida. Entonces se acordó de cuando los gemelos se fueron al pueblo, a casa de su abuela, y de que a él le había parecido lo mejor del mundo. Porque iba a ser el único niño de Maruja y podría incluso quedarse a dormir en su casa, como hacía cuando era muy pequeño o cuando estaba enfermo, en lugar de subir al piso frío y oscuro de la tía. Pero pronto se dio cuenta de que Maruja estaba rara. Siempre tosía, y la primera vez que vio su pañuelo lleno de sangre él se asustó muchísimo. Durante semanas la vio encorvarse y hacerse más y más pequeña. Al final le costaba mucho respirar y ya no le daba tiempo de lavar los pañuelos, que siempre llevaba húmedos y teñidos de rojo. Hasta el día que cumplió nueve años. Ese día rompió la hucha y al volver de la escuela entró en la farmacia de la esquina de su casa. Hacía semanas que esperaba ser mayor para entrar en ella porque necesitaba un medicamento para curar a Maruja. Días después, la portería se quedó vacía, los del camión se llevaron todas las cosas de Maruja, y él subió a vivir definitivamente al piso de la tía.
Finca Prats
Kate conducía su A3 hacia la finca Prats pensando en lo que acababa de soltarle el abuelo delante de Miguel. Sus hermanos no habían ido al entierro. Miguel había preferido esperarlos en casa para conocer el parte de boca del ex comisario, y Tato acababa de llegar de Nèfol, donde estaba acabando de colocar unas puertas labradas que le había encargado una pareja de arquitectos famosos. Y ella, como de costumbre, tuvo que esperar a que comentasen el funeral, a que Miguel le hiciese la pelota al abuelo con descaro y a que todos alabasen sin recato al sargento. Y cuando en una pausa de la conversación dijo que se marchaba, empezó el festival de reproches y consejos que ella no había pedido ni tampoco deseaba.
Cambió de marcha y en la recta de la subida de Prats a Baltarga presionó el acelerador con rabia.
Pero ¿quién se creían para decirle lo que era o no importante? Eso tendría que decidirlo ella, ¿no? ¿Acaso había pedido alguna opinión? Pues no. Además, ya sabía que Dana estaba en el punto de mira, que la necesitaba, y que llevaba sola demasiado tiempo. Y no era necesario que se lo recordasen. Intentó llenar los pulmones con la vista en el cuentakilómetros y hundió el pie aún más en el acelerador. Por eso le molestaba volver, porque todos se creían con derecho a emitir juicios sobre su vida y a organizársela. Y eso, sin hablar de las insinuaciones malintencionadas que solía dejar caer el abuelo sobre el perfil de los clientes del bufete. Lo extraño era que esta vez no hubiese mencionado nada sobre la gentuza a la que defendía o sobre cuándo pensaba volver y formar una familia como Dios manda. Aún tendría que agradecerle que se hubiese centrado en Dana, aunque probablemente sólo lo había hecho para mortificarla. ¿Es que nadie entendía que no necesitase un hombre para vivir? En los quince minutos escasos que había pasado en casa del abuelo, hasta Miguel se había puesto de parte de él. Y eso, después de que ella aceptó ocuparse de la fiesta. El muy traidor… Y, cuando ya se iba, tuvo la tentación de escandalizarlos y contarles su historia con Paco, pero imaginó lo que dirían cuando supiesen que salía con un hombre de la edad de su padre y se contuvo. Que su vida amorosa siempre estuviese encima de la mesa y todos se creyeran con derecho a opinar era una de las razones por las que odiaba volver al valle.
La última vez que lo había hablado con Miguel y le había pedido su ayuda, él le había respondido que si le molestaba tanto el asunto sería porque, en el fondo, también se daba cuenta de que había algo en su vida que no funcionaba. El muy imbécil incluso se había permitido sugerirle que fuese más honesta consigo misma. Él, que desde los catorce iba como un abejorro, de flor en flor, sin respetar al dueño del jardín. Pero ¿qué se había creído?
Igual que un par de años atrás, cuando durante una comida familiar su hermano Tato había insinuado que nadie la juzgaría por tener otras preferencias, y que en el valle se rumoreaba sobre su «amistad» con la veterinaria. Ella les preguntó si alguno de verdad creía semejante estupidez, y sus silencios le respondieron por ellos. Aquel día se había sentido más sola que en su apartamento de Barcelona un domingo por la tarde. Incluso adelantó su vuelta a la ciudad y se prometió que no volvería a pisar el valle a no ser que se tratara de un caso de vida o muerte. Y así fue. De hecho, tuvo que enfermar la abuela de Dana, la viuda Prats, para que volviese a cruzar el túnel del Cadí.
Aquel día había tomado la decisión de no compartir con Dana el tema de la sobremesa para no disgustarla con los comentarios de los Salas. Esos que ahora tenían un nuevo protegido ilustre: el tatuado sargento Silva. Al pensar en él le vino la imagen de las letras góticas en el cuello. Negó con la cabeza y puso el intermitente para torcer hacia Santa Eugènia. Tanto apoyo de su familia hacia el tipo que admitía abiertamente sospechar de Dana era incomprensible e irritante. Y, encima, tenía que aguantar que Miguel y el abuelo hablasen de él como si fuese el no va más. Ya en la academia de capacitación era el mejor, brillante, había anunciado Miguel orgulloso, como si aquel desarrapado fuese algo suyo. Y entonces ella había comentado con sarcasmo el extraño cambio que suponía esa nueva amistad de Miguel, teniendo en cuenta lo que le disgustaban los tatuajes, y les había recordado el último tatuado con el que había tenido relación la familia, Rafa Pous, el chico del último curso con el que ella había salido y al que Miguel había destrozado la cara en un partido de hockey. Y, tras ese comentario, todo había sido muy rápido. La mirada que su hermano le dirigió al abuelo y la sonrisita de Tato durante ese silencio. Quince años después, Kate comprendió que la idea de escarmentar a Rafa no había surgido de sus hermanos.