—¿Qué quieres que te diga? —susurró—. Por lo visto, el sargento ya te ha informado de todo.
Dana continuó hablando como para sí misma:
—No tengo ni idea de cómo se ha enterado, pero la verdad es que ya me da igual. Hoy se han llevado los sementales y mañana llevaré el dinero al banco. Lo que no entiendo es que, precisamente a ti, te cueste tanto comprender que quiera resolver mis problemas yo sola…
Kate no podía, la sacaba de quicio que no se enterase de nada.
—Sí, eso lo entendería. Lo que no me cabe en la cabeza es que pienses que los enanitos van a pagar tus deudas una noche de éstas y que, cuando te levantes, todo será de color de rosa. Lo que no entiendo es que no me hayas pedido ayuda cuando estabas en una situación tan comprometida, y lo que menos comprendo es que Miguel sepa todo esto y tampoco me haya dicho nada. Eso sólo puede ser porque tú se lo has pedido. Y, si es así, no sé qué narices pinto yo aquí.
Había alzado de nuevo la voz y Dana había encogido el cuerpo aún más. Parecía que la voz le saliera del estómago.
—No le he pedido nada. Él sólo ha intentado ayudarme, a su manera. Además, no lo sabe todo. Y, para que lo sepas, he sido yo la que no ha aceptado su ofrecimiento porque quiero arreglarlo por mí misma.
—Entonces hazlo. Pero enfréntate de una vez a tus problemas y deja de meterlos en un cajón a ver si desaparecen solos —exigió señalando el escritorio donde se apilaban las cartas del banco.
Dana la miró de frente.
—Comprendo que estés molesta. Pero yo no te digo cómo llevar tu vida, así que haz lo mismo y respétame. Tú tienes mucho lío en Barcelona. Vete y resuelve el caso del hermano de tu jefe. Yo hablaré con algún abogado conocido de la abuela para que me ayude.
Kate resopló antes de que ella hubiese terminado de hablar.
—No tienes ni idea de dónde estás metida —advirtió la letrada—. La policía ha encontrado en tu finca el bastón de Jaime. Si encuentran tus huellas en él, van a ir directos a por ti. Sólo espero que llevases los guantes puestos cuando forcejeasteis.
Por la reacción de Dana a la noticia, Kate comprendió que aquel día no llevaba guantes.
¡Dios!
Sin embargo, la terquedad irracional de la veterinaria sí seguía allí.
—Cuando eso pase, ya veré lo que hago —respondió levantando la mirada como si el rostro de la viuda fuese el de una sibila.
¿Cómo se podía tener tan poca sangre? Kate se llevó las manos a los ojos y se masajeó los párpados.
—Ella no va a venir en tu ayuda esta vez —afirmó señalando el cuadro—, no puede, y lo sabes. Si quieres otro abogado, adelante, lo comprendo. Pero eres idiota y terca como una mula, porque sabes perfectamente que nadie te defendería como yo. Ahora bien, allá tú. Sólo te daré un consejo: mueve el culo, porque tu abuela no te traerá un abogado a la puerta de la finca, ni hará bajar del cielo a un ángel para salvarte, ni te susurrará en sueños dónde está enterrado un tesoro que ponga fin a tus problemas económicos.
Después de eso, ambas guardaron silencio.
—No va a dejarme caer —susurró Dana cabizbaja.
Kate sopló. Aquello era realmente irritante.
—No lo haría si estuviese en su mano, pero no lo está. Madura, Dan, es tu vida y estás echando a perder los pocos apoyos que tienes.
Kate movió la silla y cogió la BlackBerry del bolsillo. Miró la pantalla sin verla y enarcó los labios.
—Tú verás, yo me voy arriba, mañana tengo que preparar la fiesta y luego volver a Barcelona. Pero si durante la noche se te enciende el seso y aceptas que las amigas están para ayudarse, me lo dices a primera hora. Tengo ahorros y no debería necesitar decirte que son tuyos, hasta el último euro.
Mientras subía la escalera pulsó la ruedecilla de la BlackBerry. El mensaje de Luis con los datos del técnico que le había pedido estaba ahí. Miró la hora, pero era muy tarde y estaba exhausta. Un día demasiado largo tras una noche muy corta y demasiada tensión. Pensó en la casa de Das, y en que al final ni siquiera habían ido a verla. Aunque, de todos modos, la finca Prats necesitaba el dinero, así que su verdadero objetivo —el ático de Barcelona— también debería esperar. Dijese lo que dijese Dana, ella no iba a permitir que perdiese la finca.
Antes de meterse en la cama escribió un último mensaje a Flora. Se imponía con urgencia contar con un buen penalista. Pero al releerlo cambió de parecer. Recibir un mensaje directamente de uno de los socios, sobre todo en domingo, le ponía a uno las pilas. Kate sabía por experiencia que la respuesta a esa llamada sería inmediata. Buscó con la ruedecilla en la agenda de la BlackBerry y seleccionó
enviar un SMS
. Habían pasado cinco años al otro lado de la línea y puede que hubiese llegado el momento de empezar a usar el poder de su nuevo estatus.
Cena del torneo social, Fontanals Golf
El salón principal del restaurante del club de golf estaba engalanado como en las grandes ocasiones. Habían encargado los centros florales de las mesas a la mejor florista de Puigcerdà, los manteles eran de lino, el ajuar de porcelana y las copas de cristal esa noche estaban reservadas al Moët que justificaba el precio del cubierto. La cena social era una de las veladas más esperadas y los tickets llevaban semanas en poder de los asistentes.
Magda Arderiu se acercó al alcalde por detrás y le apretó el brazo con una familiaridad que a Matilde, su esposa, y al resto de los invitados del corro, no les pasó por alto. Sin embargo, la esposa del alcalde parecía dispuesta a que ni siquiera eso le amargase la noche. Esta vez no había dejado nada al azar; y Magda lo sabía y la respetaba por eso. Aunque a Matilde le quedaba mucho por aprender.
El juez y su esposa se retiraron hacia su mesa. Magda los observó alejarse. La esposa del juez vestía el mismo conjunto del año anterior y la blusa también recordaba la moda de otros tiempos. Los vio reunirse con su hijo, su nuera y otros matrimonios. Había que reconocer que la nuera de los Desclòs llevaba en la sangre el glamur de su familia, los Güell. Lo que Magda no se explicaba era que hubiese aceptado vivir en el valle y hubiese dejado de ejercer la abogacía al casarse. Sus ojos estudiaron la actividad de la mesa de los jueces mientras asentía de vez en cuando, por inercia, a los comentarios del alcalde. La nuera de los Desclòs debía de ser la más joven del grupo y, desde luego, usaba una talla imposible. En fin, las vacas sagradas del valle empezaban a dar paso a la siguiente generación, y eso era bueno. Descubrió a Matilde buscando su propio reflejo en la cristalera de la sala y alisándose discretamente la falda larga de moaré negro. Luego, la vio observar sin disimulo sus zapatos morados de serpiente y el drapeado del vestido. Su expresión altiva la enervó. De repente, le dieron ganas de darle una lección, y se acercó más a Vicente para hablar con él.
—Y esa prueba tan concluyente, ¿no puedes decirme de qué se trata? —le preguntó el alcalde.
Magda le sonrió coqueta ignorando con descaro a Matilde.
—No, Vicente, eso es secreto, ya lo sabes. Quédate con lo que te dije; cuando reciba el informe del laboratorio, tendremos al culpable.
—Pues mira, es justo lo que necesitamos, porque la gente empieza a hablar. Y no nos conviene…
—Sobre todo cuando las elecciones están a la vuelta de la esquina —susurró Magda acercándose con complicidad.
—¿Cuándo crees que podremos anunciarlo?
—Te llamaré cuando lo tenga todo atado y nos pondremos de acuerdo para hacerlo juntos.
Vicente asintió y Magda detectó la punzada de angustia en el rostro de Matilde. La mujer del alcalde tiró de él con menos suavidad de la que pretendía y él se volvió sorprendido.
—Vamos, querido, la gente empieza a sentarse.
Vicente le ofreció a la comisaria el brazo que le quedaba libre, y Magda vio en los ojos de Matilde que, a pesar de todos sus esfuerzos, un solo gesto suyo podía amargarle la noche. Las dos mujeres se estudiaron un instante, y al fin Magda rechazó la oferta. Mientras los veía alejarse, la comisaria pensó que el corazón de la alcaldesa consorte debía de latir con rabia. Había hecho bien conteniéndose. De ese modo, su plan funcionaría y el resultado sería letal.
Magda esbozó una sonrisa satisfecha y paseó la mirada por la sala hasta regresar a la espalda de Matilde. Estaba muy por encima de ella, y ambas lo sabían.
Un par de horas atrás había visto salir de la sala a la mujer del alcalde con una sonrisa de triunfo que le desconocía. En cuanto entró y leyó la lista con la disposición de las mesas, Magda comprendió su expresión exultante y casi se dejó tentar y ordenar un cambio que le amargaría la noche a la consorte. Pero en ese momento sus objetivos eran más elevados que un simple juego de damas. Ella buscaba entrar en la división de honor. Su propia sonrisa cuando salió quince minutos más tarde con el objetivo cumplido le recordó la de Matilde. Le había costado cincuenta euros ocupar su sitio en la mesa de Casaus. Y, desde luego, que el alcalde de Pi estrenase viudedad le había venido estupendamente.
Le buscó con la mirada y le localizó charlando en la mesa que iban a compartir. Mientras se acercaba bien erguida sobre sus tacones, con el bolso morado de piel de serpiente en la mano, pensó que el lunes detendrían a la veterinaria y podría centrarse en su estrategia. Ver la reacción de la alcaldesa cuando ese asiento en el CRC fuese suyo sería de lo más reconfortante.
Finca Prats
Kate colgó el teléfono. No se sentía satisfecha por lo que acababa de hacer, pero la actitud del técnico no le había dejado alternativa. El propio Paco defendía siempre que la tecla de los niños era implacable. En cuanto su hija de doce años le diese el mensaje, estaba convencida de que aquel individuo comprendería que iban en serio, dejaría de buscar excusas y se pondría a trabajar.
Acabó de arreglarse y bajó a la cocina. A través del ventanal contempló las finas estalactitas de nieve que colgaban de las ramas del sauce. Los recuerdos de los juegos con Dana volvieron nítidos, cuando se turnaban el palo del rastrillo para llegar más alto y hacer caer más nieve, y las entradas en tromba inundaban el suelo del vestíbulo de fango y nieve. Dana siempre era quien tenía el palo durante más tiempo y luego Kate tenía que defenderla delante de la viuda cuando entraba en la casa mojada como un pingüino y lo ponía todo perdido. Había nevado mucho desde entonces y, en esencia, Kate sentía que su función seguía siendo la misma, aunque Dana se empeñase en querer saltar sin red.
Después de un sueño reparador de ocho horas, Kate se sentía como nueva. Ahora sólo tenía que esperar a que el maldito técnico la llamase y le dijese que había acabado el trabajo. Dana ya no estaba. Casi mejor, así podría desayunar tranquila y luego marcharse a casa del abuelo.
La tarde anterior le parecía un sueño oscuro y lejano, sobre todo la parte del Insbrük. Por el momento prefería olvidarlo. En cuanto a la finca Bernat, no deseaba rememorar la experiencia, pero tampoco olvidar lo que había descubierto. Con la BlackBerry en la mano, se apoyó en la baranda de madera y agrupó las fotos que había tomado del quad en un solo archivo. Luego lo mandó al número del sargento.
Nada más entrar en la cocina vio la nota con su nombre pegada a la puerta de la nevera. Típico de Dana: pedir disculpas por escrito y luego en la fiesta comportarse como si no hubiese pasado nada. Pero esta vez había ido demasiado lejos. Kate abrió el frigorífico para coger un yogur, buscó la caja de los copos suaves de avena y se sirvió dos cucharadas soperas en un bol blanco de cerámica. Mientras vertía el yogur notó la BlackBerry vibrando en el bolsillo y pensó en el andorrano. Alguien que le colgaba el teléfono no merecía que retrasase su desayuno, así que se sentó en uno de los taburetes y siguió removiendo con brío el contenido del bol.
Con la primera cucharada sus ojos volvieron a la puerta de la nevera. Continuó comiendo, pero en seguida se levantó a coger la nota. Un papel blanco doblado con el anagrama de diez letras que usaban desde siempre para ocultar sus nombres y la promesa que se habían hecho:
Daonnan Làn
. Kate se sentó y empezó a leer las cinco líneas.
He estado pensando en lo de ayer. No puedo depender de ti en esto. Tampoco es justo esperar que dejes tus cosas por mí. Será mejor que siga tu consejo y me busque un abogado que se ocupe a conciencia de sacarme de este lío con los Bernat. Esta mañana tengo que acabar unas gestiones. Nos vemos en la fiesta.
¿Se podía ser más idiota? Kate tragó lo que tenía en la boca y le dio un empujón al bol. La porcelana resbaló sobre la mesa hasta que una veta de la madera casi hizo que se volcase y tuvo que pararla con un gesto rápido de la mano. Bien, si eso era lo que quería, no había más que hablar. Soltó la nota sobre la mesa y se dirigió enojada hacia la escalera.
Subió los peldaños de dos en dos y entró en su habitación. La puerta del armario pareció poseída cuando la soltó para dejar la maleta abierta sobre la cama. Por desgracia no podía irse, desaparecer y concederle el tiempo suficiente para que se diese de bruces con un abogaducho de tres al cuarto que la hiciese desesperar hasta tener que volver con el rabo entre las piernas a pedirle ayuda. Porque puede que entonces ya fuese tarde.
La fiesta del abuelo era lo que le impedía desaparecer y darle esa lección. Aunque, de hecho, en la fiesta nada la obligaba a fingir que todo iba bien; ni con ella ni con el metomentodo de Miguel. Introdujo su ropa en la bolsa y se dirigió al baño. Su neceser estaba ya cerrado sobre uno de los estantes de mármol, lo cogió mientras se echaba un vistazo en el espejo. La muy burra no tenía ni idea del problema que iba a caerle encima cuando la policía encontrase sus huellas en el bastón, y encima ahora buscaba a un desconocido para defenderla. Además, ¿cómo se suponía que iba a pagarle? Que ella recordase, la noche anterior en ningún momento había negado que no tenía dinero. ¡Dios!
En ese instante se acordó de que el penalista del bufete al que había mandado el mensaje la noche anterior no había respirado. Embutió el neceser en la maleta y, cuando la cremallera del compartimento derecho pareció encallarse, la cerró de un tirón. El estuche del Mac y el cargador de la BlackBerry fueron a parar al compartimento izquierdo. Una de dos, concluyó iracunda, o el tipo estaba incomunicado, o mejor que estuviese muerto si no quería tener problemas graves por no responder de inmediato a una socia.