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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (47 page)

Intentó apartar la mente de ese estado de conciencia plena en el que la sumergía la presencia de Hans, y se obligó a pensar en otra cosa. ¿Cómo podía alguien ejercer ese efecto sobre ella? Parecía imposible que, después de tantos meses, sólo con mirarla consiguiese provocarle esa reacción. Cuando estaban juntos era como si algo los empujase a fundirse en uno y, cuando empezaba ese tsunami en su cuerpo, sólo había un modo de pararlo.

Por fortuna, a esa hora la cancha estaba prácticamente vacía. Los socios foráneos empezaban a aparecer sobre las nueve, y los del valle no solían acercarse por el club los días festivos para no tropezar con la odiosa avalancha de los recién llegados. Magda solía quedar con Hans sobre las ocho en el campo de prácticas, para estar solos y dar la clase en el
tee
más alejado de la casa club. Como esa mañana, a las ocho en punto. Con los ojos clavados en la bola pensó en el cuartito donde guardaban las toallas y en el banco, al fondo del almacén. Cerró los ojos un instante. Su mente seguía envuelta en el ruido de fondo de la noche anterior, pero la conciencia de tenerle a dos pasos era tan fuerte como la del palo entre sus dedos. Enlazó bien las manos en el mango y lo subió lentamente, concentrada en el movimiento, en sus rodillas, en el peso y en bajar el palo por dentro.

La bola salió alta y se alejó hasta caer a unos ciento cincuenta metros. Ni siquiera se había acercado a los doscientos veinte que solía alcanzar con el
driver
. Cerró los ojos conteniendo la rabia por no poder lanzar la maldita madera al infierno.

—Creo que no es un buen día para la clase. Deberíamos dejarlo para otro momento —sugirió la voz de Hans con suavidad.

Magda asintió sin mirarle. Sabía que los sábados él solía tener la agenda demasiado llena para quedar. Además, el hotelito estaría atestado de gente, esquiadores y familias ruidosas, no como los discretos días de entre semana, en los que apenas veían al conserje y jamás encontraban a nadie al salir. Hans pareció leerle el pensamiento.

—Tengo clase hasta las dos.

Lo miró y sus ojos coincidieron. Él lo sabía, era imposible que no advirtiese el efecto que ejercía sobre ella. De nuevo, la ceja de Hans en alto, esta vez acompañada de una sonrisa pícara.

—Si me invitas a comer, podemos prescindir del postre. Pero tiene que ser cerca del campo, a las cinco tengo clase.

No podía arriesgarse. El hotelito de la frontera con Andorra era un lugar apartado en el que no corría peligro, pero un descuido en el valle podía ser letal. Además, sólo faltaban tres días para el martes, y bien podía esperar y no arriesgarse a bajar la guardia y cometer un error. La mujer del alcalde le vino a la cabeza. Algunas le tenían ganas, el riesgo era demasiado alto. Eso le recordó la última cena con el alcalde y el problema en el que ella misma se había metido al comentar la inminente resolución del caso. Esos pensamientos acabaron con su libido de un plumazo. Metió el
driver
en la funda y cogió el carro. Ahora lo que debía hacer era meterle prisas a Silva y a los del laboratorio antes del siguiente encuentro con el alcalde. Se dio la vuelta para despedirse y sacó el móvil del bolsillo.

—Hasta el martes —dijo mostrándoselo.

Hans la observó marchar con los ojos entornados. Su siguiente alumno, un agente de bolsa con un extraño tic en el cuello, salía del servicio, y Hans le hizo señas para que se acercase. Mientras le esperaba, el holandés estudió con atención los movimientos de Magda, que se dirigía al coche. Ganarse a la comisaria había sido más fácil de lo previsto; pronto llegaría el momento de dar el siguiente paso.

75

Gasolinera de la carretera de Puigcerdà

Kate dejó el móvil sobre el asiento del copiloto. Flexionó los dedos y contempló ausente cómo los nudillos entumecidos volvían a la normalidad. A las ocho en el Insbrük. Ahora sólo necesitaba dar con algo que implicase a Santi antes de esa hora.

Probablemente estaría acicalándose para ir a la ciudad a recibir su herencia, convencido de ser el dueño de su destino y de sus propiedades. Pobre infeliz, ahora que no estaba su padre, en cuanto pusiese algo a la venta los buitres se le echarían encima como un escuadrón. Y si no se andaba con ojo, se repartirían sus tierras y, entre palmaditas condescendientes, le desplumarían. Eso si antes no actuaba la familia, como había apuntado Quer, y aparecía la hermana en busca de su parte. Kate introdujo la llave en el contacto pensando que los Salas no tendrían nunca ese problema, porque su padre ya se había ocupado de jugarse hasta el último ladrillo de la herencia.

Eso le hizo recordar que había quedado con Dana por la tarde para visitar la casa de Das. Volvió a mirar la hora. Apenas habían pasado cinco minutos y suspiró con impaciencia. Necesitaba moverse. Esperar dentro del coche a que pasase el tiempo era absurdo. Sobre todo porque se arriesgaba a que cualquier conocido se acercase para saludar a la nieta del ex comisario. Y ya había tenido bastante en el funeral. Buscó la funda de las gafas de sol y se las puso antes de encender el coche. La luz del indicador de la gasolina le dio una idea. Recuperó la BlackBerry del asiento del copiloto y escribió un SMS a Dana para pedirle que buscase en los papeles de la compra del quad la marca y el modelo de neumáticos y le remitiese un mensaje con los datos.

Quer le había abierto el cielo al mencionar al notario porque en ese instante Kate supo lo que tenía que hacer. Entrar en casa ajena sin permiso era allanamiento, lo sabía, pero estaba convencida de que el quad de Santi era la clave para alejar las sospechas de Dana, o por lo menos para que dejase de ser el único foco de atención. Y Santi vivía solo, así que la finca estaría vacía.

Y eso le recordó la jugada sucia de Bassols. Maldito judas… No debió de haberse fiado de él ni de su buena disposición cuando pactaron el aplazamiento. Todo falso. Ahora comprendía sus blandas exigencias a la hora de negociar, porque lo que buscaba en realidad era distraer la atención y dañar su imagen ante el juez. El cuerpo le había pedido ponerle a caldo en el mismo instante en que lo supo, por teléfono y en caliente. Pero una de las máximas de Paco cuando alguien intentaba traicionarle era que la venganza se sirve fría, y ella había aprendido a contener sus impulsos y a esperar el mejor momento para jugar sus cartas.

Por lo pronto, necesitaba localizar el quad de Santi. Se le ocurrió que los Bernat tenían muchas propiedades y que podía haberlo escondido en cualquiera de ellas. Pero la intuición le decía que Santi no se habría alejado mucho del vehículo para tenerlo controlado. También cabía la posibilidad de que hubiese limpiado a fondo los neumáticos, o incluso de que los hubiese cambiado. En fin, tendría un par de horas como mucho para investigar por allí.

A las once y media Kate salió de Puigcerdà en dirección a Das. Todavía notaba un escozor irritante en la garganta cuando intentaba tragar con normalidad y, aunque no quería pensar en ello, recordaba perfectamente lo que le rondaba por la cabeza en el momento de atragantarse. En cuanto a la conversación con el sargento, le había quedado claro que era del tipo estoy encantado de conocerme y, nena, te voy a hacer un favor. Como Miguel y la mayoría de sus amigos, que, incapaces de madurar, se dedicaban a los dardos, a las jovencitas impresionables de la zona o a las mamás accesibles. Kate se estaba preguntando si el sargento tendría pareja cuando advirtió que iba demasiado rápido para girar en la gasolinera y frenó de golpe con la vista en el retrovisor. El bocinazo no se hizo esperar y Kate no pudo entrar en la gasolinera. Tuvo que llegar hasta el desvío de Ventajola para poder cambiar de sentido. Céntrate, Kate, por Dios.

Puso el intermitente y se detuvo en uno de los surtidores. Despertar la duda sobre Santi era mucho más fácil que conseguir que considerasen a Dana inocente. Miró la hora, no era probable que Santi hubiese salido de casa tan pronto. Cuando fue a pagar, compró unos chicles y un ticket para el túnel de lavado. Al salir, la cola llegaba casi a la carretera y, aunque estuvo tentada de sumarse a ella, no lo hizo. Sin embargo, sí que se fijó en el último de los coches.

El dueño lo había tenido encerrado mucho tiempo y aún se notaban las marcas de polvo sobre el capó. Era un Mercedes antiguo, un biplaza clásico azul marino con tapicería de piel clara. Un 350 SL del 71. Precioso, pero la cabina estaba vacía, y Kate no quiso esperar a ver quién era el obtuso que mantenía una obra de arte en tan malas condiciones. Subió al coche y decidió ir tirando y esperar en Alp. Pero cuando arrancaba vio por el retrovisor a un tipo de casi dos metros que entraba en el clásico. Era joven e iba solo. Kate le observó acomodarse, cerrar la puerta y contorsionarse buscando dónde meter la llave. Cuando él levantó la cabeza, Kate entornó los ojos y le observó avanzar hacia el túnel con la vista al frente y la cabeza alta. Recordó su conversación con Quer… Puede que Santi fuese tan distinto de su padre que sí estuviese valorando vender las tierras y buscar una vida mejor. ¿Quién iba a culparle por ello después de haber vivido siempre a la sombra de Jaime Bernat? De hecho, era un verdadero milagro que no fuese un psicópata como su padre.

No obstante, había algo que no podía olvidar: hasta que desenmascarasen al verdadero asesino de Jaime Bernat, Dana seguía la primera en la lista, y ella continuaba atada al valle sin poder ocuparse de Mendes. Puso el coche en marcha y lanzó un último vistazo al retrovisor. El clásico empezaba a entrar en el túnel. Tenía vía libre en casa de los Bernat.

76

Urús

J. B. Silva tomaba las curvas de la subida al túnel del Cadí con calma, como si llevase un tarro de miel abierto en el asiento trasero. Por lo menos, ya no llovía como a la ida. En casa de la señora Rosa no había podido meterse nada entre pecho y espalda, a pesar de la insistencia enfermiza con la que la mujer le había ofrecido el estofado. En lugar de eso, había acomodado a su madre en la butaca de la tele con la manta de lana sobre las rodillas y se había despedido hasta el miércoles.

Ahora, de vuelta al valle, seguía con la intuición de haber dejado en Cornellà algo más que las ganas de correr. Pero al salir del túnel, por un instante, la luminosidad del ambiente le produjo una sensación de plenitud inesperada. Un sosiego plácido que convirtió sus preocupaciones en algo lejano y le incitó a llenarse los pulmones.

Sin embargo, pronto volvieron sus fantasmas y ya no pudo quitarse de la cabeza que por primera vez su madre se hubiese asustado al verle, como si fuese un extraño. Porque eso le había dejado una sensación de desamparo en el cuerpo y un vacío en el estómago que aún le duraban. Después, apenas le reconoció unos minutos en toda la mañana. El resto del tiempo llamaba Juan al nieto de dos años de la señora Rosa, y a ella, madre. Tal era el panorama que dejaba atrás; una mente anegada por recuerdos fragmentarios y caóticos en un cuerpo frágil y sin futuro, aunque la vecina lo sobrellevase con un aplomo que ya le hubiese gustado para él.

Pero es que doña Rosa se quitaba un peso de encima, mientras él, en cambio, tenía la sensación de estar echándose a la espalda un saco de culpa negra como el chapapote para el resto de sus días. Y ese peso había empezado a notarlo desde que cruzó detrás de ella la puerta de las teresitas. A pesar de saber a lo que iba, el olor a enfermedad, a despedida y a desesperanza que lo impregnaba todo le dejaron aturdido para el resto del día.

La señora Rosa había querido que fuesen juntos, los dos, mientras Mari se quedaba con su madre en el piso. A J. B. le avergonzaba recordar que a la vuelta había tenido que contener las náuseas y que los remordimientos ni siquiera le permitieron acercarse a ella. La monja les había dicho que esperaban que el miércoles quedase libre una de las habitaciones individuales, y la señora Rosa había cogido los papeles por él, como si el trato estuviese cerrado. Ella decidía. Alguien debía hacerlo.

Al salir, él le había insinuado que la entrada le parecía cara y ella empezó a andar bien erguida hacia su casa, fingiendo no escucharle. Y ni siquiera le había dado tiempo a volver a abrir la boca cuando le advirtió, sin mirarle ni detener el paso, que las otras residencias que había visitado no eran para su madre, y que se preocupase de tenerlo todo resuelto para el miércoles, que ella le prepararía la maleta y todo lo necesario.

Cuando habían llegado al piso, el perito, un chico joven con aspecto de acometer su primera visita, los esperaba charlando con la hija mayor de doña Rosa. Cuando entraron, Mari le puso el abrigo a su niño, lo metió en el cochecito y, al salir, le dio a J. B. un apretón en el antebrazo con su escuálida mano y el par de besos más tiernos que había recibido en mucho tiempo. Él no tenía ni idea de por qué en ese momento le habían recordado a Tania.

Su madre, mientras hablaron del piso con el perito, ni siquiera entendió lo que ocurría. Y eso que él, con el frío metido en el cuerpo desde la visita a las teresitas, la había ido vigilando de reojo por si notaba que comprendía adónde la iban a llevar y lo que le harían a su casa. Pero en todo el rato no había movido ni un músculo, ni tan sólo el dedo sobre el mando de la tele. Para acabar de redondearlo todo, a media conversación había llamado Errezquia para decirle que el cliente había cambiado de idea. En ese momento, J. B. no supo si aquello era una mierda o la salvación de su madre. Sin embargo, lo único que sucedía era que el cliente no quería ver la moto en Barcelona sino en Urús, sobre las seis de la tarde. Fue como si le quitasen un anzuelo que había empezado a tirarle del estómago sin darse cuenta. Y al colgar volvió a sonar el teléfono, esta vez un número oculto. Estuvo a punto de no coger la llamada, pero doña Rosa estaba en plena faena con el perito y prefirió no intervenir, así que respondió. En cuanto supo quién era le hizo un gesto a doña Rosa y salió al rellano. Al colgar mantuvo un buen rato la sonrisa en la cara mientras volvía a entrar en el piso y fingía escuchar a doña Rosa, que se despedía del chico. Cuando la mujer cerró la puerta, le metió a J. B. una tarjeta en el bolsillo de la cazadora y le informó de que ella misma se ocuparía de las obras.

Todo estaba arreglado. El miércoles, su madre ingresaría en las teresitas y, el jueves a las ocho de la mañana, el albañil comenzaría a picar el piso. Lo podrás alquilar antes, le dijo, y lo dejó frío. Debía reconocerle a doña Rosa que había nacido para negociar. Con su metro y medio escaso, y esa delantera que hacía que a uno se le doblase la espalda sólo con mirarla, no había forma de meter baza cuando soltaba esas sentencias. Sus ojillos negros y vivarachos repartían órdenes con sólo cambiar de dirección y la curva de sus labios le indicaba a uno si la cosa iba a prosperar. Y, con esos pensamientos, J. B. cruzó el peaje del túnel y torció a la derecha hacia Urús.

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