El despacho del ex comisario era una habitación pentagonal con tres paredes acristaladas. Ocupaba la parte noroeste de la casa. A esa hora de la tarde el sol de noviembre entraba con timidez y, aunque la llenaba de una atmósfera cálida y confortable, se podía respirar la tristeza perenne de las tardes de domingo. Una de las paredes estaba forrada de estantes atiborrados de libros y algunos marcos con fotos familiares, igual que las dos hileras de anaqueles bajo los ventanales. La otra estaba revestida de madera y apenas colgaban un par de cuadros en ella. El anfitrión le pidió que se sentase en una de las butacas y le ofreció un brandy. J. B. no quiso hacerle un feo y aceptó una copa que no pensaba tocar. Observó la madera de la pared que tenía enfrente y no tardó en darse cuenta de que era un inmenso armario. Seguro que el ex comisario guardaba ahí sus documentos. Mientras pensaba en lo que atesoraba esa pared oyó a su espalda cómo abría la botella y el tintineo del líquido al caer en la copa.
—Sargento.
J. B. se volvió a mirarle.
—No me sirva mucho, señor —pidió.
El ex comisario frunció el ceño y le mostró la copa.
—Me las regalaron cuando cumplí los sesenta. Desde entonces ya ha llovido bastante —constató—. En cuanto a la cantidad, la adecuada es aquella que permite tumbar la copa horizontalmente sin que se derrame. ¿Lo sabía?
J. B. asintió y cogió la que le ofrecía en el momento en el que la hija de Tato abría la puerta.
—Abuelo, se van los cazadores. ¿Sales?
El ex comisario miró a J. B. y él sonrió.
Cuando se quedó solo dejó la copa sobre la mesa y contempló las montañas a través del ventanal. Esperaba que la despedida fuese rápida. Entonces dejó la copa y se fijó en el marco que había sobre la mesa.
Miguel debía de tener unos catorce años y la misma sonrisa que ahora. Sostenía orgulloso bajo el brazo un casco negro forrado de adhesivos. A su lado, reconoció la cara pecosa de Tato, sus ojos achinados y la expresión aguerrida del que es capaz de cualquier estropicio. Él era el que apoyaba la mitad del cuerpo sobre el sillín de la moto, haciendo equilibrios y mirando a la cámara con el desparpajo de los temerarios. Ella sí había cambiado. La niña del peto tejano y los ojos despiertos, con la llave inglesa en la mano y el pelo enmarañado en dos coletas a ambos lados, le pareció una delicia. Los ojos eran los mismos, algo rasgados y de color avellana, pero había en ellos una expresión franca y un brillo de felicidad que ahora habían desaparecido. Ella era la protagonista absoluta de la foto. La seguridad con la que su mano derecha se apoyaba sobre el depósito daba una idea del orgullo con el que había posado, y J. B. se quedó pasmado mirando las cuatro letras bordeadas que tanto adoraba. En ese momento oyó la puerta tras él.
—No sabía que tenían una OSSA —dijo.
El ex comisario asintió.
—Mi hijo tenía varias. De hecho, las coleccionaba y pasaba más tiempo con ellas que con ninguna otra cosa. Y ella —añadió señalando a Kate— era su mejor ayudante. Ahí debía de tener ocho o nueve años. Esa foto la tomó cuando acabaron de restaurar esa 125B del 51.
J. B. estaba alucinando.
—Es una preciosidad. ¿Aún la tiene?
El ex comisario le miró sorprendido.
—Me extraña que Miguel no te hablase de ellas. Están en la parte de atrás del garaje, bajo unas lonas que hice fabricar a medida. Cuando mi hijo murió las guardamos allí y nadie ha vuelto a tocarlas.
No le pasó desapercibido el aplomo con el que el ex comisario se refería a la muerte de su propio hijo.
—La verdad es que no me ha hablado nunca de eso; y es extraño, porque sabe que yo también las colecciono. De hecho, estoy poniendo en marcha un proyecto para restaurar modelos antiguos y venderlos en la Red.
—¿Y has vendido muchas?
J. B. titubeó:
—Bueno, lo cierto es que sólo tengo cuatro y, la verdad, aún no están del todo perfectas, así que no tengo prisa —mintió acordándose del comprador impresentable que le había mandado Errezquia.
El ex comisario sonrió y le mostró la copa como si quisiera brindar. Luego se volvió hacia la pared y la presionó para abrir el plafón de madera.
—O sea, que no has vendido ni una.
—No señor, aún no.
—Ni lo harás —sentenció—. Esas motos crean adicción, son como un miembro de la familia. Créeme, lo sé por experiencia. Ésas —dijo señalando con el dedo hacia afuera— llevan en ese garaje casi veinte años y nadie les ha quitado la funda en todo ese tiempo, pero si se me ocurriese hablar de venderlas se me echarían los tres encima como lobos.
—Si quiere que les eche un vistazo, señor, sólo tiene que decirlo.
—No, gracias, sargento. De hecho, no estamos aquí por las motos.
El ex comisario se pasó los dedos por el flequillo blanco y J. B. pensó que, con su edad, tenía una planta imponente.
—No, señor. El sobre que le di antes con el CD contenía las fotos que me pidió de la botella de brandy. Le agradeceré cualquier ayuda con la bodega.
Él asintió y dejó el sobre al que se refería J. B. sobre la mesa. Al ver su cara de asombro le aclaró:
—Le dije a Nina que lo subiese al despacho.
Entonces corrió el plafón de la pared de madera hacia la izquierda.
Lo primero que llamó la atención del sargento fue la vitrina con las armas. Cuatro escopetas de caza impecables y varias cajas de munición de distinto calibre, todo bajo llave. Al sargento no le pasó inadvertido el leve movimiento de la mano del ex comisario bajo la mesa ni el modo en el que se abrió el archivador de cuatro alturas cuando la retiró. El anfitrión buscó entre las carpetas colgantes, sacó una y se la puso bajo el brazo. Luego volvió a cerrarlo todo y la pared ocultó de nuevo sus tesoros y ofreció otra vez el aspecto anodino de los plafones desnudos de madera. Dejó la carpeta delante de él y J. B. leyó las iniciales: CRC.
—Tengo especial interés en que se resuelva este caso.
J. B. frunció levemente el ceño y el ex comisario asintió.
—Hace dieciocho años ocurrió algo que no pude resolver y que he vuelto a retomar recientemente. Supongo que Miguel tampoco te ha hablado de su padre.
Silva negó con la cabeza. El cambio de tercio le había pillado por sorpresa. Entrar en temas familiares no parecía algo propio del ex comisario. Más bien poseía talante de hombre reservado, y eso le puso sobre aviso.
—El padre de Miguel murió en un accidente. Días antes supe de ciertas incorrecciones que cometió y que intenté ocultar.
J. B. reparó en su honda respiración y en el movimiento ascendente de la nuez.
—No me enorgullezco de ello, la verdad, es la única vez en mi carrera profesional en la que no cumplí escrupulosamente la ley. En lugar de eso, le obligué a dejarlo a cambio de pedir su traslado y no denunciarle. Él me prometió cumplir su parte del trato.
El ex comisario cogió la copa y se acercó al ventanal.
—Pero entonces recibí una amenaza anónima y, ante eso, no me quedaba otro remedio que actuar contra él. Esa noche fui a su casa y le convencí para que testificase contra los que le habían metido en el negocio. Se negó en redondo, pero poco a poco fue contándome algunas cosas. Cuando supe que se ocupaba de asegurar el paso de cierta carga por la frontera para alguien muy importante, le exigí nombres. Me advirtió que no podía decirme nada por el bien de todos, pero que lo dejaría. Él quería dedicarse a las motos, por lo que le prometí que le ayudaría a reorientar su vida cuando todo saliese a la luz. Al día siguiente, en contra de su voluntad, fuimos a consultar a un abogado de Barcelona. Le contó muy por encima lo que sucedía, y el abogado nos dijo que aunque colaborase era probable que él también fuese a la cárcel por un tiempo. Salí de allí bastante hundido, la verdad. Como sabes, la cárcel no es el mejor lugar para nosotros, pero intenté animarle y le aseguré que con mis contactos tal vez consiguiésemos algún tipo de régimen abierto. No quiso ni escucharme. Me dijo que necesitaba un par de días para dejarlo y que luego se iría. El accidente fue tres días más tarde.
J. B. apartó los ojos de la copa de brandy que Salas-Santalucía le había servido.
El ex comisario se volvió hacia él y le mostró la copa. Pero tampoco bebió. Sólo continuó hablando con la vista en el horizonte.
—Según el informe, simplemente se salió en una curva al volver de La Seu. Y ahí acaba todo.
Se volvió de nuevo y enarcó las cejas. J. B. le sostuvo la mirada. Por primera vez desde que le conocía, detectó el peso invisible sobre sus hombros, y sus setenta y cinco años se hicieron patentes. Pero la intuición le decía a J. B. que el ex comisario no sólo buscaba sincerarse; no era de los que contaban cosas como ésa sin un objetivo. Y el sargento siguió escuchando, en silencio.
—Ese día me llamó desde Francia y yo no le cogí el teléfono. Estaba tan enfadado y decepcionado con su comportamiento que lo ignoré. Cuando volvió a llamar la secretaria me lo pasó sin avisar.
J. B. pensó en Montserrat y en su llamada para que fuese al entierro de Bernat.
—La última vez que hablamos me dijo que no podía dejarlo, que le habían dicho que si lo hacía no caería solo y que para pagar sus deudas había hecho algo terrible, algo que no podría perdonarle. Entonces comprendí que había vuelto a jugar, discutimos y le colgué el teléfono. Ésa fue la última vez que hablé con él.
Tras una breve pausa, continuó:
—Quizá fue por eso por lo que, cuando leí el informe y vi las fotos, no pensé nada. Tan sólo que había sido un accidente.
El ex comisario se dejó caer en la butaca y se echó ligeramente hacia atrás con la copa aún en la mano. Miró a contraluz el licor, como si buscase algo en él, y J. B. se dio cuenta de que casi no se había servido. La propia experiencia le había enseñado que la culpabilidad mezclada con el alcohol era como una losa que le impedía a uno volver a levantarse. Y, por alguna razón, intuyó que el ex comisario también lo sabía.
—El caso es que, después de esa visita al abogado, mi hijo desapareció un par de días. Luego supe que había estado en Francia, pero ya no volví a verle con vida.
El sargento lanzó una mirada a su copa y esperó.
—A los pocos días recibí la llamada de un notario de Darque, un pequeño pueblo costero al norte de Portugal. Resultó que una empresa promotora de allí era la nueva propietaria de la casa de mi hijo. Como prueba, aportaban un documento que exponía que él había perdido la propiedad en una apuesta. Todo era legal, por increíble que pareciera, y absolutamente irrevocable. Entonces comprendí a qué se refería cuando me dijo que había hecho algo terrible. Había dejado a sus hijos en la calle y la versión del suicidio fue tomando fuerza en mi cabeza.
Un rictus cruzó el rostro del ex comisario.
—Nunca fue muy valiente, la verdad —se lamentó.
Y tras un corto silencio se incorporó en la butaca y apoyó los brazos sobre la mesa para continuar.
—A pesar de eso, después del entierro decidí que los que le habían metido en aquello tenían que pagar, y empecé a investigar. Poco después recibí la segunda nota, que alguien había dejado en mi despacho de la comisaría. Me amenazaban con destaparlo todo y acabar con mi carrera. Afirmaban que había pruebas de que yo estaba al corriente de todas sus actividades desde el principio, y por ese motivo, después de algunas noches sin dormir, lo dejé. Sobre todo por ellos —justificó señalando la foto que había sobre la mesa.
—Nuestra familia acaba en esa foto, no tenemos más parientes —añadió apuntando con la copa al marco que J. B. había estado mirando.
El sargento pensó en su madre y en que algunos ni siquiera podían contar con eso. Y entonces se preguntó qué habría sido de la madre de Miguel. Pero el ex comisario seguía hablando y comprendió que él estaba allí sólo para escuchar.
—Hace algún tiempo, cuando me jubilé, empecé a darle vueltas de nuevo. El anónimo que prendió todo aquello lo envió alguien relacionado con esa carpeta —afirmó señalando el dossier de las tres iniciales.
—¿Cree que lo de su hijo puede tener algo que ver con la muerte de Bernat?
El ex comisario permaneció en silencio.
—Hace unas semanas, mientras cazaba, oí a alguien hablando por teléfono. Fue una casualidad. Algo fortuito. Yo iba con Miguel y no podíamos ver quién estaba hablando al otro lado del zarzal que separa los terrenos, así que nos quedamos quietos esperando a que se fuesen para seguir a lo nuestro. Entonces reconocí la voz de Jaime Bernat.
El ex comisario le mostró la copa vacía al sargento mientras se levantaba. Él negó con la cabeza y su anfitrión rodeó la mesa hasta el mueble bar. Cuando J. B. se volvió para seguirle con la mirada, reconoció la botella de inmediato.
Tras un primer instante de desconcierto, se convenció de que debía de haber cientos de Ximénez-Spínola iguales en el mundo. Observó cómo el ex comisario se servía otro poco. Permanecía de pie, con un aspecto más que saludable y el bastón apoyado en la mesa. J. B. se preguntó si se estaba volviendo paranoico al valorar esas sospechas absurdas. Setenta y cinco años tampoco eran tanto, pero de inmediato recordó cómo se había cogido a la barandilla para ayudarse a subir la escalera desde la sala. Intentó imaginarle planeándolo todo y le sorprendió la seguridad con la que su propia mente dijo sí a esa posibilidad. Y de pronto no le pareció tan buena idea haber traído las fotos con él, ni haberle pedido ayuda con el caso. Entonces, la paciencia con la que había esperado mientras el ex comisario le contaba la historia de su hijo dio paso a una especie de incomodidad. Justo cuando comprendió que iba a pedirle un favor, un favor que no quería escuchar.
Y por un momento pensó que todo aquello era parte de un plan para acabar pidiéndole que se olvidase del asesinato de Jaime Bernat. Pero el ex comisario continuó.
—Por lo que pude entender de la conversación, alguien no se había ocupado bien de que cierto material llegase a Toulouse. Pero cuando Jaime amenazó a su interlocutor y le oí decir que si caía no lo haría solo, lo entendí todo. Ésa es la frase que llevo veinte años intentando relacionar con algo. Comprenderás que se me revolvió el cuerpo cuando entendí que Bernat estaba detrás de todo aquello.
El ex comisario esperaba su reacción, y J. B. respondió encogiéndose de hombros, enfrascado aún en sus propias cavilaciones. No entendía nada. Cogió la copa y se la acercó a los labios. Pero antes de que tuviese tiempo de beber un trago, su anfitrión sentenció: