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Authors: Carolina Solé

Tags: #Intriga

Ojos de hielo (57 page)

—Ésas fueron las mismas palabras que alguien le dijo a mi hijo y las últimas que escuché de su boca. ¿Comprende?

J. B. dejó la copa intacta sobre la mesa. Seguía sin entender de qué iba todo aquello. Se preguntó hasta qué punto estaba Miguel implicado en el asunto. El ex comisario, ajeno a sus elucubraciones, añadió:

—Sólo fue una conversación; de hecho, la mitad de ella. Pero desde entonces sé que ellos están detrás de las actividades de mi hijo y que tuvieron algo que ver en su muerte. Jaime no actuaría solo en algo así.

El sargento esperó en silencio. Intuía las vueltas que daba el comisario a lo que quería pedirle y no fue consciente de que se iba echando hacia atrás hasta que notó cómo su espalda tocaba la butaca. Se irguió e intentó relajar los hombros. Entonces miró el bastón del ex comisario y pensó si Miguel podía ser el ejecutor, o tal vez sólo el mensajero.

—Llevo años investigando las actividades de algunos miembros del consejo. En esa época, Jaime Bernat se hizo con unas tierras en La Seu que le costaron mucho dinero, unas tierras casi en la frontera con Andorra y por las que también pujaron otros miembros del consejo. La información proviene de uno de los subasteros más importantes de la zona. Por lo que sé, las actividades del consejo no se limitaban a la concesión de las licencias y la recalificación de tierras. Pero estoy convencido de que fue Jaime quien amenazó a mi hijo.

A esas alturas, J. B. estaba tan ensimismado en sus propias conclusiones y en lo que significaba que los Salas estuviesen metidos en el caso que ni siquiera oyó las últimas frases. Hasta que el ex comisario se sentó en su butaca y le miró a los ojos.

—Sargento, sólo le pido que continúe con la investigación por mí y yo le ayudaré en lo que pueda.

Cuando por fin comprendió las verdaderas intenciones del ex comisario, J. B. respiró hondo. Necesitó hacerlo varias veces para tranquilizarse y se sintió agradecido, aunque no sabía a quién o a qué lo estaba. Asintió e intentó sonreír.

El que tenía delante sólo era un hombre que pedía ayuda para investigar a los miembros del CRC en relación con la muerte de su hijo, y eso sí podía hacerlo.

Cuando salieron del despacho, algo había cambiado en la forma en la que veía al ex comisario. No podía apartar de su mente la sensación de frustración y sorpresa en el instante de duda y, aunque había prometido ayudarle a encontrar la relación entre la muerte de su hijo y el CRC, en todo ese asunto había algo que no cuadraba. Por su parte, Salas-Santalucía le había prometido trabajar en la botella y averiguar quién la había enviado.

Al bajar por la escalera se cruzaron con Miguel y con su hermana.

El perfume a su alrededor era el mismo que la noche anterior. J. B. recordó las coletas y su mano de ocho años apoyada con autoridad sobre el depósito de la moto, y le sonrió. Ella pareció extrañarse y frunció el ceño. Rencorosa. Desde luego, quedaba bien poco de aquella pequeñaja graciosa que reparaba motos con su padre.

88

Carretera de La Seu, km 68

Al final no había cogido el Mercedes porque para ir a La Seu no necesitaba lujos y la
pick-up
era más cómoda, más amplia y tomaba mejor las curvas. Además, un deportivo siempre hacía que la gente intentase identificar al conductor, y él quería pasar desapercibido. Incluso se le ocurrió que quizá el abogado subiese la tarifa si le veía en el cochazo. Santi puso el intermitente y se incorporó a la general.

Los domingos el tráfico iba en sentido contrario, así que seguro que a la vuelta encontraba algún atasco. Eso ya le puso de mal humor y aceleró para meterle presión al BMW X5 andorrano que tenía delante. El arrebato por lo ocurrido en la notaría ya se le iba pasando. De hecho, mientras desayunaba el pan con ajo se le ocurrió que, después de tantos años, ella no querría entrar en disputas con él. Siempre fue una niña buena y eso no tenía por qué haber cambiado. Pero del marido no sabía nada; puede que ése sí fuese un mal bicho. A lo mejor la estaba manipulando. ¿Por qué si no una Bernat iba a dar poderes a un extraño para que actuase en su nombre? Santi bajó la ventanilla y al inspirar notó un dolorcillo en el pecho. Repitió la inspiración, atento al dolor, pero esa vez no notó nada. Tranquilo, a lo mejor se conforman con cuatro duros. Al fin y al cabo la herencia es todo tierra, ¿y para qué quieren ellos tierra sin recalificar a doscientos kilómetros de su casa?

Cerca del cruce con Bellver le adelantaron un coche de policía y dos ambulancias. Seguro que algún forastero se había metido en un lío. Miró la hora. Los borrachos del sábado noche ya estaban en retirada, por lo que debía de ser un rezagado que había alargado la fiesta. Bueno, por él podían pasar todos, iba con tiempo y tampoco sabría qué hacer en La Seu si llegaba demasiado pronto.

Pero al llegar al cruce vio varios coches de la policía. También una ambulancia al lado de un vehículo rojo que estaba destrozado. En el puente del Segre habían afianzado una grúa de las grandes y del brazo pendía lo que quedaba de un coche, un amasijo de hierros que chorreaba una cascada de agua. Con los ojos clavados en la matrícula, Santi levantó el pie del acelerador. Sus labios se separaron sin poder apartar los ojos mientras volvía a leer los números junto a la doble D. Apenas quedaba rastro de la cabina. Entonces vio cómo un enfermero corría de una ambulancia a la otra transportando una especie de ordenador en las manos. Dudó si parar y miró alrededor de los vehículos, pero no vio lo que buscaba. Sólo había policías, y empezó a notar una especie de bola en la garganta, igual que el día en que llegó a casa, de pequeño, y su padre le dijo que ellas ya no estaban.

Conocía bien la sensación porque le había aprisionado el pecho durante meses. Y ahora otra vez. Se frotó la cara con furia, notando cada uno de los cráteres que le habían dejado la pubertad y la varicela, y empezó a rascarse con violencia la parte baja de la barba. No iba a permitir que la bola volviera a metérsele dentro porque sacarla costaba un mundo. Eso lo sabía de sobra, y con ese pensamiento se forzó a pisar a fondo el acelerador. Pasó de largo el cruce sin mirar atrás, si no la dejaba aposentarse, puede que desapareciese y le dejase tranquilo esta vez.

Entonces se obligó a pensar que tal vez fuese un golpe de suerte, que sus problemas acababan ahí, como su idea del viaje o de tenerla para él solo. Puede que su destino fuese estar así, que hubiese nacido para vivir solo, un rico heredero… atado a la tierra como un maldito árbol. Soltó un taco y sólo una vez, muy fugazmente, miró por el retrovisor.

1981

Las pocas veces que le preguntó por su madre, la respuesta fue siempre la misma: una extraña mueca entre el desprecio y una fingida conmiseración que le dejaba desarmado y sin ganas de insistir. La primera frase casi nunca variaba: «Ya sabes que tu madre no era muy lista…», y el final siempre era el mismo: «… porque tú y yo somos iguales, y la gente como nosotros no necesita a nadie, somos autosuficientes». Pero, a sus trece años, las cartas que había descubierto le otorgaron por primera vez el privilegio de la información y también el poder de decidir qué hacer con ella. Se sentía más alto y fuerte, y, sobre todo, mayor. Decidió guardar el secreto y quedarse, para él solo, lo que sabía por las cartas; ya tendría tiempo de verificar si las conclusiones a las que había llegado eran ciertas. A la tía, tantos años de salidas nocturnas recorriendo los lugares noctámbulos de la ciudad, y cierta propensión en su genética, le dejaron una herencia asmática que a los cincuenta y cinco empezó a necesitar de un inhalador. La enfermedad fue el principio del declive de su actividad social, y poco a poco espació sus salidas hasta reducirlas a la misa del domingo y al chocolate de los sábados por la tarde en la calle Petritxol. Así fue como ella empezó a pasar mucho más tiempo en el piso mientras él seguía con su rutina perfecta. Sólo en una ocasión la tía le contó algo de interés sobre la familia. Fue el día que ella le habló de la injusta supremacía del poder masculino y de cómo su sobrino, el hermano de su madre, le había enviado cuatro perras para cuidar de ella y de él cuando naciese. Y de que ella se había tenido que conformar con mantenerlos allí sin apenas beneficio porque jamás se habían vuelto a acordar de ellos. Aquel día la tía le dio una llave, la de la habitación del fondo del pasillo en la que él había nacido y que había ocupado su madre los últimos meses de vida. Él la había metido en su bolsillo y había esperado al sábado para usarla. Cuando entró, la habitación estaba oscura, y las persianas bajadas dejaban entrar un poco de luz por las ranuras, cosa que le imprimía un halo de irrealidad. Él subió las persianas y abrió un poco la ventana. En aquel ambiente tan cerrado costaba respirar, pero apenas lo notó. Los muebles estaban cubiertos con sábanas blancas y la imagen le recordó a la de los muertos, a los que tapaban del mismo modo. Tiró de una sábana y apareció una cómoda igual que la de la tía. Respiró hondo, y empezó a explorar el contenido de los cajones. Ropa, toallas, medias, libros. Los abrió en estricto orden, de arriba abajo y de izquierda a derecha, para no olvidarse nada. Lo fue devolviendo todo a su lugar. El ruido que hizo la puerta del piso al cerrarse le sacó de su estado de concentración y levantó la vista. La luz del día agonizaba ya y el silencio de la casa le caló la mente. Le dolían las piernas de estar tanto rato de pie, sin moverse, y hacía frío. Cerró el último cajón algo decepcionado: nada de aquello le era familiar, nada. Cerró las ventanas y se sintió extraño. Como si alguien hubiese vaciado su vaso justo cuando iba a beber. No había encontrado nada —un olor especial, un tacto familiar— que le conectara con lo que contenía aquel cuarto, con su madre. Había ido haciendo una lista en su mente de lo que quería conservar y fue abriendo los cajones en los que se encontraba cada una de esas cosas. A la hora de la cena salió y volvió a cerrar la puerta con llave. En la mano llevaba un álbum con fotos y la documentación de su madre, un neceser y un par de guantes blancos que olían a violetas.

89

Casa del ex comisario Salas, Das

Kate colgó por tercera vez el teléfono y buscó a Miguel. Sólo iba a acercarse a la finca para ver qué le pasaba a Dana. Su hermano hablaba por teléfono y colgó en cuanto la vio.

—Dana no ha venido y no me coge el móvil.

—A mí tampoco. Le acabo de dejar otro mensaje. ¿Te dijo que no vendría?

—¿A mí? No, ¿por qué?

—No sé cuán enfadada la dejaste…

—¡Serás idiota! Me dejó una nota en la que me decía que nos veríamos aquí.

Miguel sonrió e inmediatamente frunció el ceño.

—Entonces sí que es raro. Mira, voy a la finca a ver lo que ha pasado. Sólo me lo explico si ha ocurrido algo con algún caballo o la han llamado por una urgencia —comentó preocupado.

—O no tiene batería.

Miguel la miró acusador y Kate enarcó las cejas. Esa costumbre suya de soy-el-más-bueno la ponía de los nervios.

—Iré yo —anunció Kate.

—No, mejor quédate y cuando la encuentre te llamo.

—Ni hablar, pero si quieres puedes venir conmigo.

—Alguien tiene que quedarse por si el abuelo necesita algo.

—¿Y Tato? —propuso Kate.

Ambos le buscaron.

Al fondo de la sala, casi al lado de la bodega, Tato estaba discutiendo con una chica. Miguel la miró.

—Creo que necesita toda la energía para convencer a Martina de que deje a Nina vivir con él.

Kate buscó a su sobrina. Ver discutir a sus padres no debía de ser nada agradable para ella aunque estuviese más que acostumbrada a esos enfrentamientos.

Nina permanecía sentada en una de las butacas con las piernas cruzadas, los auriculares puestos y la atención en la pantalla de su iPod, aunque cada pocos segundos miraba de soslayo hacia donde estaban sus padres como para cerciorarse de que ambos seguían allí. Kate los miró indignada. ¿Acaso no veían el tiempo que estaban desperdiciando y el mal que le hacían?

—Vale, me quedo, pero llámame —cedió pensando en Nina—. Y échale bronca por no avisar. Ah, y cuando volváis trae la maleta que he dejado en la entrada de la casona. Así me podré ir directa al túnel.

Miguel asintió y ambos se dirigieron a la escalera. En lo alto, el ex comisario y el sargento empezaban a bajar. Al llegar a su altura, Miguel se detuvo un instante y le comentó a su abuelo que iba a buscar a Dana. Él asintió y continuó bajando la escalera. Kate se había quedado abajo, de pie, sin saber hacia dónde dirigirse, cuando la BlackBerry vibró en su bolsillo. La sacó pensando en Dana.

El número que aparecía en la pantalla le recordó que en el desayuno no lo había cogido y descolgó sólo para decirle a quien llamaba que esperase un momento. Luego empezó a subir la escalera. Necesitaba un lugar tranquilo, porque el andorrano siempre acababa sacándola de quicio y no quería dar un espectáculo delante de los invitados. Escondió la mano con el teléfono en la espalda y, al cruzarse con el sargento en la escalera, él le sonrió. ¿Qué le pasaba ahora?

Kate entró en el estudio del abuelo, cerró la puerta y carraspeó antes de contestar.

—Sí.

—…

—No me dejaste alternativa.

—…

—Lo sé, pero un trato es un trato.

—…

—¿De cuánto estamos hablando?

—…

—Hazlo y yo me ocuparé de hablar con quien sea necesario. Cuento con que habrás sido discreto…

—…

—Yo nunca falto a mi palabra y no espero menos de mis colaboradores.

—…

—Bien. En cuanto lo tengas te diré cómo hacérmelo llegar. Por cierto, vamos a necesitar también una copia de cómo quedan los listados de movimientos después de la modificación. Y quiero que sea igual que la que reciba el fiscal.

—…

—Lo sé, pero tampoco lo estaba el dinero para tu contacto. Digamos que estamos en paz.

—…

—Eso es irrelevante, y créeme: cuanto menos sepas, mejor.

—…

—De acuerdo.

Después de colgar, Kate se acercó a la ventana y tiró con la mano de la butaca del abuelo para sentarse frente al ventanal. Apoyó los pies sobre el radiador y cogió aire. Pero en seguida necesitó encogerse y descansó los codos en las rodillas. ¿Dónde narices se habría metido? Miró la pantalla y volvió a marcar el número de Dana. Nada. Dudó si llamar a Miguel, pero lo más probable era que ni siquiera hubiese llegado a Santa Eugènia.

Fuera había cesado la aguanieve y bajo el sol tenue de noviembre las gotas de agua brillaban como diamantes sobre el césped del jardín. Kate pensó que era difícil ver algo así donde ella vivía. Visualizó la terraza del piso de Barcelona y se avergonzó de que no hubiese nada de verde en ella. Ahora que le daría el dinero a Dana tendría que olvidarse de comprar el ático, pero se prometió a sí misma que pondría unos parterres y los llenaría de plantas verdes.

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